«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Romanos 8:32)
Tocan inesperadamente a la puerta. «¿Qué? ¡Pero si no estoy esperando a nadie!».
«¡La casa es un desastre! ¿Cuánto alcanzaré a recoger camino a la puerta? Ah, se me está acabando la comida, y nuestro presupuesto para las compras ya está al límite. Espero que no noten el desastre en el comedor».
Me encanta recibir gente en nuestra casa, pero mi hospitalidad tiende a bloquearse a causa de todos estos pensamientos que se me vienen a la cabeza. Quizás te sientas identificada; quizás:
—Te preocupa tu reputación como ama de casa, así que te apuras y te estresas para tener la casa limpia antes de que alguien llegue.
—Te avergüenza tan solo la idea de recibir gente porque crees que tu casa es demasiado pequeña, eres mala para decorarla, o tu cocina es repulsiva.
—Tu disposición a recibir gente está determinada por lo que te resulta cómodo.
—Estás tan estrecha de presupuesto que temes que un invitado extra te deje en números rojos.
—Te obligas a preparar una comida extraordinaria cada vez que alguien viene a cenar.
Creo que todos estos impedimentos para ser hospitalaria pueden resumirse en dos preguntas que revelarán tu sentimientos:
- ¿Soy lo suficientemente buena?
- ¿Qué pasaría si la gente viera mi desorden?
La esperanza de liberación que estas preguntas suscitan empieza con el mayor acto de hospitalidad jamás visto, que consiste en lo siguiente:
Nuestro Dios santo y perfecto envió a su Hijo, Jesús, a nuestro mundo quebrantado para morir una muerte brutal por nuestros pecados. Abandonó a su propio Hijo para rescatarnos. Nos adoptó como hijos suyos y nos da derecho a una herencia abundante (Ef 1:4-6; Col 1:12).
Esta hospitalidad que Dios nos ha mostrado nos libera para ofrecer la misma hospitalidad desinteresada, amorosa y generosa que hemos recibido.
¿Cómo logra Dios eso?
Para cada una de nosotras, la respuesta final a la pregunta: «¿soy lo suficientemente buena?» es la que más tememos: no somos lo suficientemente buenas. Al menos no en una escala eterna. Nada de lo que podamos ofrecer será jamás lo suficientemente bueno como para dejarnos bien delante de Dios. Jesús dijo: «Nadie es bueno, sino solo uno, Dios.» (Mr 10:18).
La hospitalidad comienza cuando admitimos que no somos suficientes, pero que Dios, quien no escatimó nada para rescatarnos (Ro 8:32) y nos da todo lo que tiene, sí lo es.
Cuando vemos lo que tenemos en Cristo podemos decir humildemente a nuestros invitados: «en mí misma no tengo nada que ofrecerte. Esto es lo que Dios me ha dado, y puesto que Él es suficiente para mí, te invito a participar de ello».
Dios provee lo que necesitamos para ser hospitalarias. Pero ¿qué hay de nuestras inseguridades con respecto a nuestras desastrosas vidas? «¿Qué pasaría si la gente viera mi desorden?». «No tengo tiempo para limpiar». «Mis niños son demasiado hiperactivos». «Estamos remodelando y es un caos». «Nuestro matrimonio está pasando por un momento difícil».
Una amiga me dijo una vez que la hospitalidad se trata de estar dispuestas a invitar a las personas a nuestro desorden.
Debemos estar dispuestas a dejar que la gente vea el desorden de nuestros hogares y de nuestras vidas si queremos que Dios sea proclamado y glorificado por medio de nuestra hospitalidad. El verdadero ministerio se da mejor en medio de la vida real y desordenada —tal como el ministerio y la misión de Jesús no sucedieron en relucientes palacios con gente perfecta, sino en caminos polvorientos y en una cruz ensangrentada con gente imperfecta y pecadores condenados—.
Cuando entendemos que Jesús ya limpió nuestro más grande desastre —el de nuestro pecado— y nos dio una sólida identidad y herencia (1Jn 3:1; Ro 8:17; 1P 1:3-4), somos capaces de invitar a la gente a entrar a nuestra realidad sin pretensiones.
Obviamente, esto no nos excusa de volver a asear nuestros hogares antes de recibir invitados, ni de hacer nuestro mejor esfuerzo para que nuestros huéspedes se sientan bienvenidos. Sin embargo, necesitamos ser liberados de lo que nos impide ser hospitalarios y, para ello, debemos mirar la hospitalidad de nuestro Señor, quien nos recibe libremente como sus hijos. Es entonces que podemos ser libres de nuestras objeciones egoístas para abrir de buena gana nuestros hogares, nuestras familias y nuestras vidas a quienes nos rodean —para la gloria de Dios y el bien de otros—.