Muchos de nosotros hemos recurrido a los lamentos de la Escritura cuando nuestros corazones están abatidos por el dolor o el miedo. Quizás hemos orado las palabras de desesperación de David, para pedirle ayuda y rescate a Dios. Los Salmos dan a conocer las difíciles emociones que sentimos en un mundo caído.
«La vida se me va en angustias, y los años en lamentos; la tristeza está acabando con mis fuerzas, y mis huesos se van debilitando» (Sal 31:10).
«SEÑOR, mi Dios, ¡ayúdame!; por tu gran amor, ¡sálvame!» (Sal 109:26).
Oraciones como éstas nos animan con la verdad sobre quién es Dios y sobre lo que él ha hecho. Aunque estos lamentos son importantes y relevantes, en la Escritura, existe uno que está por encima del resto. Es el más importante de todos: la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní.
Luego fue Jesús con sus discípulos a un lugar llamado Getsemaní, y les dijo: «Siéntense aquí mientras voy más allá a orar». Se llevó a Pedro y a los hijos de Zebedeo, y comenzó a sentirse triste y angustiado. «Es tal la angustia que me invade, que me siento morir —les dijo—. Quédense aquí y manténganse despiertos conmigo». Yendo un poco más allá, se postró sobre su rostro y oró: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».
Luego volvió adonde estaban sus discípulos y los encontró dormidos. «¿No pudieron mantenerse despiertos conmigo ni una hora? —le dijo a Pedro—. Estén alerta y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil». Por segunda vez se retiró y oró: «Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este trago amargo, hágase tu voluntad».
Cuando volvió, otra vez los encontró dormidos, porque se les cerraban los ojos de sueño. Así que los dejó y se retiró a orar por tercera vez, diciendo lo mismo. Volvió de nuevo a sus discípulos y les dijo: «¿Siguen durmiendo y descansando? Miren, se acerca la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de pecadores…» (Mt 26:36-45).
Jesús sabía que su hora estaba cerca; Judas junto con los soldados estaban en camino para arrestarlo. Así que se fue a un lugar conocido para estar con su Padre. En ese lugar, Jesús, que se empapó con la Escritura toda su vida, que cantó y que oró los lamentos en adoración en la sinagoga, oró su propio lamento.
El prometido Hijo de David siguió la estructura y el patrón de los lamentos y clamó a su Padre que está en el cielo. Como el rey que anunciaba al Rey de reyes escribió en sus lamentos, Jesús oró a Dios con completa honestidad, revelando las profundidades de su dolor y miedo. Luego clamó a Dios, pidiéndole osadamente que apartara de él la copa de la ira.
Es sólo el principio de la agonía
Getsemaní era el principio de la agonía que Jesús soportaría por su pueblo. El dolor y la angustia que sintió ahí fue sólo un anticipo de lo que vendría. Cuando los discípulos lo abandonaron y se quedaron dormidos, fue un destello del abandono que él experimentaría en la cruz cuando su Padre le diera la espalda.
Como escribe Juan Calvino:
Y ¿de dónde venía su dolor, angustia y temor, sino porque sentía que la muerte tenía en ella algo más triste y más terrible que sólo la separación del alma y del cuerpo? No cabe duda de que Jesús experimentó la muerte, no precisamente al dejar la tierra para ir al cielo; sino más bien, al tomar sobre sus hombros la maldición a la que nosotros estábamos sujetos para librarnos de ella. Por lo tanto, su miedo a la muerte no se debía simplemente a que dejaba el mundo, sino que a que él tendría frente a sus ojos el terrible tribunal de Dios, al Juez mismo armado con una inimaginable venganza; y debido a nuestros pecados, la carga que recayó sobre él lo presionó con su inmenso peso. (Calvin’s Complete Commentaries [Comentarios completos de Calvino], versión de Kindle: 388121–388130).
Jesús pidió fortaleza para vencer al mismo cuerpo débil y a la misma tentación a la que los discípulos cedían. Mientras continuaba con su lamento, un ángel lo fortaleció (Lc 22:43).
Algunos dolores llevan al gozo
Dios respondió su oración, no apartando la copa, sino que proveyéndole lo necesario para continuar con el plan que hicieron antes de que el tiempo existiera. Jesús oró la oración que una vez él le enseñó a sus discípulos: «hágase tu voluntad» (Mt 6:10). Él terminó su oración como los lamentos en los Salmos: con una respuesta de confianza, descansando en la perfecta voluntad de su Padre.
Como todas las obras de Jesús, su lamento era por nosotros. Él sufrió la angustia y enfrentó la tentación en Getsemaní y la venció. Él conocía el gozo presente al otro lado de la cruz y por nuestro bien (Heb 12:2). Puesto que él sufrió y se sacrificó por nosotros, hemos sido redimidos y adoptados por el Padre. Por medio de Jesús, podemos orar nuestros propios lamentos y «acer[carnos] confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más lo necesitamos» (Heb 4:16).
La oración en el huerto es el lamento más importante en toda la Escritura. Satisface todos los otros lamentos porque Jesús es la respuesta a todos los clamores de nuestro corazón. Es el lamento que debe dar forma a nuestros propios lamentos, ya que en cada oración que hacemos, nos acercamos al trono de la gracia sin obstáculos gracias a que nuestro Salvador oró esa oscura noche en Getsemaní.