Quizás este año, más que cualquier otro, tengo un peso de gratitud en mi alma que es tan pesado, que siento que podría arrastrarme a la parte más profunda del amor de Dios.
¡Qué año ha sido este! De cierta manera, siento como si hubiera perdido un año entero de vida.
El primer día de síntomas evidentes de una supuesta COVID-19 fue el 23 de marzo. En los meses que siguieron, a mi alrededor, vi a muchos caer enfermos y curarse, dar positivo sin tener síntomas, soportar y sanar de este extraño virus, pero ese no ha sido mi caso. Mis doctores suponen que soy una de mil que tiene una «COVID de larga duración». Es una versión de este virus que no se va después de dos semanas, ni siquiera después de dos meses. Al contrario, nos deja a quienes corríamos entre 8 y 9 kilómetros diarios, incapaces de caminar e ir a buscar la correspondencia a nuestro casillero sin tener que recostarnos después. Provoca una fatiga intensa, complicaciones en el corazón, problemas neurológicos y problemas a la visión, por nombrar algunos síntomas.
A esta altura del año pasado, ni siquiera tenía un médico general con quién atenderme. Ahora veo a un hematólogo, a dos cardiólogos, a un médico general, a un equipo de medicina holística y un especialista en «COVID de larga duración» en San Antonio. Cinco meses después de la infección, me realicé un test de esfuerzo, y dada mi enfermedad, esperaban que solo pudiera durar cerca de 10 a 12 minutos en la trotadora. No obstante, después de 30 segundos mi presión arterial estaba en la zona de peligro y después de 2 minutos tuve que detener todo el test. Estoy con medicamentos para la fibromialgia (para lidiar con la neuralgia), con betabloqueadores; tengo un electrocardiógrafo en casa; y estoy con un tratamiento para la insuficiencia respiratoria con muchos inhaladores y, por supuesto, mi oxímetro de pulso. Paso la mayor parte de mis días en cama.
Me tomó un par de meses aceptar esta nueva realidad; llegar a acuerdo con el hecho de que ya no era capaz de hacer las cosas que normalmente hacía. Tenía que alejarme de los lugares que tan a menudo me daban un propósito: amigos, trabajo, ministerio, escribir. Iba a tener que crecer en la teoría de que mi valor no depende de lo que sea que produzca, puesto que la Fabs con «COVID de larga duración» literalmente no puede producir.
Y antes de contarles el final feliz de esta historia, déjenme ser clara: Dios no llama bueno a nada de esto. No se dejen engañar. Existen fuerzas obrando en este mundo roto además de Él. Y la soberanía de Dios, su autoridad, es tan, tan diferente de su aprobación. Él no aprueba la porquería que cae a nuestro alrededor. Él detesta que tengamos este dolor; Él se entristece; Él se aira y se lamenta.
Y (no pero), Él obra todo para bien. Nuestras vidas están destrozadas y hechas pedazos. Nuestro Padre, con su corazón roto por nuestro dolor, nos alcanza, recoge esos pedazos y los siembra en gloria. Él arrebata esos hilos desechados por nuestro enemigo y los teje haciendo un magnífico diseño. Lo que nuestro enemigo usó para maldad, nuestro Dios lo toma y lo transforma. Cada caverna vacía que queda libre por la pérdida, Él la inunda con bien. En la suciedad recién cavada de cada tumba, Él planta nueva vida.
Perdí un año saludable; es verdad y trágico. Y quedó algo glorioso tras la pérdida, como ocurre con este Evangelio nuestro: la muerte inevitablemente abre paso a la vida.
Este año, más que cualquier otro, siento esa verdad. Dios ha obrado en maneras que realmente exceden lo que pude haber soñado o imaginado. Él me ha mostrado un propósito en mi diseño que va más allá de la productividad. Él me ha recordado mi valor: no formada ni determinada por cómo paso mi tiempo; un valor al que no se le puede agregar nada ni puede ser reducido. Él me ha mostrado el rostro de la restauración, y todo lo que puedo decirles, mis queridos amigos, es que esto es mejor que la versión anémica con la cual nos han hecho conformarnos.
Para quienes están en quebranto, desesperanza, fracaso y temor, sepan esto: Él no ha terminado.
Hay una historia de este año, una historia de pérdida y de límites. Es la misma historia que la de la gratitud y de la alabanza. La pérdida y los límites NUNCA fueron los enemigos de la gratitud. Es solo en Estados Unidos, solo la Iglesia occidental la que te ha dicho que el dolor y la gratitud están en lados opuestos de la balanza. Pero no, son compañeros constantes. Se turnan para declarar el valor de los regalos que se nos han dado en esta corta vida y ambos cantan la misma canción de gratitud. El dolor honra lo que hemos perdido; su lamento declara que era algo valioso para nosotros; ES la gratitud por lo que hemos perdido. La gratitud, por otro lado, es la honra de lo que actualmente tenemos; cada regalo hecho más valioso porque nuestra pena nos ha enseñado que cada regalo es frágil y fugaz.
Duélanse bien, queridos corazones, y encontrarán su gratitud.