Las ancianas deben ser reverentes en su conducta (Tito 2:3).
Aunque no estaba consciente de ello en ese tiempo, desde jovencita siempre observaba a las mujeres mayores de nuestra pequeña iglesia local. Las recuerdo: sus rostros, sus nombres, sus vidas.
Sin ser extremadamente serias, ellas eran serias respecto a su caminar con Dios. No eran conferencistas, pero cuando hablaban, otras escuchaban. Aun cuando no llamaban la atención, mi atención era llevada a su gracia y belleza, una belleza que trascendía la moda del momento y los peinados en tendencia. En muchas maneras, eran sólo mujeres comunes y corrientes, pero había algo en ellas, una sensación de profundidad y solidez que recuerdo hasta hoy. En Tito 2:3, Pablo llama a esto reverencia.
¿Qué es la reverencia? ¿Sería capaz de definirla para un niño de tercer grado (o para tu vecina o colega)? Apuesto que tú (al igual que yo) podrías titubear, porque la reverencia parece haber quedado obsoleta. La reverencia exige una respuesta adecuada para la verdadera naturaleza de las cosas (ya sea personas, circunstancias o maravillas naturales). Alguien que es reverente respeta al respetable, ríe de lo cómico, lamenta lo triste y glorifica lo glorioso.
En Tito 2, Pablo espera que las ancianas se comporten de una manera que encaje con una persona santa: una conducta que corresponda a la realidad, a su redención y santificación en Cristo. En una palabra: reverencia.
Redimidas para la reverencia
Tal reverencia podría parecer obsoleta en nuestro tiempo, en parte debido a la fuerte resistencia de nuestra sociedad a cualquier sentido de lo establecido —de la realidad— al que debamos conformarnos. Los humanos reclamamos el derecho a determinar nuestro propósito, nuestro género, nuestra identidad, nuestra autoridad, nuestra moralidad. En el fondo, esta es la rebelión de la criatura contra el Creador Dios, quien es el único que determina la realidad.
Desde la caída, la humanidad se ha inclinado hacia la irreverencia: exigiendo autogobierno y autonomía, «buscando trascender su condición de criatura y convertirse en su propio origen y su propio final», como John Webster lo describe1. Tal rebelión es impropia a la realidad como un anillo de oro en hocico de cerdo o rey ebrio en la mañana (Pr 11:22; Ec 10:16-17). La restauración a una vida reverente como criatura en una comunión renovada con el Creador no requiere nada menos que una obra de redención.
Y esa es exactamente la razón que da Pablo para el comportamiento reverente de las ancianas en Tito 2. La reverencia está de acuerdo con la sana doctrina (2:1); en otras palabras, con el Evangelio. «Porque la gracia de Dios se ha manifestado, trayendo salvación a todos los hombres» (2:11) y la respuesta correcta es que «nega[mos] la impiedad» y «viv[i]mos en este mundo […] piadosamente» (2:12). La reverencia encaja con la redención como la risa encaja con una broma o la limonada con una húmeda tarde de verano o los libros en una biblioteca. Es tan hermoso como un perfume caro vertido en los pies de Jesús (Mt 26:10).
Entonces, lo que distingue a las mujeres piadosas es que sus vidas corresponden con la realidad de que Jesús reina y que Él es su Señor Salvador. Confían en el Digno de confianza. Sirven al Soberano. Sus vidas cada vez más son un testimonio de la forma en que debe ser la vida. Ya no están encerradas en sí mismas; viven orientadas hacia Jesús en todas las cosas.
Vivas a la realidad de Dios
La conducta reverente es el desbordamiento de un corazón que vive en la presencia de Dios. Una mujer piadosa no «desactiva temporalmente» su santa presencia ni siquiera por cinco minutos. Su forma de hablar no es calumniadora (Tit 2:3) porque habla la verdad sobre otros, incluso en la privacidad de sus pensamientos. Porque Cristo es su Amo soberano, no está esclavizada a nada (2:3), ya sea al vino o al ejercicio, a la apariencia o a la atención, a la envidia o a la ansiedad, a los temores o a las fantasías.
Ama a su marido (2:4), porque Dios le ha dado a este hombre para bendecirlo, servirlo, cuidarlo y ayudarlo en todas las maneras posibles, para que él pueda ser el hombre que Dios lo llamó a ser. Ella se da a sí misma para bendecir a sus hijos (2:4), incluso cuando menos siente hacerlo, porque Cristo se dio a sí mismo por ella cuando ella menos lo merecía. Ella no puede ser controlada por sus emociones (2:5), porque sus emociones están adecuadamente ordenadas bajo Cristo. Ella es, cómo escribe Juan Calvino: «consagrada y dedicada a Dios, a fin de que ya no pensemos cosa alguna, ni hablemos, meditemos o hagamos nada que no sea para su gloria»2.
Tal vez debemos leer eso nuevamente. ¿«No pensemos cosa alguna, ni hablemos, meditemos o hagamos nada que no sea para su gloria»? [énfasis del autor]. ¿Nada? La respuesta aleccionadora (e inspiradora) es «sí, nada». El llamado es inspirador porque nos da un destello de la belleza de la obediencia al Evangelio. Es aleccionador porque no deja parte en nuestro corazón o de nuestra vida fuera del Reino amoroso de Jesús.
Al crecer, una de mis primas a menudo se rehusaba a dejarme jugar con un poco de sus juguetes diciéndome que eran «especiales para ella» (eso fue hace mucho tiempo. ¡Hoy es una de las mujeres más reverentes que conozco!). En nuestra carne, a veces esperamos un resquicio similar. Queremos sólo un pequeño rincón apartado, un cajón de basura donde podamos guardar nuestros ídolos «más especiales» que preferiríamos que Jesús no toque, un reino pequeño donde podemos mantener nuestro autogobierno. No obstante, ese pequeño cajón de basura es un lugar de irreverencia, de disparates, donde aún intentamos vivir en irrealidad, sentándonos en un trono imaginario en una insurrección personal contra Dios.
La limpieza del corazón
Una vida de reverencia es una vida de creciente sumisión a la voluntad de Dios. Incluso nuestra reverencia viene a nosotras en los términos de Dios, no en los nuestros. Instantáneamente, no nos convertimos en criaturas que no hacemos «nada que no sea para su gloria». Él nos hizo criaturas que crecen lentamente, con intencionalidad, en el tiempo.
La búsqueda de reverencia es menos como limpiar una casa antes de que llegue una visita y más como un día perpetuo de limpieza. Es como la limpieza que hacemos en nuestro hogar pero en nuestro corazón: prender todas las luces, abrir la alacena y ahuyentar todo remanente de autogobierno, toda fortaleza del mundo, de la carne y del diablo (1Jn 2:15-17). Este es el trabajo de cada día, no es una aventura de una sola vez. Ser reverente es arrepentirse regularmente de la irreverencia y siempre confiar en la realidad del Evangelio de nuestro perdón y reconciliación en Cristo.
Este ritmo constante de arrepentimiento y fe es el medio por medio del cual la mujer reverente abre toda su vida en obediencia a Dios, sin excepciones, y el fruto de tal reverencia es impresionante. Por sus palabras, apetitos, afectos, emociones, actitudes, acciones y sumisión reverente (Tit 2:3-5), el Evangelio es magnificado, no difamado (2:5), y la realidad del glorioso Reino de Jesús es adornado ante un mundo irreverente (2:10).
El camino hacia la reverencia
¿Qué otro medio nos ha dado Dios para cultivar una reverencia piadosa hoy? Él nos ha dado su Palabra como su revelación de la realidad y de su voluntad. No podemos simplemente consultarla. Necesitamos leer, leer y volver a leer hasta que encontremos la Palabra de Dios «leyéndonos». Asimismo, Él nos ha dado su oído. Vamos a Dios en oración, pidiéndole el crecimiento que Él ya nos ha prometido dar. Dios se deleita en responder esas oraciones.
Él nos ha dado su Espíritu, que nos convence de nuestra falsa vida, nos empuja específicamente a rendirnos y a obedecer, y nos guía hacia toda verdad (Jn 16:13). Finalmente, Él nos ha dado ejemplos a seguir. Además de las mujeres reverentes en nuestras vidas, tenemos biografías de santas aguerridas que nos animan y desafían en el camino a la reverencia.
A medida que somos cada vez más reverentes, nos convertimos más en quienes verdaderamente somos: hijas de luz (Ef 5:8-10). Con nuestra mirada puesta en nuestro Salvador, podríamos despertar y encontrar que una generación más joven nos observa, aprendiendo a atesorar la belleza de una reverencia piadosa.