«Él es fiel a ti por su amor, no por tu dignidad. Él nos ama no porque seamos dignos de amor, sino porque Él es amor»[1] (Ed Welch, Shame Interrupted [Vergüenza interrumpida]).
Nuestro hijo de dos años ha estado usando la bacinica por bastante tiempo. Una amiga me sugirió empezar temprano, ir despacio y hacerlo ocasionalmente para que él no tuviera temor del baño, y comprendiera y asociara tempranamente los desechos corporales con la descarga del inodoro. Siempre ha sido algo divertido. Desde hace meses, ya ha logrado tener al menos una deposición en el inodoro al día, lo que me ha alegrado mucho en un embarazo plagado de náuseas inducidas por un sentido del olfato más agudo.
Tal como mi amiga lo predijo, mi hijo comenzó a pedir la bacinica para usarla en lugar de su pañal, aunque ocasionalmente me anunciaba que prefería usar el pañal porque estaba muy ocupado. Comencé a temer que hubiera perdido una oportunidad de oro y me convencí de que él necesitaba un cierto límite para que algún día se comprometiera totalmente a usar la bacinica.
Por esa razón, y con una semana lluviosa por delante, nos aventuramos a ir a las tiendas para escoger ropa interior de niños. Él estaba muy motivado, y con mucho entusiasmo seleccionó un paquete con la figura del ratón Mickey y otro con autitos de carrera. De regreso a casa, conversamos sobre cómo mantendríamos a Mickey y a los autitos de carrera limpios y secos, y sobre cómo habíamos terminado de usar pañales para ir simplemente de ahora en adelante al baño.
Expuestos por el entrenamiento para usar el baño
Me había propuesto tratar a nuestro hijo con dulzura y bondad, protegerlo de la vergüenza y evitar una lucha de poder. Quería que tuviera la seguridad de que mi amor y mi gozo por él no dependían de su desempeño. Tenía la firme voluntad de no darle importancia a los accidentes y de proporcionarle todo el tiempo que necesitara.
Sin embargo, el entrenamiento para ir al baño resultó ser mucho más difícil de lo previsto. Logística y físicamente todo salió tan bien como había imaginado para un niño de 27 meses. Esta tarde cumple una semana usando ropa interior y, hoy, no hemos tenido ningún accidente (todavía). Durante sus siestas y en las noches, se ha mantenido seco desde el comienzo. No, la dificultad con el entrenamiento para ir al baño no ha sido física, sino relacional.
Will ha sido un niño extraordinariamente bueno y obediente. Es excepcionalmente tierno, derrama comentarios positivos constantemente y expresa entusiasmo. «¡Te quiero tanto, mami! ¡Te extrañé, mami! ¡Gracias por hacer eso por mí, mami! ¡Buen trabajo, mami! ¡Lo lograste, mami!». No obstante, en el segundo día del entrenamiento para ir al baño, y a pesar de todos mis esfuerzos para que fuera lo más relajado y calmado posible, descubrí un lado de mi hijo que nunca antes había visto. Will se volvió desafiante, desagradable, poco amable y combativo. Sus manos cariñosas y suaves me golpearon. Su pequeña boca gritó palabras ásperas. Al tercer día del entrenamiento, descubrí un lado de mí misma que tampoco me gustó mucho. Se me acabó la flexibilidad. Comencé a tomarlo todo en forma personal. Me volví sensible. Empecé a reaccionar mal. Estaba de mal genio y me puse brusca.
Dios usó la experiencia de nuestro entrenamiento para ir al baño con el fin de revelarme cuánto de mi identidad estaba centrada, no en el desempeño de mi hijo (tener éxito en mantener su ropa interior limpia y seca), sino en nuestra relación; en la paz entre nosotros; en la manera en que él me trataba y consideraba. Había sido muy fácil sentirme orgullosa por su aprobación y amor, pero el peligro de poner mi identidad en esas dos cosas quedó claro cuando me sentí abatida por su rebeldía y desaprobación.
Estoy segura de que Will estaba listo para aprender a ir al baño. No creo que haber esperado más tiempo hubiera cambiado lo que el proceso reveló de su corazón—toda la frustración que sintió cuando fracasó, el deseo de ser aprobado y los ataques de ira al sentirse derrotado—. Puedo decir todo esto con confianza porque el entrenamiento reveló los mismos patrones pecaminosos de mi propio corazón. Por mucho que me encantaría culpar a las hormonas del tercer trimestre del embarazo, cuando alce la voz a mi esposo por llegar tarde de una forma que juré nunca hacerlo delante de nuestro bebé, cuando reaccioné con ira en el momento en que mi hijo me golpeó después de usar lo que sentí era mi última gota de paciencia, mi corazón reveló los mismos ídolos: éxito y aceptación.
La vergüenza y el deseo de escondernos
En los momentos posteriores a estas reacciones de mi corazón pecaminoso, experimenté un deseo intenso de poder tomar un descanso de mí misma. También quería estar lejos de Will y de David; lejos de las relaciones que me mostraban la condición de mi corazón. Quería escapar de las consecuencias y de los efectos de mis acciones. Quería desesperadamente ocultarme de los ojos que estaban viendo una versión de mí misma que yo aborrecía, principalmente de los ojos del Señor. No deseaba orar. Las palabras de Pablo en Romanos 7 vinieron a mi mente: «¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?».
Como seres humanos, podemos sentir vergüenza por lo que hemos hecho o por lo que nos han hecho; pero también sentimos vergüenza por nuestra asociación con Adán, la vergüenza de ser pecadores. Y, aunque la culpa se experimenta en la sala de un tribunal, la vergüenza lo hace en una relación. Durante el entrenamiento para ir al baño, mi pecado estaba frente a mí de una forma en que lo aborrecía. El hecho de que mi esposo y mi hijo me estuvieran viendo (y que también los afectaba) me causó una vergüenza terrible, lo que aumentó mi deseo de esconderme.
El Evangelio de la gracia
El deseo de permanecer oculto o de no seguir adelante también se reveló en mi hijo durante esta experiencia. Después de cada accidente, protestó por tener que ir al baño para que lo limpiara o para que lo intentara de nuevo. La vergüenza nos hace querer ocultarnos, no seguir adelante o quizás incluso continuar «ensuciándonos», porque es lo que sentimos que merecemos. Se transforma en lo que somos, haciendo que parezca imposible cambiar lo que hacemos. Sin embargo, observa la respuesta de Pablo a su pregunta en Romanos 7: «Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro». Él no se quedó en su desesperación, sino que buscó el remedio para la vergüenza —el gesto cósmico supremo de aceptación— el Evangelio de la gracia. La justificación es una vez y para siempre: una acción del Padre por medio de la cual nos declara perdonados. Aun en los momentos que exponen mi corazón pecaminoso, Él se regocija sobre mí con cánticos, no por las cosas que hago, sino porque soy su hija amada a quién Él declara justa por la obra consumada de Jesús.
Así como la vergüenza se revela en comunidad, ¡también se sana en comunidad! Recuerdo la exhortación reiterada de mi pastor en la universidad: «obsérvalo mirándote a ti». Si estamos en Cristo, la mirada de Dios sobre nosotros no es de desdén ni de desaprobación, sino de aceptación y amor. Nuestra honestidad al arrepentirnos se encuentra no solo con la garantía de nuestro perdón, sino que también con la de nuestra adopción como sus hijos amados. Solo sus ojos no cambian, y su mirada es mucho más preciosa y confiable que los grandes ojos ansiosos de mi hijo de dos años. Es en sus ojos, no en los de mi esposo, que encuentro esa aprobación duradera que me motiva a obedecer y a amar a mi familia por gozo, no por temor.
A pesar de que nuestra transición de pañales a ropa interior ha sido notablemente buena, sé que es muy poco probable que la ropa interior de Will esté siempre limpia y seca. Es posible que él se moje o se ensucie en el futuro cuando esté en actividades demasiado divertidas o en lugares donde no pueda acceder a un baño lo suficientemente rápido. Pero esos errores no lo harán volver al punto de partida. No tendrá que volver a empezar de nuevo. No significará que no aprendió a ir al baño solo porque no pudo mantener sus «autitos de carrera» limpios y secos. Qué gran oportunidad para ambos de practicar este Evangelio de la gracia. En lo que a mí corresponde, quiero ayudarlo a combatir la vergüenza regocijándome y deleitándome en él, incluso cuando se saque su ropa interior y esté sucia; ofreciéndole palabras de aliento cuando se vuelva a subir a su alzador o a sentarse en la bacinica, y reafirmando nuestra relación porque él es mi hijo, no porque permanece limpio y seco.
Puedo hacer esto porque así como me inclino ante mi hijo para limpiar su cuerpo, mi bondadoso Rey siervo se arrodilla ante mí para lavar mis pies. Puedo hacer esto por la realidad de mi relación con un Padre amoroso quien me declara limpia una vez y para siempre en la justificación, y me ofrece la gracia para cambiar por medio de la santificación a medida que me hace más semejante a su Hijo. No tengo que surcar las olas de la vergüenza creadas por el despertar de mis propias reacciones emocionales o las reacciones de aquellos contra los cuales peco. En lugar de eso, puedo vivir bajo el abrigo que Dios le ofrece a mi desnudez y vergüenza: los mantos de justicia que me cubren por gracia a través de la fe en su Hijo, mantos que no puedo ensuciar y que Él no quitará.
Este recurso fue publicado originalmente en Gentle Leading. Traducción: Marcela Basualto
[1] N. del T.: traducción propia.

