Reconozco el sentimiento en el momento en que sucede. Una amiga anuncia una nueva oportunidad en su vida o habla de una experiencia reciente o me muestra una bendición material y mi primer pensamiento es: «¿por qué no a mí?». Miro mi propia vida y la encuentro deslucida en comparación. Quiero lo que ella tiene. Todo parece tan injusto. He trabajado igual de duro que ella y no tengo nada para demostrarlo. Cualquier bendición que he recibido no se puede comparar con lo que ella tiene. Después, me encuentro atrapada en el lodo de la autocompasión, sintiendo pena de mí misma porque me estoy perdiendo todo lo que mi amiga tiene y yo no.
La comparación. Es una lucha que todos conocemos muy bien. Ya sea por escuchar sobre el éxito ministerial de un colega o por recorrer la nueva casa de tu amiga o por ver a otros niños brillar en el campo de béisbol mientras que el tuyo espera en la banca. Sabemos lo que es comparar nuestras vidas y lo que tenemos con alguien más, y querer esa vida en lugar de la nuestra.
Esta comparación revela los ídolos del corazón de una manera única. Por lo menos así es para mí. Me muestra cuándo vivo para el éxito o la afirmación. Me muestra cuándo quiero que otras personas noten lo que puedo hacer o lo que he logrado. Revela cuánto vivo por las cosas de este mundo en lugar de vivir por las cosas del cielo.
La comparación es escurridiza. Se desliza sigilosamente cuando no estamos prestando atención. Sin embargo, cuanto más quedamos atrapadas en su trampa, más nos roba el gozo. Crea tensión en nuestras relaciones. Vuelve nuestro foco hacia adentro en lugar de hacia arriba. Nos dice que el plan de Dios para nosotras ha fallado; nosotras sabemos mejor cómo debería ser nuestra vida. Nos causa envidia en lugar de dar gracias por todo lo que Dios provee.
Si bien hay muchas maneras en las que la comparación nos roba el gozo, aquí hay tres maneras en las que veo como la comparación impacta mi propia vida:
La comparación nos hace incapaces de gozarnos con los que se gozan: en Romanos 12:15, Pablo nos exhorta a «go[zarnos] con los que se gozan […]». En el versículo 10 escribe: «Sean afectuosos unos con otros con amor fraternal; con honra, dándose preferencia unos a otros». Estas advertencias tienen su raíz en nuestra unión unos con otros en Cristo. Todos somos parte del mismo cuerpo (Ro 12:4). Dios bendice a cada miembro del cuerpo de diferentes maneras, dándonos diferentes dones y gracias. Porque somos parte del mismo cuerpo, el bien que Dios hace en la vida de un hermano o hermana es un bien para nosotros también y debemos regocijarnos con ellos por eso. Compararnos con otros evita que podamos gozarnos con ellos. En su lugar, sentimos amargura. Envidiamos las bendiciones en la vida de otro. Nosotros queremos ser honrados, en lugar de honrar a otros. Queremos ser celebrados, en lugar de celebrar lo que Dios ha hecho por alguien más.
La comparación nos aleja de la comunidad: cuando escuchamos buenas noticias en la vida de otro, no solo no nos gozamos con ellos, sino que la comparación nos aleja de ellos. Amenaza nuestra unidad mientras nos esforzamos por superarnos mutuamente en nuestros éxitos y logros. Competimos unos con otros y nos olvidamos que estamos en el mismo equipo. Dejamos de orar por la bendición de Dios en la vida de los demás y enfocamos nuestras oraciones en nuestros deseos. En lugar de trabajar con el cuerpo, trabajamos en su contra.
La comparación da lugar al descontento: La comparación da luz al descontento en nuestros corazones. Cuanto más nos comparamos a nosotros mismos y nuestras vidas unos con otros, más insatisfechos nos sentimos, porque siempre hay algo que no tenemos. Siempre hay alguien que tiene algo más. En lugar de encontrar nuestra satisfacción en Cristo y en quién es Él para nosotros (Fil 4:11-13), vamos en busca de elusivos deseos que se desvanecen como cuando el sol disipa la bruma de la mañana.
De todas estas maneras y más, la comparación nos roba el gozo y nos deja solamente con amargura, envidia y descontento. Cuando encontremos a nuestros corazones siendo tentados a comparar nuestras vidas con las de otros, miremos a Aquel que «[…] se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:7-8). Pablo nos dice que esta mente de Cristo —este corazón de humildad, de considerar a los demás como más importantes— es «tuya en Cristo Jesús» (v. 5). Esto significa que no tenemos que compararnos con otros. Debido a que somos uno en Cristo, tenemos todo lo que necesitamos para resistir la tentación. Él nos ha dado «un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento» (v. 2, NVI) para que no podamos hacer «nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos» (v. 3, NVI).
Estemos satisfechos en Cristo hoy y gocémonos con los que se gozan.