La semana de la Pasión comienza con ramos. Ramas cortadas de los árboles; manos alzadas en adoración; y la entrada a la gran ciudad en el primer siglo de la figura más importante de la historia en la semana más significativa que jamás haya existido.
Este príncipe no reconocido tiene el derecho de reclamar el trono de su pueblo como heredero de su rey más celebrado. Sin embargo, él entra en evidente humildad en el lomo de un pollino, como ningún otro gobernante del primer siglo o del siglo XX se hubiese rebajado a entrar a una gran ciudad.
Esto, por supuesto, no es el límite de su mansedumbre y de su humildad. Él se rebajaría mucho más en esa santa semana y, después, lo haría aún más al ser «levantado» desde el lugar más bajo de todos, desde la completa humillación y afrenta de una ejecución pública inhumana: la muerte en una cruz.
El resplandor del Domingo de Ramos
No obstante, por ahora, la semana comienza con el extraño y maravilloso resplandor del Domingo de Ramos. Podemos sentir el brillo del rey que viene acercándose, escoltado, en su camino a la gran ciudad, por multitudes conmocionadas frente a la llegada de un verdadero dignatario: «este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea…» (Mt 21:11). Emocionados, la gente «tendía sus mantos sobre el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las esparcían en el camino» (Mt 21:8), lo que le dio el nombre al «Domingo de Ramos».
La alegría resplandece en este domingo —una alegría, como ahora sabemos, que anticipa la supernova de regocijo que explota al domingo siguiente—. En la emoción de la esperanza, las multitudes repiten las alabanzas que se encuentran en el Salmo 118, con el anhelo de que quizás éste sea, finalmente, el gran «Hijo de David», el rescatador real que fue prometido, entrando en un burrito a la Ciudad Santa para salvar definitivamente a su pueblo.
«¡Hossana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hossana en las alturas!» (Mt 21:9). Hossana (una declaración en hebreo de adoración y deleite) es el estribillo de su entrada triunfal.
Teñido por el dolor venidero
Aun así, la luz está teñida, incluso en el clímax de la emoción del Domingo de Ramos. Aún no es la coronación de Cristo a la diestra del Padre sentado en el trono del cielo. Éste no es el triunfo final; aún no ha descendido el cielo mismo para restaurar completamente al mundo caído (desterrado a las profundidades de la oscuridad, con toda su tristeza y dolor, con cada lágrima y rebeldía persistente).
No, puesto que en la culminación de la alegría, las amenazantes autoridades comenzaron con su diabólico complot. Este humilde rey sana a los ciegos y a los cojos (Mt 21:14) y cuando el poder dominante ve «que hacía cosas maravillosas… se indignaron» (Mt 21:15). El gozo floreciente de las masas es la furia exasperada de la élite de Jerusalén.
El gozo puesto ante el Varón de dolores
En este domingo encontramos, en el microcosmos, las alegrías y las tristezas de la legendaria semana que se aproxima. Este encuentro inicial de Jesús con las autoridades anticipa la conspiración que se avecina, el traidor que surgirá, los temerosos discípulos que huirán y la total crueldad demoniaca que caerá sobre la ciudad y concluirá con la muerte de Cristo en el ocaso del viernes.
No obstante, el gozo del Domingo de Ramos pronostica la euforia sin igual que vendrá la mañana del domingo de resurrección.
La sensación sombría del Domingo de Ramos corresponde a que este feliz e imbatible rey es nuestro «Varón de dolores» (Is 53:3). El gozo de ese día corresponde al propio gozo de Jesús —su alegría indestructible, su disposición a ir a Jerusalén e incluso a la cruz por el gozo puesto ante él—. En quien se derramó perfume de alegría más que a sus compañeros (Sal 45:7), es aquel que será despreciado y rechazado y que fue hecho para el sufrimiento (Is 53:3).
Su peculiar gloria
Tiene sentido que en este extraño y maravilloso domingo, el pueblo recurra al Salmo 118:26 y exclame, «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!».
Este Salmo capta tan bien la peculiar gloria del Domingo de Ramos. Tan sólo un poco antes del verso 26, el salmista escribe, «la piedra que desecharon los constructores ha llegado a ser la piedra angular. Esto ha sido obra del Señor y nos deja maravillados» (Sal 118:22-23).
La gloria del Domingo de Ramos no se trata de que el anhelado rey pase por la ciudad en medio de la solemnidad y de la gracia de la lógica expectación humana. Éste no es un rey de indiscutido abolengo, nacido en un palacio, criado por tutores de clase mundial, rodeado por generales expertos, que entra triunfante a la gran ciudad para conquistar a sus enemigos y reclamar su corona.
No. Es un nazareno, un pueblerino; hecho para la humillación; un común trabajador; montado no sobre un noble corcel, sino que sobre un pollino de burro. Él no viene para blandir su espada y demostrar su alcurnia frente a la expectación popular; más bien, a entregarse a sí mismo y a mostrar su mansedumbre en su sacrificio incondicional. Él no viene a matar, sino que a ser asesinado; no viene acompañado por generales y soldados, sino que por doce inútiles compañeros: uno que lo traicionará; otro, que lo negará; y el resto, se esparcirán cuando comience el verdadero conflicto.
Maravilloso a nuestros ojos
El anhelado Mesías no viene en gloria humana, sino que en peculiar gloria: esa gloria que es fuerte en la debilidad; esa gloria de gozo indomable en el dolor humillante; esa gloria del León de Judá que se entrega a sí mismo como el Cordero de Dios. Viene en un burrito para ser la piedra que los constructores rechazarán completamente el viernes y que Dios mismo revelará como la piedra angular el Domingo de Resurrección.
Para la mente natural, ya sean judíos o griegos, esto es simple locura. Un héroe crucificado es un disparate para los helenistas; un Mesías rechazado, un tropiezo para los judíos (1Co 1:23). No obstante, para aquellos que hemos recibido el don de la verdadera vista, es maravilloso a nuestros ojos.
Ninguna criatura podría haberlo planeado así. No hay duda de que esto es obra de Dios. El Domingo de Ramos, y la Pasión que le sigue, no es una creación humana, no es una historia que sucedió por casualidad. Esto lleva las huellas imborrables de lo divino; es la inauguración del rescate prometido, en toda su extravagancia y maravilla.
Sólo un rey en un burro pudo salvar realmente nuestras almas y satisfacerlas completamente por la eternidad.
David Mathis © 2016 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda

