Hace poco tuve que pasar por un momento de preparación emocional, física y espiritual, puesto que tuve que ir a una reunión de exalumnos de secundaria para recordar diez años de egreso. No tengan miedo: todos tuvimos un buen tiempo. Fue la noche más extraña que he tenido en mucho tiempo: en primera instancia, porque estoy bastante segura de que nunca en mi vida he visto al 79 % de esas personas. De verdad, ¿quiénes eran esas personas? ¿Y cómo llegaron a verse tan viejos?
En realidad, fue un tiempo maravilloso para mí. Sorpresivamente, fue un recordatorio animante de cuán diferente estoy ahora de lo que una vez fui. Además, dio lugar a esta publicación porque me mostró otra de las dolorosas bendiciones de la soltería: el dolor de ver cómo el tiempo fusila los planes que una hace para su vida.
Había tanta inseguridad en la reunión que hasta podía olerla. Había muchísimas personas muy avergonzadas de que sus vidas no hubieran resultado según el plan que habían trazado en la secundaria. Intentaron acallar esa vergüenza al hacer alarde de todas las cosas que habían hecho bien o al recordar aquellos sueños que alguna vez los definieron, pero a pesar del volumen de sus afirmaciones, su inseguridad hablaba más fuerte.
Y lo entiendo; de verdad. Tengo amigas solteras que quieren desesperadamente tener hijos y cada cumpleaños parece traer consigo un ola aplastante de desesperanza. Veo sus rostros cuando otras amigas hablan sobre cómo su tercer hijo simplemente fue un golpe porque eran demasiado viejos para ser padres después de los treinta. Cada comentario improvisado acerca de los desafíos de tener hijos sobre cierta edad es una puñalada más en el corazón de una soltera que anhela una familia.
He sentido el mismo dolor en mi propio corazón cuando una amiga casada me recuerda que no debo ser demasiado exigente a mi edad. Siento la puñalada de inseguridad cuando escucho comentarios sobre cuerpos que envejecen; veo el mío y me pregunto si llegaré a compartir esta vida con alguien antes de que me convierta en una anciana de noventa años llena de gatos.
Es difícil; es difícil soltar nuestros sueños. Es doloroso ver que los detalles de la vida entran y te roban las cosas que tú creías tener garantizadas.
Esto me recuerda a Rut. Ella fue una buena hija. No puedo dejar de pensar en cómo se alejó de todo lo que podía darle seguridad, comodidad, valía o aprecio y se dirigió hacia un futuro incierto o hacia un futuro que no prometía un tesoro terrenal. También me recuerda el llamado de seguir a Cristo: la muerte que tenemos que morir con el fin de tener vida.
Pensar en Rut y pensar en reuniones de exalumnos me recuerda algo que realmente detesto de mi trabajo. Quizás es lo que más detesto de él.
Veo mujeres seguir a Jesús radicalmente como Rut lo hizo; las veo abandonar estilos de vida que son imposibles de dejar; las veo sumergirse en el servicio a Dios con todo; las veo como si estuvieran corriendo de vuelta a Belén y dándole la espalda a Moab.
Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, las veo frustradas con Dios: decepcionadas. Les dieron sus vidas, al igual que Rut, pero aún no han visto a su Booz. Dejaron Moab, fueron a Belén, pero ahora están confundidas respecto a si sus sueños serán realidad o no.
Entonces, increíble y dolorosamente, veo cómo la transigencia entra sigilosamente. Dios no está satisfaciendo sus sueños en el tiempo esperado, así que, por sí mismas, encuentran formas para hacerlos realidad. Comienzan a salir con chicos que pueden no ser unos locos «fanáticos religiosos», pero van a la iglesia; y además, ellas no quieren juzgar a nadie, ¿verdad?
Me explican que no fueron hechas para el estilo de vida «radical». Justifican su decisión de ceder en su pureza, en el trabajo o en la ciudad porque simplemente sienten que Dios las llama a esa persona, a ese trabajo o a ese lugar.
No solo compran la mentira de que pueden amar al mundo y a Dios al mismo tiempo, sino que también se la predican a ellas mismas y a otras en un intento de amordazar el estruendo de condena dentro de ellas.
Creo que la razón por la que detesto esta parte de mi trabajo es porque es increíblemente aterrador para mí. No estoy enojada con estas mujeres; no me burlo de sus decisiones; estoy aterrada. Me aterra porque lo entiendo. Me aterra que yo haga lo mismo. Y más que cualquier otra cosa, no quiero ser eso. No quiero parecer Rut por un momento solo para darme cuenta de que estaba siguiendo a Jesús como un medio para obtener algo. No quiero parecer como si estuviera yendo hacia Belén, habiendo dejado atrás todo lo que una vez me definió, solo para mirarme y darme cuenta de que estoy yendo por ese camino solo porque los viejos dioses a los que solía adorar me llevaron ahí. Puedo sentirlo dentro de mí; puedo sentir el dolor por los sueños perdidos moviéndose, atrayéndome y tentándome. Puedo sentir el dolor de no tener lo que quiero convenciéndome de que puedo tomar mis sueños del mundo en una mano mientras solo siga aferrándome a Jesús con la otra.
Escucho en mis oídos la misma mentira poco original que embrujó a Eva; la mentira de que de alguna manera me estoy perdiendo algo al dar cada parte de mi corazón y de mi vida a Jesús; la mentira de que Jesús no me está dando nada.
Desperdiciarás el dolor que viene al perder tus sueños si no dejas que la decepción te lleve, como a Rut, a soltar todas tus esperanzas y a poner todo tu corazón en el plan de Dios para tu vida, confiando en que Él te dará lo mejor.
Si te niegas a hacer esto, finalmente, encontrarás una forma de hacer que tu sueños se hagan realidad por ti misma y perderás lo único que realmente te ofrece la paz, el gozo y la seguridad en el primer lugar. Quiero exhortarte a que no hagas eso; quiero exhortarte a volver a Jesús, porque aprendí mucho en mi reunión.
Existen personas que han cumplido cronológicamente sus planes en sus vidas. Se casaron y tuvieron bebés cuando quisieron. La mayoría de ellos no pudo ocultar el hecho de que todavía tienen miedo e inseguridad. No pudieron ocultar que aún están lidiando con el dolor del vacío y la soledad por las noches a pesar de haber logrado sus planes.
Y esa es la razón por la que mi reunión de exalumnos de secundaria fue tan maravillosa. Me recordó que no quiero mis sueños. De verdad que no. Es decir, sí, los quiero. Quiero un esposo; quiero enseñar la Palabra de Dios; quiero escribir; quiero todos esos sueños; pero en realidad no los quiero. En el fondo de mi corazón, solo quiero ser feliz. No quiero tener miedo; quiero ser querida; quiero ser conocida.
Todo esto es tan doloroso porque en algún punto del camino comencé a creer que mis sueños me salvarían. Todas lo creímos. Comenzamos a creer que si tan solo pudiéramos obtener eso que queremos, seríamos rescatadas de este sentido lacerante de insuficiencia dentro de nosotras. Queremos nuestros sueños porque pensamos que deben tener la respuesta a la persistente inseguridad que hace que la mayoría de nosotras no vaya a las reuniones de exalumnos.
No obstante, los sueños temporales son demasiado pequeños para llenar ese enorme vacío. Simplemente, son demasiado pequeños. Y esos profundos anhelos en nuestros corazones son demasiado grandes. Mi corazón no será satisfecho por recibir placer por treinta años. Quiere placer para siempre. Mi corazón no estará satisfecho por un amor que falla seis de siete días. Mi corazón ni siquiera estará satisfecho con un amor que solo falla uno de 365 días. Mi corazón necesita un amor que nunca falla. Mi corazón necesita un amor que siempre busque, que siempre perdone, que nunca abandone, que siempre luche.
Ese amor es la única esperanza que tengo para no cambiar a mi Jesús solo para tener una mejor historia en la reunión de exalumnos que egresaron hace veinte años. Mientras todo lo que hay en mí está dispuesto a cambiar todo por nada, tengo a Alguien que se rehusa a dejarme transar. Tengo a Alguien que ha prometido satisfacer mis sueños más profundos en cada momento.
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