Muerte de cruz.
El apóstol se atreve a agregar esta aberración como el punto bajo de la autohumillación de su Señor. Jesús «se humilló Él mismo», dice Pablo, «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:8) [énfasis del autor].
Hoy, con cruces en nuestros campanarios, y alrededor de nuestros cuellos, apenas podemos percibir el escándalo original de tal afirmación. No obstante, para todo nuevo oyente del primer siglo, judío o griego, las palabras de Pablo eran casi inimaginables. ¿Crucificado?
Nuestro semblante cambia de sólo pensar en clavos que atraviesan manos y pies humanos. Nos retorcemos por una corona de espinas presionada en la frente, atravesando la piel, goteando sangre por el rostro. Y una vez que estos violentos actos hubieran rasgado la carne y el hueso, el dolor de la crucifixión sólo había comenzado. Horas más tarde, muchos se desangraron; otros murieron de asfixia, finalmente demasiado destruidos para siquiera respirar. Esta no era sólo una muerte, sino que era una tortura que llevaba a la muerte. Era repugnantemente horrible.
No obstante, no sólo era calculada para amplificar y prolongar el dolor físico; era diseñada, casi psicológicamente (o diabólicamente) para avergonzar completamente a la víctima. El horror de la cruz no sólo era que se realizaba, sino que se realizaba para ser vista. No era sólo literalmente horroroso, sino que humillante en extremo.
Algunos de nosotros podríamos encontrar el tono de En el monte Calvario demasiado suave para el peso del Viernes Santo, pero la segunda línea de la letra escrita por George Bennard en 1913 captura bien el significado de la cruz en el mundo antiguo: «emblema de sufrimiento y vergüenza»1.
Mecanismo para la desgracia
En su libro, Crucifixion [Crucifixión], Martin Hegel da ejemplos de «la actitud negativa hacia la crucifixión universal en la antigüedad». En resumen, mucho más que sólo algo negativo, el espectáculo completo del «poste infame» o «madero de vergüenza» era tan ofensivo, tan vil, como ser obsceno en una conversación educada. Hegel observa «el uso de crux (cruz) como un insulto vulgar entre las clases bajas». El educado no se rebajaba a un tema tan espantoso, ni con la lengua ni con un lápiz, lo que explica «la profunda aversión de las penalidades más crueles en el mundo literario». Pocos escritores antiguos se atrevían a entregar cualquier detalle cercano de la crucifixión que encontramos en los cuatro evangelios.
En el siglo previo a Cristo, Cicerón (106 al 43 a. C.) llamó a la crucifixión «el castigo más cruel y repugnante». El historiador Josefo (hacia el año 37 al 100 d. C.), se refirió a ella como «la más miserable de las muertes». Celso, un oponente al cristianismo primitivo del siglo segundo, preguntó retóricamente sobre el Cristo crucificado: «¿qué anciana borracha que cuenta historias para dormir a un niño pequeño no se avergonzaría de murmurar semejantes ridiculeces?». No sólo un Mesías crucificado era ridículo; era vergonzoso.
En la Palestina del primer siglo, los contemporáneos de Jesús eran atormentados por el espectáculo regular de las cruces (su dolor y vergüenza manifiestos) y, adicionado a esa ignominia, conocían la propia maldición de Dios, en la Escritura, sobre cualquiera que fuera colgado de un madero (Dt 21:22-23). Entonces, ¿es de extrañar que Pablo hablara del Mesías crucificado como un disparate total, pura locura, entre los incrédulos de su tiempo (1Co 1:18)? El honor del Mesías y la desgracia de la crucifixión convirtió a la idea en un sinsentido y en algo repugnante, contradictorio y ofensivo, absurdo y vergonzoso.
Y es la vergüenza pública de la cruz (en lugar del dolor que tenderíamos a pensar primero) que Hebreos menciona en el clímax de su recuento de los fieles: «[…] por el gozo puesto delante de Él [Jesús] soportó la cruz, despreciando la vergüenza […]» (Heb 12:2) [énfasis del autor].
Soportando la cruz
Esta vergüenza abrumadora de la crucifixión ofrece un punto de vista sobre el Viernes Santo que pocos enfatizan hoy. A menudo, los teólogos han hablado de la obediencia activa de Cristo en la vida y de la obediencia pasiva en la muerte. Podríamos encontrar ayuda en esta distinción, pero la pasividad no es el énfasis en Hebreos 12:2.
La imagen de Hebreos 12 es sorprendentemente activa, de manera desconcertante. Podríamos incluso llamarlo atlético: una carrera que debe correrse, rodeado de espectadores y un precio que debe reclamarse al final. El hecho de que Jesús haya soportado la cruz en el versículo 2 hace un paralelo con correr con perseverancia la carrera en el versículo 1, donde terminar es, irreduciblemente, llegar a la meta.
Lo vemos en Jesús «despreciando la vergüenza» en el Calvario. Como David deSilva comenta; despreciar la vergüenza paralizante e imponente de la cruz «implica más que simplemente soportar la experiencia de desgracia en lugar de encogerse ante ella». Al contrario, cuando Jesús despreció la vergüenza de la cruz, Él la menospreció y determinó superarla. Él la confrontó. Él miró la vergüenza inminente a los ojos e hizo caso omiso de lo que habría sido la barrera final para otros hombres.
Pero el simple hecho de saber que Él era inocente no era suficiente contra el sufrimiento y la vergüenza extrema en la cruz. Soportar hasta el final exigía más. Hebreos, memorablemente, nos dice que Él soportó «por el gozo que le esperaba». No obstante, específicamente, ¿qué gozo podría haber sido? ¿Qué recompensa podría haber sido lo suficientemente poderosa para hacer que avance, que termine esta carrera, con el mismísimo emblema de sufrimiento y vergüenza interponiéndose en el camino?
¿Qué anticipo de gozo, o gozos, podría soportar la cruz?
Complacido de ser aplastado
El evangelio de Juan, escrito por el compañero más cercano de Jesús, nos da el mejor destello de su mente y corazón mientras se preparaba para la cruz. Dos secciones en particular, entre otras, hablan de la sustancia y de los tonos de su gozo mientras abrazaba la cruz y la hacía suya en las horas previas a su sacrificio.
La primera sección es Juan 12:27-33, un poco después de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Previamente, Jesús había dicho que «su hora» aún no había llegado (Jn 2:4; 7:30; 8:20). Ahora reconoce que:
Ahora mi alma se ha angustiado; y ¿qué diré: «Padre, sálvame de esta hora?». Pero para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: «Y lo he glorificado, y de nuevo lo glorificaré» (Juan 12:27-28).
Lo que sea que develemos del gozo de Jesús, no estará libre de angustia. Tres veces en estos capítulos culminantes, leemos que su ser estaba angustiado (Jn 11:33; 12:27; 13:21). No obstante, la presencia de la angustia no significa ausencia de gozo. De hecho, la realidad de tal angustia demuestra la profundidad y el poder de su gozo, ir y atravesar la angustia, en lugar de huir.
Aquí encontramos una primera fuente de su gozo: la gloria de su Padre. Cuando Jesús reconoce la llegada de su hora, esta es la primera motivación que verbaliza. Había vivido para la gloria de su Padre, no para la propia (Jn 8:50) y ahora, a medida que la cruz se acerca rápidamente, primero ora por esto y recibe la afirmación de una respuesta inmediata del cielo: «Y lo he glorificado [en tu vida], y de nuevo lo glorificaré [en y a través de la cruz]».
Luego, viene un segundo gozo: lo que la cruz logrará sobre los enemigos antiguos. «Ya está aquí el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera» (Jn 12:31). Satanás, a quien Pablo llamaría «el dios de este mundo» (2Co 4:4) y «príncipe de la potestad del aire» (Ef 2:2), sería decisivamente despojado como «gobernante de este mundo» y Jesús experimentaría el gozo de despojarlo y ser el instrumento de Padre para «despoja[r] a los poderes y autoridades, h[acer]de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de Él» (Col 2:15). El madero de la vergüenza, con el tiempo, avergonzaría a los enemigos.
Entonces, Jesús menciona un tercer gozo: la salvación de su pueblo. «Yo, si soy levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo» (Jn 12:32). Él sería levantado de la tierra (primero al ser levantado de la cruz), como Juan agrega inmediatamente (Jn 12:33). No te equivoques, en el «gozo puesto delante de Él» estaba el gozo del amor. Él había venido a salvar (Jn 12:47) y la noche del martes, Él lavó los pies de sus discípulos para mostrarles el amor que, en parte, lo envió a la cruz: «[…] habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13:1).
«Mi gozo […] en sí mismos»
El segundo pasaje (la oración sacerdotal de Jesús en Juan 17, en la misma noche cuando Él se entregó) hace eco de dos de los gozos ya presentados y agrega uno más el «gozo puesto delante de Él» que nos lleva de regreso a Hebreos 12.
Primero, Jesús ora explícitamente sobre compartir su propio gozo, y eso (de nuevo) como una expresión de su amor por sus discípulos: «[…] hablo esto en el mundo para que tengan mi gozo completo en sí mismos» (Jn 17:13) [énfasis del autor]. El gozo de Jesús (lo suficientemente profundo, ancho, rico para llevarlo hacia y a través de la cruz) no sólo será suyo, sino que lo pondrá en su pueblo, a través de sus palabras y obra sacrificial: «Estas cosas les he hablado, para que mi gozo esté en ustedes, y su gozo sea perfecto» (Jn 15:11).
En segundo lugar, Jesús también ora en Juan 17 anticipando la gloria de su Padre. Él recuerda que su vida ha estado dedicada a la gloria de su Padre, en hacer conocido su nombre (Jn 17:4, 6, 26). Pero ahora, en la consagración de la oración, y en su noche final antes del sufrimiento y la vergüenza, Él ora, en tercer lugar, por su propia exaltación.
Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti, […]. Y ahora, glorifícame Tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera (Jn 17:2, 5; ver también el versículo 24) [énfasis del autor].
Si malentendemos la absoluta santidad de Cristo, y de este momento, malinterpretaremos este gozo culminante: volver a su Padre y tomar su lugar habiendo logrado su trabajo, en el trono del universo. El gozo de ser entronizado en el cielo (glorificado) a la diestra de su Padre, no vendrá de ninguna otra manera que a través, y gracias a, la cruz. Y su exaltación y entronización significarán no sólo honor personal, sino cercanía personal. «A la diestra» es el lugar tanto de honor como de proximidad al Padre. Él no sólo quería tener el trono, sino que nuevamente tener a su Padre.
Esta exaltación venidera, y proximidad, es el gozo particular, entre otros, al cual Hebreos 12:2 apunta: «por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz, despreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra del trono de Dios» [énfasis del autor].
Anticipo de la gloria (y del gozo)
Regresamos, entonces, al honor que superó al «madero de la vergüenza». El Viernes Santo nos habla de una guerra cósmica entre el honor y la vergüenza. En la cruz, ese escandaloso emblema de vergüenza:
Dios ha escogido lo necio del mundo para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo para avergonzar a lo que es fuerte. También Dios ha escogido lo vil y despreciado del mundo: lo que no es, para anular lo que es, para que nadie se jacte delante de Dios (1 Corintios 1:27-29).
El Viernes Santo es la gran inversión. La humillación total y desgracia imponderable habría impedido que almas menores escogieran el Calvario. No obstante, Jesús lo quiso hacer, por el gozo. A pesar de lo horrible que fue, le complació hacerlo. Al saber su inocencia, Él esperaba el gozo de glorificar a su Padre, vencer a Satanás y rescatar a su pueblo en amor, y estos gozos puestos delante de Él vinieron juntos en su regreso victorioso al lado del Padre, ahora como el Dios- Hombre exaltado.
Como Isaías había profetizado siete siglos antes: «Debido a la angustia de su alma, Él lo verá y quedará satisfecho» (Is 53:11). En la agonía e ignominia del Viernes Santo, Él vio. Él vio el gozo puesto delante de Él, comenzó a saborearlo y estaba lo suficientemente satisfecho como para soportar.
Incluso la muerte de cruz.
David Mathis © 2023 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.
- N. del T.: El himno The Old Rugged Cross existe en español como En el monte Calvario. La línea a la que se hace referencia aquí se traduce oficialmente en español como «emblema de afrenta y dolor», pero para fines de mantener la intención del autor, preservamos la traducción literal desde el inglés.