Nota de la autora: si eres de las personas que no necesitan introducciones o detalles personales, comienza a leer desde «La envidia trae esclavitud» para acceder a la sección principal.
«El corazón tranquilo da vida al cuerpo, pero la envidia corroe los huesos» (Pr 14:30, NVI).
Las primeras 24 horas después de traer a Will a casa del hospital fueron hermosas. Me encantaba la nueva dinámica de trabajo en equipo que mi esposo y yo estábamos experimentando. Mi corazón rebosaba de admiración y gratitud, y mis venas aún latían con adrenalina después de nuestro parto natural. No había dormido, y en ese momento tampoco lo deseaba. Estaba demasiado ocupada absorbiéndolo todo (y asegurándome de que Will estuviera respirando).
Mientras yo estaba llena de energía y en un estado de euforia, mi esposo había quedado exhausto después del parto, lo que demostró al dormir casi todo el tiempo que estuvimos en el hospital. Después de 16 horas mirando a alguien quejarse de dolor y sosteniendo su mano mientras su cuerpo desfallecía de tanto pujar (creo que vio más de lo que hubiera querido), yo también habría deseado una buena y larga siesta. Él había mantenido algo de energía para nuestras primeras 24 horas en casa, pero creo que ambos pensábamos: «todo lo que necesitamos hacer es mantener esta energía hasta que llegue mi mamá».
Cuando finalmente ella llegó, David le entregó las riendas con gusto. Estaba contento de dejar que mi extremadamente capaz y probablemente más adecuada mamá tomará todo el control, y yo hubiera hecho exactamente lo mismo. Digo contento, pero honestamente no tengo certeza de que le quedara algo más que entregar en ese momento.
Aparece la envidia
La envidia es un animalito horrible que tomó el cuarto día de mi bautismo de fuego a la maternidad como una oportunidad para mostrar su fea cabeza. No podría haber sido capaz de llamarlo «envidia» en ese momento. Probablemente, hubiera dicho que era fatiga o «adaptación», pero era envidia. Envidiaba a mi esposo, pues podía dormir a pesar de cada gruñido nocturno que me impedía dormir a mí (para el cuarto día, me quedó claro que dormir no estaba sobrevalorado como pensé); pues podía escapar, simplemente al mirar su teléfono, del estrés de los desesperados sonidos que nuestro asustado bebé hacía mientras se movía en mi pecho (quien quiera que haya dicho que los bebés saben cómo tomar pecho cuando llegan al mundo no ha conocido a Will); pues podía levantarse en la mañana porque escuchó la alarma, no el llanto del bebé, e ir a trabajar todo el día e interactuar con personas que responden; pues podía mantener su sentido del yo y la apariencia de su rutina anterior; pues podía sentarse y relajarse sin ver todas las cosas que hay que recoger; pues podía sentarse sin dolor; pues podía ir al baño sin tener que llenar una botella perineal con agua tibia; la lista sigue y sigue.
Expresé todas estas emociones en una ataque acusatorio que mi madre interrumpió para mandarme a mi habitación advirtiéndome que no me estaba permitido hablar con nadie del mundo exterior o salir hasta que hubiera dormido. Una dosis de sueño puede hacer una gran diferencia para la perspectiva y el autocontrol, pero la falta de sueño no justifica nuestro comportamiento. Me arrepentí, pedí disculpas, recibí perdón y empecé a dormir más. Todos sobrevivimos a lo que ahora llamamos el episodio asociado con mi «crisis hormonal».
Pero anoche volví a sentir que esas emociones resurgían (un lamento mucho después del cuarto día y, por ende, inexcusable con palabras como «hormonas» y «fatiga») a medida que mi marido y yo conversábamos sobre nuestros planes para el día siguiente. Teníamos entradas para un torneo local de golf y David quería seguir a Davis Love, su icono de la niñez, y cuya hora de partida era temprano en la mañana. Dijo estar muy emocionado por poder adelantarse al hoyo siguiente a fin de poder ver bien los 18 hoyos. En ese instante, me quedó muy claro que Will y yo no podíamos ser parte de ese emocionante plan.
Aparece la envidia una vez más
Yo quería pasar el día en algún lugar donde no tuviera que pensar dónde cambiar un pañal ni cómo encontrar un lugar apropiado para amamantar a Will. Quería correr de hoyo en hoyo sin el miedo de que el cerebro de mi hijo se hiciera añicos en nuestro portabebés. Quería saber a qué hora podría salir de casa sin estar a la merced de la hora en la que mi hijo se despertara ni cuál sería el ritmo que él escogería tener durante su alimentación matutina. Quería tener la libertad de hacer lo que yo quisiera.
Surgen las palabras ásperas
Palabras ásperas que mi esposo tradujo y me repitió de vuelta en forma resumida como «parece que quieres que me meta en un baño de hielo y me quede allí hasta que me sienta tan miserable como tú pareces estar». Se me viene a la mente un antiguo refrán: «si mamá no es feliz, nadie es feliz». Me había propuesto quitarle toda libertad que él pudiera gozar y que yo no podía. Estaba pensando en mí misma y no en mi dulce esposo que trabajaba muchas horas y que casi nunca hacía algo para su propio placer, porque estaba pensando en mí y en Will, y además es el que hace posible que yo no tenga que trabajar fuera de casa. Yo envidiaba su libertad, a raíz de que nuestra responsabilidad era compartida.
La envidia trae esclavitud
Sin importar si puedes o no sentirte identificada con este ejemplo particular de envidia hacia mi esposo, sin dudas, habrás sentido envidia en algún momento durante tu tiempo de mamá, incluso si tu envidia estuvo dirigida a un ideal con el que soñabas mentalmente. La envidia nos ata, nos enceguece y nos impide vivir en la gloriosa libertad que Cristo compró para nosotros al confundir el propósito de la vida y quiénes somos. Se me vienen cuatro cosas a la mente:
La envidia nos impide disfrutar los buenos regalos de Dios
Cuando solo veo lo que no tengo, soy ciega a las cosas que Dios me ha dado. Si veo mi papel de mamá como un estorbo, inevitablemente comenzaré a resentir a mi hijo como un obstáculo en mi vida, en lugar de valorarlo como una respuesta a la oración y de reconocer que Dios ha sido tan bondadoso y nos ha bendecido abundantemente al darnos un hijito sano. Cuando creo que merezco más, mejor o distinto de lo que he recibido, ahogo la gratitud que debería sentir por lo que sí he recibido cuando realmente no merezco nada. La envidia nos impide disfrutar los buenos regalos de Dios.
La envidia nos impide disfrutar los roles que Dios nos ha dado
Cuando solo veo lo que no puedo hacer porque soy mamá, me pierdo la bendición de sentirme plena en ese rol. Me olvido de que estoy haciendo lo que quiero. Me pierdo la belleza de la maravillosa tarea que se me ha encomendado de cuidar a este niño de una manera en que nadie más podría. Comienzo a resentir la labor que Dios me ha dado y eso me roba la capacidad de disfrutarla. La envidia nos impide disfrutar los roles que Dios nos ha dado.
La envidia nos impide disfrutar a los demás
Cuando veo a los demás como guardianes de lo que yo deseo pero que no tengo, inevitablemente empiezo a acumular amargura contra ellos y pierdo la capacidad de regocijarme con ellos en sus logros o de llorar con ellos en su pérdida. Me aíslo. Envidiar el rol de mi esposo dentro de la tarea compartida de criar a nuestro hijo, me hace sentir resentimiento en contra de él y desear impedir su gozo, en lugar de procurar su descanso y placer. No lo puedo alentar en las áreas difíciles de su rol porque estoy demasiado ocupada en idealizar esa labor. En esencia, la envidia es egoísta y, por tanto, nos quita el gozo de deleitarnos y de disfrutar a los demás. Es enemiga de la comunidad. La envidia nos impide disfrutar a los demás.
La envidia nos impide disfrutar a Dios mismo
Cuando veo lo que otros tienen o me consume el pensamiento de lo que me gustaría tener y no tengo, niego el carácter de Dios de ser bueno y sabio. Niego que la gracia que Él me ha dado es la gracia que necesito y pierdo la oportunidad de disfrutarlo y de ser transformada más a la imagen de Jesús en eso. Cuando me pongo a patear el suelo reclamando que Dios me está privando de algo, pierdo la posibilidad de adorarlo por su benevolencia y su omnipotencia. La envidia nos impide disfrutar a Dios mismo porque nos miente sobre su carácter y no nos deja verlo tal como Él es.
Jesús trae libertad
Cuando recuerdo lo que Dios ha hecho por mí en Cristo, me libero de las ataduras de la envidia. Soy libre para disfrutar las cosas buenas que Él me da, concretamente, a mi hijo y a mi esposo, porque recuerdo el estado en el que estaba cuando Cristo murió por mí sin merecer nada. Todo regalo que Dios nos da, además de la salvación, es un acto de pura gracia y de abundante bondad adicional. Soy libre para disfrutar el rol que Dios me ha dado mientras recuerdo cómo la sangre de Jesús redime el trabajo. En lugar de resentir el rol que Jesús me ha dado, puedo florecer en él y deleitarme en que se me dio un rol para llevar a cabo en la obra de su Reino. El Evangelio le da un contexto a mi rol al colocarlo dentro de la historia más amplia de la redención donde Cristo en la cruz es el centro, no yo ni mis absurdos deseos. Soy libre para disfrutar a los demás porque me doy cuenta de que tengo todo lo que necesito en Cristo y, por lo tanto, no debo considerarlos mis enemigos porque tienen lo que deseo. Puedo apreciar las diferencias entre el rol de mi esposo y el mío porque la muerte de Cristo nos ha unido y hecho un solo cuerpo, en el cual las diferentes partes han recibido dones únicos para sus respectivos roles, y cada uno de los cuales tiene dignidad. Soy libre para disfrutar a Dios mismo cuando contemplo la cruz y la tumba vacía, recordándome que Él es bueno y soberano. No me ha negado nada, más bien me dio a su único Hijo para que yo tuviera vida. Veo su soberanía en la historia por medio de su Palabra, donde se despliega su plan perfecto para restaurar la creación para sí mismo. Veo su bondad hacia las personas rebeldes que creen saber más, mientras que Él las protege de sus deseos dándose a sí mismo por ellas. Jesús, el gran Sumo Sacerdote, hace posible que me arrepienta de la envidia que siento, que reciba el perdón de mi Padre y me otorga, a través del Espíritu Santo, el poder de disfrutar de sus regalos, tareas, personas y de Dios mismo, de estar completamente satisfecha y sin que nada me falte.
Tiernamente Dios nos guía al arrepentimiento y nos ofrece libertad.