Cuando tienes tu primer bebé, rápidamente aprendes la importancia de establecer una rutina o alguna estructura en su vida. Las horas de comidas y de siestas son sagradas. Siempre hay que contar tres historias antes de dormir y el señor Oso debe acostarse al lado de la almohada; de lo contrario, la vida no está funcionando correctamente. Los niños se desarrollan dentro de una rutina. Cuando las cosas cambian, cuando cualquier cosa cambia, no se demoran mucho en hacerte saber que no les gustó.
Lo mismo pasa con nosotros como adultos. Tampoco nos gusta el cambio. Nos gusta que las cosas sean familiares y predecibles. Nos gusta saber qué esperar cuando despertamos cada mañana; sin embargo, la vida está en constante cambio.
Nuestros niños parecen crecer un par de centímetros cada día. Vemos nuevas canas cada vez que nos miramos al espejo. La ropa que nos poníamos hace un año simplemente ya no nos queda de la misma forma que antes. Perdemos trabajos, relaciones terminan y las iglesias cambian o se dividen. Todo esto sucede mientras nuestra sociedad cambia sus valores y costumbres tan a menudo como un niño se cambia de ropa.
Cuando ese tipo de cambios llegan a nuestra vida, nos abruman, nos confunden e incluso nos aterran. Podemos ir a acostarnos en la noche enfrentando una realidad y despertar con una vida completamente diferente. Los cambios pueden hacernos sentir perdidos y abandonados, como si hubiésemos sido tirados por la borda en medio de una tormenta. Nos dejan tambaleantes y tratamos de sujetarnos de cualquier cosa que encontremos que sea fuerte y estable. Nos sentimos tentados a escapar del cambio, como si pudiésemos hacerlo.
El Dios que nunca cambia
A medida que todos nos enfrentamos a grandes cambios en nuestras propias vidas, y a medida que el mundo que nos rodea continúa cambiando, necesitamos un lugar en donde encontrar esperanza. Necesitamos un lugar en el cual pararnos cuando nos enteramos de que un ser querido ha fallecido, de que nuestro trabajo está en peligro o de que la última persona que queríamos fue elegida para el cargo que estaba disponible. La verdad es que existe una cosa que nunca cambia: lo único que se mantiene igual es nuestro Dios inmutable.
La Biblia nos dice que Dios nunca cambia: “Yo, el SEÑOR, no cambio. Por eso ustedes, descendientes de Jacob, no han sido exterminados” (Malaquías 3:6). No existe transición, inconsistencia o cambio en este Dios. El mismo Dios que hace girar esta gigante bola azul en el espacio es el mismo que fue al encuentro de Moisés en el Monte Sinaí. El mismo Dios que perdonó a David por cometer adulterio es el mismo que hirió a su propio Hijo cuando Cristo se hizo pecado en la cruz por nosotros.
Ayer, hoy y siempre él es el Dios que es “clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor. El SEÑOR es bueno con todos; él se compadece de toda la creación” (Salmo 145:8-9).
La verdad que nunca cambia
Puesto que Dios nunca cambia, su Palabra tampoco lo hace. Todo lo que él ha dicho sobre sí mismo continúa siendo verdad para siempre. Todo lo que nos ha dicho sobre por qué y cómo el mundo ha llegado a existir, sobre el problema que éste tiene y sobre lo que él ha hecho para salvarlo, nunca cambiará. No importa lo que digan, no importa si alguien niega o desafía la Palabra de Dios, ésta permanece firmemente inamovible. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras jamás pasarán” (Mateo 24:35).
Debido a que su Palabra nunca cambia, sus promesas para nosotros nunca dejan de ser verdaderas:
“Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39).
“Estoy convencido precisamente de esto: que el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Filipenses 1:6).
“No temas, porque Yo estoy contigo; no te desalientes, porque Yo soy tu Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré, sí, te sostendré con la diestra de mi justicia” (Isaías 41:10).
Nuestra roca y ancla
La naturaleza inmutable de Dios y su Palabra inalterable son cosas reales en las que basar nuestra vida. Es una roca lo suficientemente grande y fuerte en la que podemos construir una casa y es un ancla lo suficientemente grande y fuerte para sostener nuestras almas en medio de las olas y tormentas de la vida.
Por estas verdades, cuando todo en la vida pareciera estar al revés, podemos decir junto con el salmista: “Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro pronto auxilio en tribulaciones. Por tanto, no temeremos aunque la tierra sufra cambios, y aunque los montes se deslicen al fondo de los mares; aunque bramen y se agiten sus aguas, aunque tiemblen los montes con creciente enojo” (Salmo 43:1-3).
Las cosas continuarán cambiando —en el mundo que nos rodea y en nuestras vidas—. Algunos de esos cambios se sentirán como una pequeña ola, y otros, como una ola de tres metros. Sin embargo, no importa qué cambios enfrentemos, no debemos temer; no necesitamos escondernos; no debemos desesperarnos. Nuestra roca y ancla es nuestro Dios inmutable, cuyo carácter y promesas permanecen inamovibles para siempre.
Christina Fox © 2016 Desiring God Foundation. Usado con permiso.
| Traducción: María José Ojeda

