Un solo cuerpo
No pasó mucho tiempo en la historia cristiana para que la vida célibe llegara a ser considerada una vida de mayor santidad que la del matrimonio y la familia. Una vez que el martirio se hizo menos frecuente en el imperio romano, la vida monástica, que también suponía el auto-sacrificio, lo reemplazó como camino a la santidad.
Llegando a la época de la Reforma Protestante, esto había llegado a tal punto que se consideraba que los que componían la «iglesia» eran los devotos religiosos, lo cual generalmente excluía a los casados, aunque fueran cristianos bautizados.
Como era de esperar, uno de los abusos que fueron tanto atacados como desobedecidos por los líderes de la Reforma fue el celibato de los ministros. Muchos de los líderes reformadores eran sacerdotes o monjes que llegaron a casarse, dando así, con cierta frecuencia, refugio amoroso a ex-monjas. Ellos creían en el sacerdocio de todos los creyentes y no en una clase especial de religiosos célibes.
Mientras la iglesia medieval consideraba que casarse era un mal necesario para algunos —tanto para la procreación como para la continencia sexual—, los protestantes, con una visión mucho más positiva, agregaron a esas razones el compañerismo y el bienestar, reflejando, en general, su satisfacción con su propio nuevo estado.
Hasta cierto punto, tanto esta historia como sus similitudes con la actual sociedad latinoamericana nos ayudan a entender de dónde proviene la incomodidad que sienten los evangélicos actuales con el estado de la soltería —quizás especialmente en sus líderes masculinos—. Si la práctica medieval solía excluir de la vida plena de la iglesia a los casados, a veces pareciera que los evangélicos modernos hacen algo similar, aunque menos drástico, con los solteros. La Biblia insiste en que somos un solo cuerpo; veamos, entonces, qué más nos enseña al respecto.
El Antiguo Testamento: El glorioso papel teológico del matrimonio
Puesto que, en el Antiguo Testamento, tener hijos juega un rol primordial en el plan de Dios, el matrimonio cumple un papel igualmente esencial.
La creación descrita en Génesis 1 es gloriosa, y llena de abundancia, provisión y vida. Los hombres y mujeres recibieron el mandato divino de multiplicarse y llenar la tierra (Gn 1:28). Con ese y otros fines, «el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gn 2:24).
Pese a la trágica y devastadora entrada del pecado, tras la cual Dios maldijo la tierra, hay una indicación tempranísima de que Dios revertiría la situación por medio de la descendencia de la mujer (Gn 3:15). Ya podemos ver que la salvación vendría por medio de un ser humano, nacido de mujer.
Dios ha coronado al ser humano de «gloria y majestad» (Sal 8:5), y la tierra es para ser llena de la gloria de Dios (ver, p. ej., Sal 8:9, Is 6:3, Ez 43:2; comparar con Is 11:9). Dios quiere llenar la tierra de personas para llenar la tierra de su gloria. El pecado oscurecía el plan, pero el mismo plan siguió adelante.
El destructivo castigo del diluvio global dio lugar a un nuevo comienzo con la renovación del mandato a multiplicarse y llenar la tierra y, posteriormente, en Génesis 12, con el llamado de Dios a Abram incluyendo la promesa de que él y su gran descendencia serían de bendición para todas las familias de la tierra. Desde ese momento, teniendo como trasfondo una esperanza de bendición para toda nación, la atención del Antiguo Testamento se centra en los descendientes de Abraham, especialmente los de su nieto Jacob, manteniendo así un fuerte interés en la procreación al interior del pueblo de Dios.
De modo general, en el Antiguo Testamento vemos que tener (muchos) hijos (o «fruto del vientre») era considerado una bendición de Dios, y no tenerlos —o perderlos— era una maldición (p. ej. Dt 7:13; 28:4, 11, 18; 30:9) ya que dejaba sin herencia en la tierra dada por Dios. El pueblo de Dios crecía principalmente por medio de la reproducción humana y, además, como hemos visto, la obra de Satanás sería destruida por medio de la descendencia de una mujer.
Si bien encontramos muchos abusos pecaminosos del matrimonio, el Antiguo Testamento traza un linaje que pasa por Jacob, Judá y David hasta Jesús. Criar a los hijos en los caminos del Señor fue destacado como una tarea importante, aunque pocas veces se cumplió.
En la época dorada de Israel (bajo David y Salomón), el pueblo creció, pero el pecado arraigado en él fue la razón por la cual la nación fue finalmente exiliada y diezmada por los imperios asirio y babilonio. El pecado de Israel acarreó la maldición de no producir mucho fruto.
El plan de Dios apuntaba progresivamente a la misión no de una nación, sino de un hombre de entre esa nación. Al rey David se le prometió que uno de sus descendientes reinaría sobre el pueblo de Israel para siempre (2 S 7:12-13). Este personaje esperado llegó a ser conocido como el Mesías. Habiendo transcurrido mil años entre David y Jesús, deben de haber sido muchos los judíos piadosos, descendientes de David, que se animaron con la esperanza de que su primer hijo varón pudiera ser el Mesías de Dios que traería salvación, prosperidad y paz para su pueblo.
El Nuevo Testamento: El glorioso papel teológico de la novia
Un hecho interesante es que, en el Nuevo Testamento, el único uso de la expresión «fruto del vientre» se encuentra en los labios de Elisabet, que le dice a su pariente María: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre» (Lc 1:42). María es la mujer cuyo hijo aplastaría la cabeza de Satanás, y su hijo, Jesús, sería el bendito «fruto de su vientre». En Jesús, los propósitos de Dios para la humanidad se cumplen. Jesús es el único ser humano de verdad, el único nacido de mujer que es como debe ser y que realmente cumple los propósitos eternos de su Padre. Él es el Mesías, el Hijo de Dios, que reinaría para siempre.
El apóstol Juan nos enseña que, «a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, (…) a los que creen en su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Jn 1:12-13). En el Antiguo Testamento, es decir, bajo el antiguo pacto, el pueblo de Dios crecía esencialmente por medio de la reproducción humana, lo cual debía ocurrir en el contexto del matrimonio. Pero ahora, bajo el nuevo pacto, Juan nos dice que los hijos de Dios, es decir, los miembros de su pueblo, no nacen por la reproducción humana natural sino por la voluntad de Dios a través de la fe en Cristo. El verso siguiente (14) nos habla de «la gloria como del unigénito del Padre» (Jn 1:14) que se ve en Jesús y su ministerio. Es en Jesús, el bendito «fruto del vientre», que los demás humanos podemos encontrar la gloriosa bendición. Es al «nacer de nuevo» (Jn 3:3) que la tierra se llena de la gloria de Dios.
Después de la resurrección, con claros ecos tanto de la comisión a Adán y Eva como del llamado a Abram, Jesús manda a sus discípulos a hacer «discípulos de todas las naciones» (Mt 28:19). Bajo el nuevo pacto, los frutos que son de interés son espirituales (Jn 15:8; Gá 5:22-24).
En consecuencia, ¿cómo se sigue, según el Nuevo Testamento, la tarea pendiente de «llenar la tierra»? No, esencialmente, a través de la reproducción humana, sino mediante la proclamación del «Evangelio de la gloria de Cristo» (2 Co 4:4). Esta gloria es vista ahora por los hijos de Dios, quienes son las primicias de la nueva creación (Stg 1:18), pero queda velada para los que no creen (2 Co 4:4). Será plenamente revelada en la consumación de la nueva creación (Ro 8:19).
Así que, mientras en el Antiguo Testamento, el matrimonio y el «fruto del vientre» cumplieron importantes propósitos teológicos —como llenar la tierra de la gloria de Dios y traer la salvación por medio de la «descendencia de la mujer»—, en el Nuevo Testamento simplemente ya no cumple una función de la misma naturaleza. Al parecer, en el Nuevo Testamento la función teológica cumplida por el matrimonio y la procreación es llevada a cabo por medio del evangelismo y el discipulado.
En un contexto pastoral, el apóstol Pablo enseña sobre el matrimonio en 1 Corintios 7. Por sobre todo, él quiere que en esta área los cristianos actúen con libertad, siguiendo la enseñanza bíblica esencial de que el matrimonio es una relación de por vida entre un hombre y una mujer creyentes. Nadie está obligado a permanecer soltero ni tampoco a casarse.
Aunque no se sugiere que el celibato de por vida sea una obligación, cuando se trata del reino de Dios, Pablo ve claras ventajas en no casarse (1 Co 7:8, 32-33). Dado que, para el apóstol, no casarse libera a los cristianos para poder preocuparse «por las cosas del Señor, cómo puede(n) agradar al Señor» (v. 32), y dado que a las iglesias les interesa mucho que su gente se dedique a «las cosas del Señor», es sorprendente que las iglesias evangélicas no se hayan preocupado mucho más de pensar en cómo capturar y movilizar —y a la vez, cuidar— esa gran fuente de dones y esfuerzo para «las cosas del Señor» mientras sus hermanos casados se dedican, como bien deben hacerlo, a «las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer» (v. 33). ¿Será que esto refleja la misma ya mencionada incomodidad no-bíblica con el estado de la soltería? ¿Existen razones bíblicas para insistir en que los pastores se casen?
Consecuentemente, ¿importa ahora cómo pensamos en el matrimonio? ¡En absoluto! No importa nuestro estado civil: Debemos buscar glorificar a Dios (1 Co 10:31) viviendo según sus propósitos y, en el matrimonio, los hijos deben ser criados en «la disciplina e instrucción del Señor» (Ef 6:4). Un hogar cristiano es un maravilloso ambiente para conocer a Cristo, tanto para los hijos como para otros que podrían llegar allí. La iglesia testifica de Cristo tanto en su manera de vivir como en la proclamación de Jesús.
Aunque no hay ninguna indicación de que el mandato de tener hijos haya sido contradicho, en el Nuevo Testamento no parece ser un tema de interés el que sean muchos o sean pocos. Sí lo es producir mucho fruto, haciendo conocido a Cristo en nuestras vidas y nuestra proclamación según nuestros variados dones y circunstancias.
Una sola carne
Hablando de la relación entre Cristo y su iglesia, el apóstol Pablo cita Génesis: «Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio, pero hablo con referencia a Cristo y a la iglesia» (Ef 5:31-32). En Génesis, la relación entre Adán y Eva ya apuntaba a la relación matrimonial eterna entre Cristo y su iglesia.
Análogamente, la mujer virtuosa y hacendosa de Proverbios 31 muestra a qué se debe dedicar la iglesia; el sacerdocio de todos los creyentes (1 P 2:5). Se esfuerza por cumplir los buenos propósitos de su marido, Jesucristo.
Los matrimonios terrenales vividos en obediencia a Cristo toman su modelo de la gloriosa relación, aún no consumada, entre Jesucristo y su amadísima novia por la cual derramó su propia sangre y vida aun mientras ella era su enemiga (Ro 5:6, 8). Cristo tomó a su novia de donde estaba botada, en la sangre de parto, abandonada y completamente sucia (Ez 16:1-14); la lavó con su propia sangre (1 Jn 1:7) y la hizo suya. Esa novia somos nosotros, su iglesia, y las bodas del Cordero (Ap 19:7) son lo que nos espera a todos los que creemos en él no importando nuestro estado civil en esta vida. Es una gloriosa esperanza.
En espera
¿Por qué Jesús no se casó? ¿Lo hizo para establecer un modelo del ministerio cristiano? Parece ser, más bien, que lo que hizo fue aplazar su boda: Está preparando una novia para sí, esperando el día de la consumación. ¿Con cuántas ganas lo esperamos nosotros, su novia? La preparación consiste en buscar vivir en fidelidad a él y con confianza en él en cada aspecto de nuestras vidas (Ap 19:8). Debemos llamar a otros a ser partícipes de este plan y futuro gloriosos poniendo su confianza en el novio, quien dio su vida por nosotros y venció a la muerte para que vivamos eternamente con él.
Mientras esperamos, trabajemos como la mujer virtuosa, buscando cumplir los buenos propósitos de nuestro novio y llenando la tierra de la gloria de Dios.

