La más fundamental de las tres marcas de una verdadera iglesia es la predicación pura del Evangelio. Sin la predicación del Evangelio, no hay iglesia.
Vemos esto en el ejemplo de nuestro Señor, quien comenzó su ministerio terrenal predicando —«Desde entonces Jesús comenzó a predicar: “Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado”» (Mt 4:17)— y lo concluyó enviando a sus apóstoles a predicar y continuar su obra —«Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones… enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado; y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:19-20)—.
El apóstol Pablo aborda la importancia de predicar la doctrina de la justificación cuando dijo:
¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Tal como está escrito: «¡CUÁN HERMOSOS SON LOS PIES DE LOS QUE ANUNCIAN EL EVANGELIO DEL BIEN!» Sin embargo, no todos hicieron caso al evangelio, porque Isaías dice: «SEÑOR, ¿QUIÉN HA CREÍDO A NUESTRO ANUNCIO?». Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Romanos 10:14-17).
Para predicar el Evangelio puramente, un ministro debe predicar que los pecadores son justificados solo por la gracia gratuita de Dios, la cual es recibida solo por fe, que en sí misma es un regalo de Dios y se pone y reposa únicamente en Jesucristo, el Justo. Las iglesias deben asegurar que aquellos que están en las bancas entiendan, en las palabras del famoso himno My hope is built in Jesus’ blood and righteousness, que nuestra «esperanza no se encuentra en ningún otro lugar que no sea en la sangre y la justicia de Jesús». Fue la pérdida de esta verdad en la Iglesia Católica Romana lo que preocupó a los reformadores. Como dijo el reformador italiano Peter Martyr Vermigli (1499-1562) sobre la iglesia católica, «sin duda han corrompido la doctrina, puesto que niegan lo que afirma la Escritura: que somos justificados solo por la fe».
Los reformadores entendieron que la justificación será predicada puramente cuando la Palabra sea «maneja[da] con precisión» (2Ti 2:15). Una parte del uso correcto de la Palabra implica reconocer que tiene estos dos elementos: la ley y el Evangelio. La ley debe ser predicada en todo su espanto, mientras que el Evangelio debe predicarse en todo su consuelo, pues hace lo que la ley no puede hacer (Ro 8:3-4; CD, 3/4.6). En pocas palabras, los reformadores nos enseñaron a predicar a Cristo crucificado (1Co 1:23). Si una iglesia predica cualquier otro «evangelio», ya sea explícitamente fe más obras o una versión insidiosa de «entra por fe, permanece por obediencia», esa iglesia no actúa conforme a la «enseñanza de Cristo» (2Jn 9), sino que conforme al falso anticristo. Cualquier otra cosa aparte de la doctrina de la justificación sola fide es lo que Pablo denominó «un evangelio diferente» (Ga 1:6), lo que conlleva ser un eterno anatema (Ga 1:8-9).
La próxima semana consideraremos la segunda marca de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda


Daniel Hyde
Rev. Daniel R. Hyde es pastor de Oceanside Reformed Church en Oceanside, California. Es autor de God in Our Midst [Dios en nuestro medio] y Welcome to a Reformed Church [Bienvenido a una Iglesia Reformada].