Las mamás luchamos contra fuertes sentimientos de culpa. Y también nos preocupamos —mucho—.
Nuestros temores maternales nacen con nuestros hijos. Vemos dos rayitas azules, y caemos en la tentación de preocuparnos. Nos preocupamos de no comer algo malo, de no levantar cosas pesadas, o de no dormir en una mala posición.
Luego nuestro bebé nace, y nos preocupamos por su vida fuera de nuestro vientre —la forma en que come, duerme, habla, camina, y se desarrolla—.
Nuestro hijo empieza la escuela y tememos que jamás la termine. ¿Tendrá amigos, buenas calificaciones, llegará a ser alguien? Después empieza la secundaria y de inmediato comenzamos a preocuparnos por la universidad.
Nos preocupamos por la salud de nuestros hijos, su educación, sus amigos, y sobre todo, por el estado de sus almas.
Sin embargo, una vez que nuestros hijos abandonan el hogar, consiguen un empleo, y se casan, ya podemos dejar de preocuparnos, ¿verdad?
No tan rápido. En lugar de desaparecer con nuestros hijos, las preocupaciones aumentan. En mi caso, en lugar de cuatro personas, ¡ahora tengo diecinueve por las cuales preocuparme (incluyendo yernos y nietos)! Y el mundo en que mis nietos están creciendo da mucho más miedo que aquel en que crié a mis hijos.
¿Contra qué temores maternos has luchado últimamente? Sea que estés embarazada del primero o tratando de guiar a uno que ya es adolescente, la tentación del miedo (o su otro extremo, la autosuficiencia) cubre todo el paisaje de la crianza maternal. La Escritura parece dar testimonio de esto. Mientras los cristianos en general son frecuentemente instados a confiar en Dios, 1 Pedro 3:6 exhorta específicamente a las mujeres: «…no [tengan] miedo de nada que pueda aterrorizarlas».
¡Me encanta la honestidad de la Escritura! Admite desde el principio que hay cosas que dan miedo. De hecho, la Escritura predice con frecuencia que en esta vida enfrentaremos muchos problemas y dificultades, y en ninguna parte esto es más cierto que con nuestros hijos. ¿En qué otra área de la vida tenemos una responsabilidad más significativa (almas eternas), enfrentamos desafíos tan abrumadores (corazones pecaminosos, un mundo hostil) y nos sentimos tan incompetentes e ineficaces?
Pero no debemos tener miedo de nada que pueda aterrorizarnos. Debemos confiar en Dios.
Confiar en Dios no es una decisión que se tome una sola vez o algo que se pueda alcanzar al término de un mes. Tenemos que luchar para confiar. Algunos días debemos luchar cada hora o incluso minuto a minuto. Al igual que con la crianza de los hijos, adquirir una mayor confianza es un esfuerzo tan largo como la vida.
Sin embargo, no estamos solas. El Espíritu Santo está dentro de nosotras para guiarnos a toda la verdad (Juan 16:13). Nuestro Padre Soberano gobierna sabia y generosamente sobre todo. Podemos acudir a la justicia de nuestro Salvador cuando fallamos. Muchas cosas son aterradoras, pero tenemos muchas más razones para confiar en Dios que para temer.
Madres: nunca superaremos nuestra necesidad de confiar en Dios con respecto a nuestros hijos, pero tampoco superaremos el límite de la fidelidad de Dios: «…la misericordia del Señor es desde la eternidad hasta la eternidad para los que le temen, y su justicia para los hijos de los hijos» (Salmo 103:17).