Pídeme y te daré las naciones
Una de las razones por las que nuestros hijos son dados como herencia del Señor es para que podamos conocer y amar cada vez más a nuestro Padre celestial. El nacimiento de nuestros hijos y nuestra fertilidad no se tratan de nosotras, sino de Dios. Él no es como nosotras ni es hecho a nuestra imagen, sino que nosotras somos como Él, hechas a su imagen. Nuestros sentimientos sobre la maternidad y sobre la multiplicación de hijos son influenciados por lo que creemos sobre el discipulado. La herencia de Jesús es hombres, mujeres y niños que «[…] se han vestido del nuevo hombre, el cual se va renovando hacia un verdadero conocimiento, conforme a la imagen de Aquel que lo creó» (Col 3:10). Esta multiplicación fructífera (o «fertilidad espiritual») es la obra del Espíritu Santo en y por medio de nosotras a medida que compartimos el Evangelio y discipulamos personas. Nuestros sentimientos sobre la fertilidad, el parto y la maternidad son impregnados de la esperanza del Evangelio y de una perspectiva eterna. Piensa en Pablo —un hombre soltero sin hijos biológicos— que dice que él ¡se convirtió en el padre espiritual de Onésimo (Flm 1:10)!
Nuestros sentimientos caprichosos sobre la maternidad —ya sea que tendamos a gloriarnos en ella o amargamos por ella— necesitan considerar la verdad relacionada de que nuestro Padre le ha dado a su Hijo una herencia. ¿Qué heredó Jesús de su Padre? ¡Su herencia, por supuesto!
La gloriosa herencia del Padre en los santos —sus hijos rescatados de la muerte— se la da a su Hijo. Nuestra familia nos señala la familia de Dios. Estos hijos por quienes Jesús sufrió y murió son el gozo que fue puesto ante Él cuando fue a la crucifixión. Son la recompensa de su sufrimiento. Debido a ellos se canta una nueva canción de alabanza a Jesús:
Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra (Apocalipsis 5:9-10).
Señales físicas de la promesa de Dios
El escritor de Hebreos dice que Jesús no se avergüenza de llamarnos hermanos: «[…] Aquí estoy, Yo y los hijos que Dios me ha dado» (Heb 2:13). Aquí él está citando Isaías 8:18, cuando justo antes de una sorpresiva invasión asiria, el profeta Isaías dijo: «Yo y los hijos que el Señor me ha dado estamos por señales y prodigios en Israel, de parte del Señor de los ejércitos que mora en el monte Sión». ¿Pondrás, en la víspera de la batalla, toda tu confianza en el Señor, quien manda a los ejércitos del cielo? El cumplimiento «inmediato» de esta palabra profética es que Isaías y sus hijos eran señales físicas entre el pueblo, atestiguando la veracidad de la Palabra de Dios y el único aliado confiable de cara a la invasión. El cumplimiento «futuro» de esta palabra profética es que Jesús, nuestro Profeta, el Señor de los ejércitos, está junto al remanente redimido (de cada tribu, lengua, pueblo y nación), asombroso como un ejército con estandartes.
La herencia de Cristo es la descendencia piadosa dada a Él por su Padre. «Un don del Señor son los hijos, y recompensa es el fruto del vientre» (Sal 127:3). Este versículo nos apunta en última instancia a Jesús, el Señor de los ejércitos, el guerrero cuya aljaba está llena de flechas para ser lanzadas al mundo que está muriendo sin Él. Jesús no será avergonzado mientras construye su iglesia, sobre la cual las puertas del infierno no prevalecerán.
Aunque fue aplastado por Dios y entristecido por nuestros pecados, Jesús resucitó a la vida eterna y verá a su descendencia. «Pídeme, y te daré las naciones como herencia tuya, y como posesión tuya los confines de la tierra» (Sal 2:8), le ofreció su Padre. El Hijo eterno de Dios pidió, y Él recibirá. ¡Jesús es digno de recibir la recompensa de su sufrimiento! Y la Palabra gloriosa de Dios es digna de nuestra confianza incluso cuando nuestros sentimientos no estén de acuerdo.