Le tomó un rato ponerse los zapatos e irse al auto. A medida que salíamos del estacionamiento, lo escuché comenzar a sollozar.
—Will, ¿qué pasa, hijito?
—No quiero ir al doctor.
—¿Qué te da miedo, cariño?
—¡No quiero que me metan nada en la nariz! —reventó en llanto. Claramente, la prueba de gripe que le hicieron en la última visita al pediatra fue un poco traumatizante. Tomé un gran respiro.
—Will, ¿confías en mamá?
—Sí. —Lloró diciendo un par de sílabas separadas por sollozos.
—Nadie va a meter nada por tu nariz hoy. Te lo prometo.
—¿Pero si lo intentan?
—Mamá no lo va a permitir, hijito. Si les digo que no lo hagan, entonces no lo van a hacer. ¿Le crees a mamá?
—Sí.
—Entonces no tienes que tener miedo.
El silencio llenó la minivan una vez más.
Recordé lo que leí en la Palabra de Dios esa mañana. Moisés estaba dando una charla motivacional a la generación de Israel a cuyos padres no les fue permitido entrar a la Tierra Prometida. Él los estaba organizando para entrar, alejando su temor con recordatorios del cuidado soberano de Dios por los últimos cuarenta años en el desierto. Su liberación, su carácter, su fiabilidad, su control y su amor por ellos se presentaron como razones para que pudieran avanzar sin temor en lugar de retroceder como sus padres lo habían hecho, aterrados por el tamaño del enemigo y olvidando las promesas y las capacidades de su Dios.
La repentina llegada de otra ronda de sollozos desde el asiento trasero interrumpieron mis pensamientos.
—¿Van a lastimar a Walt? No quiero que llore. —Esto fue más duro.
—Will, en realidad Walty probablemente va a llorar esta vez. Le pondrán dos vacunas hoy, para que su cuerpo sepa cómo pelear contra la enfermedad y así pueda estar sano y fuerte. Es probable que se sorprenda y le pinche un poquito, y eso lo hará llorar.
—Mami, ¡diles que no lo hagan! Si les dices que no lo hagan, entonces no lo van a vacunar —gritó.
Brotaron lágrimas de mis ojos, en parte por la preciada muestra de empatía fraternal, pero en mayor parte porque reconocí inmediatamente el sentimiento de lucha en mi propia vida y corazón.
—Oh, mi amorcito, nunca permitiría que Walty experimente dolor a menos que ese dolor vaya a ayudarlo. Mamá detesta que cualquiera de ustedes sea lastimado. Pero vamos a permitir que le duela por un ratito para que más adelante esté a salvo. Así su cuerpo será más fuerte.
Pensé en lo confuso que debió ser para nuestro hijo de tres años escucharme explicar por qué su mamá permitiría que alguien «lastimara» a su hermanito cuando nosotros le recordamos constantemente que es nuestro trabajo mantenerlos a salvo cuando lo animamos a obedecer.
Me senté en el asiento del conductor después de que llegamos, intentando animarlo con ejemplos de mi propio poder, protección y fiabilidad, tranquilizándolo con mi amor por ambos. Le dije que podíamos animar y consolar a Walt cuando recibiera sus vacunas y que todo estaría bien. Él me creyó y entró valientemente, recordándome que, cuando nos fuéramos, él recibiría una paleta y un sticker.
Aunque mis palabras tranquilizantes parecieron satisfacer a mi hijo, hay un defecto mayúsculo en la seguridad que yo le ofrecí: no siempre sé lo que es mejor; no siempre soy confiable con mis hijos, y no estoy ni cerca de ser todopoderosa. Un sinnúmero de veces en la maternidad les he dado razones para no confiar en mí. Ambos han sido lastimados bajo mi cuidado (¿quién no ha golpeado la cabeza de su hijo intentando sentarlos en la silla de niño del auto?) y no siempre he podido llegar a tiempo para evitar el dolor involuntario. No obstante, Dios es omnisciente, perfectamente confiable y todopoderoso. Mi amor por mis hijos es defectuoso y mis motivaciones siempre están mezcladas, pero su amor por sus hijos es puro y Él no titubea en su compromiso para su gloria y el bien de ellos.
Cuando llegó el momento de entregarle a nuestro pequeño y apretable hermano de siete meses a la enfermera, Will agarró su cara y susurró:
—No tienes que tener miedo porque Dios está contigo, Walt.
Sostuve los brazos hacia abajo de su pequeño hermano mientras la enfermera ponía la vacuna. Él lloró. Will lloró. Y como siempre, los ojos de mamá se llenaron de lágrimas también.
Will estaba tranquilizando a su hermano con lo que le hemos enseñado a decir en momentos de temor con una pregunta y respuesta: «¿Por qué no debemos tener miedo? Porque Dios está con nosotros».
Cuando experimentamos dolor o miedo ante lo que percibimos en la distancia, podemos avanzar en el camino al que Él nos ha llamado con una confianza perfecta de que nuestro Dios está en completo control y completamente comprometido con nuestro bien. Cuando hace calor en el desierto; cuando queremos comer algo diferente; cuando estamos sedientos y cansados; cuando nos preguntamos si nos ha olvidado y consideramos si habría sido mejor seguir siendo esclavos, debemos hacer caso a las palabras de Moisés a los Israelitas. Debemos recordar todo lo que Él ha hecho y lo que ha prometido, y buscar su maná, su misericordiosa provisión en nuestras propias vidas. Él no nos permite experimentar nada que no logre algo para nuestro bien y para su gloria. Él está con nosotros. Él está por nosotros. Él está en completo control.
En lugar de generar dudas de su bondad, los recordatorios de la soberanía de Dios siempre deben servir como fuentes de consuelo y esperanza. Porque sabemos quién es Él y qué está haciendo por las historias como las que encontramos en el Pentateuco y, más conmovedoramente, en su muestra de amor sacrificial por nosotros en la cruz de Cristo, podemos enfrentar el dolor y el temor con valentía y confianza de que cualquier cosa que Él ordene está bien. Sea lo que sea que esté ocurriendo en tu vida que te esté haciendo dudar de su cuidado soberano hoy, ten ánimo, porque esas cosas, por temibles o dolorosas que sean, están sirviendo para darte una seguridad mayor que cualquier consuelo terrenal puede ofrecer.
Viene un día cuando entrarán a la Tierra Prometida aquellos a quienes Dios ama en el nuevo pacto de la sangre de Cristo. En ese lugar, no habrá enfermedad ni tristeza ni dolor ni muerte. Viviremos sin temor y veremos la gloria de nuestro Señor. Pero hasta entonces, mientras deambulamos como forasteros, peregrinos en una tierra infértil, nos aferramos a la promesa por fe, y el sufrimiento sin sentido de pronto se convierte en una causa para la esperanza y el gozo: estamos siendo perfeccionados, estamos conociendo a Cristo más completamente y Dios está recibiendo la gloria mientras somos transformados y se logran sus propósitos. Gracias a Dios por este cuidado soberano. Él permite que las pruebas que experimentamos lo transformen a Él en nuestra única esperanza, enseñándonos a confiar en su sabiduría, su bondad, su amor y su poder.
Lo que Dios hace, bien hecho está
Su voluntad es siempre justa;
Lo que Él haga conmigo
Aceptaré tranquilo.
Él es mi Dios,
Que en la angustia
Bien sabe cómo protegerme;
De Él me dejaré guiar.
Lo que Dios hace bien hecho está,
Él no me engañará;
Me guía por el sendero recto,
Para que me goce
En su bondad
Y tenga paciencia.
Él remediará mi tribulación,
Pues está en sus manos.
Lo que Dios hace bien hecho está;
Y si debo beber el cáliz,
Que puede parecerme amargo,
No he de atemorizarme,
Pues al final
Habré de alegrarme
Con dulce consuelo en mi corazón.
Entonces se disipará todo dolor.
Lo que Dios hace bien hecho está,
Junto a Él permaneceré,
Y así en el áspero camino
Me acosen penas, muerte y desventura,
Dios me sostendrá
Paternalmente
En sus brazos.
Por lo tanto, lo dejaré actuar. (Samuel Rodigast)[1].
Este recurso fue publicado originalmente en Gentle Leading.
[1] N. del T.: traducción del himno Whatever My God Ordains is Right tomada de www.bach-cantatas.com