Cuando era niño, al escuchar un típico villancico de Navidad hubo algo de la letra que no me convenció por lo que hice una pregunta para la cual todos conocían la respuesta.
¿Qué niño es este? ¿de verdad? Es Jesús, por supuesto. Todos lo sabemos, incluso los niños lo saben, me respondieron.
Lo que yo aún no entendía en ese momento era que las preguntas no solo se hacen para resolver problemas o pedir nueva información. A veces, se usan para decir algo importante. A ellas las llamamos «preguntas retóricas». En otras instancias, la forma en que se hace una pregunta expresa asombro y maravilla sobre algo que sabemos que es verdad, pero que pensamos que es casi demasiado bueno para ser cierto. Es demasiado bueno como para simplemente decirlo como decimos todo lo demás.
Una vez los discípulos se encontraban en una gran tempestad, las olas entraban al barco y Jesús calmó la tormenta. Ellos se decían unos a otros, «¿quién, pues, es este que aun el viento y el mar le obedecen?» (Mr 4:41). Ellos sabían la respuesta de la Escritura: solo Dios mismo puede calmar los mares (Sal 65:7; 89:9; 107:29); este, de cierta manera, debe ser Dios. Sin embargo, era demasiado maravilloso como para simplemente decirlo. Esta nueva revelación de la gloria de Jesús era demasiado tremenda como para que se mantuvieran en silencio y demasiado extraordinaria como para no verbalizarla de alguna otra forma. Dios mismo se hizo hombre y estaba en el barco con ellos. «Entonces, ¿quién es este?».
De la misma manera, en Navidad decimos, «¿qué niño es este?». Sabemos la respuesta, pues ha sido revelada claramente. Y es demasiado maravillosa para ser cierta: Dios mismo se hizo hombre en este bebé y ha venido a rescatarnos. El Verbo eterno se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1:14). Es claro y es cierto. Debemos decirlo con franqueza y valentía. Es adecuado a veces, en Navidad, asombrarnos, maravillarnos y declarar impresionados, «¿qué niño es este?».
Humilde establo
Sin embargo, lo que da lugar a esta declaración, y a la vez, pregunta de asombro es que no solo Dios se convierte en hombre, sino que él ha venido a nosotros de esta manera: en sorprendente pobreza. La primera estrofa de la canción nos muestra la gloria que esperamos: ángeles le cantan melodías. Ese es el tipo de llegada que esperamos. Huestes celestiales cantan. Los cielos resplandecen en canción.
No obstante, incluso aquí vemos un destello de algo inesperado. Los ángeles le cantan a los pastores. Eso es extraño. Ángeles, sí, pero, ¿pastores? ¿Acaso no debería ser a los dignatarios, especialmente de los establecimientos reales y religiosos de los judíos, que supuestamente han esperado por mucho tiempo la venida de su Cristo? ¿No deberían los pastores tomar un número detrás del rey y su corte, los sacerdotes y los escribas, y la élite de Jerusalén?
Lo inesperado se encuentra ahí en la primera estrofa, pero es en la segunda donde las cosas se ponen especialmente peculiares. ¿Por qué el recién nacido descansa en un «humilde establo» en el mismo lugar donde el buey y el burro se alimentan? ¿Por qué un establo? ¿Por qué este lugar de pobreza? ¿Por qué no en un palacio, sino que en la más pobre de todas las construcciones?
Clavos, lanzas
La belleza que existe en preguntar (en decir) durante Navidad «¿qué niño es este?» es que nos lleva más allá de la humilde Belén hacia una vida de aún más humildad. No una humildad estática, sino que una humildad que es cada vez mayor.
Hoy en Navidad celebramos que Jesús, «aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Fil 2:6-7). Pero, ¿por qué? ¿Por qué apareció de esta sorprendente manera entre nosotros? ¿Para simplemente mostrarnos que lo puede hacer? Sin duda, esto es más que una proeza. ¿Por qué ha venido? ¿Qué es lo que ha venido a conseguir?
La Navidad conmemora más que su nacimiento. Nos lleva más allá en su historia, más allá de la humildad de un pesebre hacia una vida de humilde sacrificio en la que no tenía ni un lugar para recostar su cabeza (Lc 9:58) hasta finalmente la humildad suprema, una ejecución pública detestable, condenado injustamente como un criminal: «hallándose en forma de hombre, se humilló él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:8).
Algunos podrían sospechar que estamos empañando el resplandor y el gozo de la Navidad al cantar, «clavos y lanzas lo herirán…». ¿Acaso no podemos dejar eso para el Viernes Santo? Déjanos tener a nuestro adorable, pequeño y tierno bebé Jesús en Navidad. Ni clavos ni sangre ni muerte, no, gracias.
Sin embargo, el Verbo hecho hombre, que viene sin una cruz a la vista, no es una buena noticia. La luz y el gozo de la Navidad serán vacíos como mucho, e incluso horrorosos, si rompemos la conexión entre Belén y el Gólgota. «Por ti por mí la cruz cargará». Esta vez, él no viene a enjuiciar, sino que a mostrar misericordia.
Él hizo esto por ti. La Navidad es para ti solo porque su vida es para ti y su muerte es para ti y su triunfante resurrección al otro lado es para ti. Los «clavos y lanzas» no arruinan la Navidad; le dan poder a este tiempo.
El Rey como el labriego
Luego cantamos, «el Rey como el labriego». Los humildes pastores están ahí y a pesar de que la nobleza de su propio pueblo no se arrodillará, dignatarios extranjeros vienen desde lejos, pasando por campos y manantiales, por llanos y montañas, para honrarlo trayendo sus ofrendas. Vinieron los pastores y los reyes; los débiles y los fuertes; los sabios y los ingenuos. Los humildes y los despreciados se arrodillaron uno al lado del otro con poderosos que nacieron en la nobleza.
El pesebre es para todos los pecadores porque la cruz es para todos los pecadores. Y esto es demasiado para una simple investigación, un imperturbable análisis y unas articulaciones calculadas. Esto es lo que pasa con las canciones. Este es el tiempo para decir, para declarar en asombro y maravilla de adoración, «¿qué niño es este?».