La Semana Santa espera en relativo silencio el sábado. La tumba ha sido sellada, los guardias vigilan, los discípulos probablemente se esconden por confusión, temor y devastación. Y el Salvador yace sin vida, habiendo rendido todo para salvar a su pueblo de sus pecados.
¿Cómo procesarías los horrores del último par de días en la silenciosa y perturbadora sombra de la cruz? Los discípulos debieron tener miles de dolorosas preguntas. ¿Cómo podría haber sido el tan esperado Rey si acaba de ser asesinado? ¿Hay algo que hubiéramos podido hacer para evitarlo? Si lo torturaron y sacrificaron así, ¿qué nos harán a nosotros? Se les pasaba todo por sus mentes mientras esperaban el sábado.
Nosotros también escuchamos los ecos oscuros y aleccionadores del jueves y el viernes. Sin embargo, con expectativa esperamos mañana: la tumba vacía y el Rey resucitado. Llenos de esperanza, podemos mirar atrás hacia la multitud que crucificó a Jesús y ver a nuestro viejo yo, y luego miramos hacia adelante, preparándonos para la Pascua, regocijándonos en la transformación que se ha llevado a cabo en nosotros debido a su sacrificio. Hemos sido cubiertos por la sangre que confundió a esos primeros seguidores.
El Pilato a favor de la libre elección
Uno de los ecos suena de Mateo 27. Jesús acababa de ser traicionado, arrestado, juzgado y entregado al gobernador para ser ejecutado. Mateo escribió:
Ahora bien, en cada fiesta, el gobernador acostumbraba soltar un preso al pueblo, el que ellos quisieran. Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Por lo cual, cuando ellos se reunieron, Pilato les dijo: «¿A quién quieren que les suelte: a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo?». Porque él sabía que lo habían entregado por envidia (Mateo 27:15-18).
Pilato tiene el poder de liberar a un criminal de la condena a muerte. Ante él está Barrabás, un famoso villano y un asesino convicto, y Jesús.
Pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a las multitudes que pidieran a Barrabás y que dieran muerte a Jesús. El gobernador les preguntó de nuevo: «¿A cuál de los dos quieren que les suelte?». Ellos respondieron: «A Barrabás». Pilato les dijo: «¿Qué haré entonces con Jesús, llamado el Cristo?». «¡Sea crucificado!», dijeron todos. Pilato preguntó: «¿Por qué? ¿Qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban aún más: «¡Sea crucificado!».
Viendo Pilato que no conseguía nada, sino que más bien se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: «Soy inocente de la sangre de este Justo. ¡Allá ustedes!». Todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces les soltó a Barrabás, y después de hacer azotar a Jesús, lo entregó para que fuera crucificado (Mateo 27:20-26).
El clamor suicida de la multitud
Es envidia, odio e ignorancia. ¿Cómo pudieron estar tan engañados, ser tan manipulados y corruptos para entregar al Hijo de Dios a la muerte y perdonar a un conocido asesino? Pilato sabía que lo que estaban exigiendo era incorrecto, que Jesús era inocente. Él no quería parte ni rol en esta ejecución. Pero este pueblo, lleno de incredulidad, con corazones rebeldes, con furia envidiosa contra su propio Mesías, clamaron: «¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!». «Pilato, si tú no lo matas, ¡que su sangre caiga sobre nosotros!».
¿Que su sangre caiga sobre nosotros? ¿Que la sangre de Dios mismo caiga sobre ustedes? ¿Que la sangre del eterno Verbo viviente y creador caiga sobre ustedes? Su incredulidad y celos —su pecado— los llevó al máximo acto de resistencia y rechazo a Dios. Crucificaron a su Hijo, al Prometido: el Hijo que Él había enviado a salvarlos de siglos de infidelidad. ¡Que su sangre caiga sobre nosotros!
El pecado que lo clavó en la cruz
Esto es pecado: rechazar a Jesús, declarar que Él no es nada más que un hombre delirante o engañador. Y esta era la condición de nuestro corazón, cuando somos llenos de incredulidad, rechazamos a Dios, a su Hijo y a su sacrificio. Nosotros hemos gritado: «¡crucifíquenlo!» con nuestra infidelidad y desobediencia. Hemos dicho junto a la multitud: «¡Él no es nuestro Rey!», «¡Él no es nuestro Mesías!», «¡que su sangre caiga sobre nosotros!».
Pero Dios, siendo rico en misericordia y paciente con nosotros, su pueblo escogido, «ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de [este crucificado] Cristo» (2Co 4:6). Al estar vivos por la fe en Él, nos aferramos a la cruz en la cual murió nuestro Salvador. Es por su preciosa sangre que somos perdonados y liberados del pecado y sus consecuencias.
Misma cruz, nuevo clamor
Entonces, ahora, decimos con un significado completamente diferente: «¡que su sangre caiga sobre nosotros!», no insolentemente como las multitudes que lo crucificaron, sino desesperadamente, con gratitud, esperanza y adoración, como quienes dependen completamente en su sacrificio. «Jesús, que tu sangre caiga sobre nosotros, que nos cubra. Que la sangre que fluye de tu cabeza, manos y pies nos laven y limpien de toda nuestra iniquidad».
Proclamamos la muerte de Jesús. Nos regocijamos en su muerte, no porque creamos que fue un fraude o un lunático, sino porque es por medio de su muerte, de sus heridas, de su sangre que somos sanados.