Ella se quejó cuando toqué su abdomen y en consternación retiré mi mano. El escáner mostró que sus intestinos se habían ennegrecido. Manchas de aire señalaban hendiduras en la pared intestinal por las que se filtraron bacterias a su torrente sanguíneo. Esas mismas bacterias ahora bajaron peligrosamente su presión.
Sentí que un nudo apretaba mi garganta. Una operación para remover un intestino muerto era su única oportunidad para sobrevivir. Sin embargo, incluso con una operación, las probabilidades de que dejara el hospital eran escasas. Tenía una demencia avanzada y, antes de esta calamidad, estaba postrada, demacrada y su salud estaba fallando a pesar de tener cuidados las 24 horas. Su actual presión sanguínea inestable la puso en riesgo de muerte en la sala de operaciones.
Si su frágil cuerpo resistía la cirugía, entonces ella hubiera tenido que luchar con un sinfín de infecciones por las bacterias que darían vueltas en su abdomen. Si pudiéramos hacerla pasar por esos obstáculos, remover esa gran parte de su intestino la dejaría crónicamente mal alimentada, condenada a la diarrea y dependiente de la alimentación administrada artificialmente que la pondría en riesgo de una falla hepática. Pude prever la larga y terrible trayectoria a la que la hubiéramos condenado si operábamos, un curso debilitante y doloroso que prometía sufrimiento, pero ofrecía un poco de esperanza de volver a su casa.
Sin embargo, rechazar la cirugía significaba que su familia tendría que aceptar su inminente muerte. En un instante, sin tiempo para orar y reflexionar, tendrían que decidir si seguir adelante y arriesgar a que sufra sin beneficio o decir adiós a quien amaban. ¿Cómo podrían aguantar tal tragedia?
¿Cómo podemos tomar ese tipo de tremendas decisiones sin tiempo para procesar y considerar las opciones en oración, todo mientras nuestros corazones se rompen? Tristemente, demasiados de nosotros nos encontraremos en una situación así de angustiante.
Pedir lo imposible
Las personas que enfrentan amenazas a su vida rara vez pueden verbalizar sus propios deseos. La enfermedad grave desorienta, sufren atontados con confusión y paranoia. La tecnología médica silencia cada vez más la enfermedad, como una sonda de respiración que pasa a través de las cuerdas vocales o como los medicamentos de sedación que eliminan el habla. Cuando las enfermedades graves silencian de golpe a las personas, ellas no pueden consentir o rechazar tratamientos por sí mismos. El dilema es común, un estudio de personas sobre los sesenta años muestra que el 70 % no tuvo la capacidad de tomar decisiones por sí mismos al final de la vida.
Cuando las personas no pueden dirigir su propio cuidado médico, las decisiones difíciles recaen en los miembros de la familia. Como «sustitutos que toman la decisión», nuestro rol es honrar a un ser querido como un portador único de la imagen de Dios y discernir cómo respondería si la enfermedad no le hubiese robado su voz. El proceso requiere que nosotros demos un paso al lado de nuestros propios deseos, que pongamos a un lado la agonía revolviéndose en nuestros corazones y que pensemos en los atributos únicos de aquel que nos importa.
En otras palabras, nuestro objetivo es ser la voz de nuestro ser amado, responder como él lo haría si aún tuviera el poder para hablar.
Las consecuencias de esas decisiones
Cuando actuamos en nombre de un ser querido de este modo, vivimos nuestro llamado de amarnos unos a otros como Dios nos amó (Jn 13:34-35). Y sin embargo, tomar decisiones médicas urgentes por seres queridos tiene un efecto tremendo en el corazón. En las mejores circunstancias, nuestros seres queridos habrían dejado una voluntad anticipada (una voluntad en vida) previa a la enfermedad o, como mínimo, habrían discutido con nosotros en detalle sus puntos de vista sobre el sufrimiento.
La lamentable verdad es que muchos no tienen estas conversaciones. Por ejemplo, solo alrededor de un cuarto de los estadounidenses dejan las voluntades anticipadas perfilando sus deseos para el fin de sus vidas. Sin tal guía, cuando golpea la tragedia, quedamos sin timón, luchando por reconstruir respuestas. Tomar decisiones de vida o muerte en nombre de nuestros seres amados paraliza a muchos con sentimientos de culpa o duda que persisten por años y que pueden avanzar hacia la depresión, a una pena complicada, a una ansiedad crónica e incluso a un trastorno de estrés postraumático.
Por lo tanto, ¿cómo tomamos decisiones compasivas, que honran a Cristo respecto al cuidado de nuestros seres queridos cuando lo impensado sucede? ¿Cómo discernimos el camino correcto cuando el tiempo para reflexionar no existe y cuando la mente se planta en las ramificaciones de nuestras decisiones?
¿Cómo nos guía la Palabra de Dios?
Como con todas las facetas de la vida, la Palabra de Dios nos entrega una lámpara para nuestros pies (Sal 119:105). Apoyarse en la Palabra de Dios antes de que la calamidad nos golpee puede ayudar a guiarnos a través de los dilemas médicos urgentes con paz y discernimiento. En particular, pon atención a los siguientes principios bíblicos que nos pueden anclar cuando se levante la tempestad.
1. La vida mortal es sagrada
La vida es un regalo de nuestro Señor que debemos administrar y apreciar, glorificándolo en todo (Ex 20:13; 1Co 10:31; Ro 14:8). Somos hechos a la imagen de Dios y cada uno de nosotros tiene una dignidad y valor inherente (Gn 1:26; Sal 139:13). Lo sagrado de la vida mortal requiere que cuando luchemos con una serie de opciones médicas, consideremos aceptar tratamientos con el potencial de curar.
2. Dios tiene autoridad sobre la vida y la muerte
A este lado de la Caída, nada escapa a la muerte (Ro 5:12; 6:23). Como creyentes sabemos que la muerte no es el fin, y mientras esperamos el regreso de Cristo, cae sobre todos nosotros. Cuando nos cegamos a nuestra propia mortalidad, ignoramos que nuestros tiempos están en sus manos (Sal 31.15; 90:3) y hacemos caso omiso de la verdad de que nuestro Señor obra a través de todas las cosas (incluso de la muerte) para el bien de aquellos que lo aman (Jn 11; Ro 8:28).
3. Somos llamados a amarnos unos a otros
Dios nos llama a amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos y a servir al afligido (Mt 22:39; Jn 13:34; 1Jn 3:16-17). Así como Dios nos amó, también nosotros debemos extendernos en empatía y misericordia los unos a los otros (Lc 6:36; 1P 3:8; 1Jn 4:7; Ef 5:1-2).
Mientras que la misericordia nunca justifica tomar una vida activamente (como en el suicidio asistido por un médico o la eutanasia), sí nos lleva lejos de las intervenciones agresivas y dolorosas si tales medida son vanas. Buscar tratamientos en tales circunstancias sería como correr tras el viento (Ec 1:14) y descartar nuestra única y verdadera esperanza: Cristo crucificado (1T 4:10; 1P 1:3). La Escritura no nos obliga a correr tras intervenciones médicas si el tormento que causan excede al beneficio anticipado.
4. Nuestra esperanza se encuentra en Cristo
Como discípulos de Cristo, ¡no necesitamos temer a la muerte! Aún si nuestras vidas se acercan al fin, apreciamos la promesa de la nueva vida (Sal 23:4; 1P 1:3-4; 1Ts 4:13-18; 2Co 4:17-18). Descansamos seguros en el sacrificio de Cristo por nosotros y en la impresionante profundidad de su amor (Ro 8:38-39: Jn 11:25-26). La resurrección de Cristo transforma a la muerte de un evento al que se le debe temer a en un instrumento de la gracia de Dios a medida que nos llama a casa en el cielo.
La Palabra de Dios nos guía para preservar la vida cuando la enfermedad es recuperable, a aceptar la muerte cuando llegue y a extender compasión y misericordia hacia quienes sufren. Estos principios nos guían para buscar tratamientos cuando ofrecen esperanza de recuperación, pero no nos obligan a someternos a intervenciones que prolonguen la muerte o provoquen sufrimiento sin beneficio. Nuestra mayor esperanza sustituye cualquier tecnología médica: brota de nuestra fe en Cristo y de la gracia impartida a nosotros a través de su sacrificio y resurrección (Sal 124:8).
Preguntas para hacerle al doctor
Una vez equipados con los princípios bíblicos mencionados, el próximo paso para navegar los dilemas médicos es desempacar la situación clínica directamente. La primera tarea es determinar si el tratamiento ofrece una promesa de recuperación o solo la dilatación de la muerte. Para lograr ese discernimiento, podemos preguntarle al equipo médico las siguientes preguntas:
- ¿Cuál es la condición que amenaza la vida de mi ser amado?
- ¿Por qué es de vida o muerte?
- ¿Cuál es la probabilidad de recuperación?
- ¿Cómo influyen las condiciones médicas previas de mi ser querido en la probabilidad de su recuperación?
- ¿Los tratamientos disponibles pueden curarlo?
- ¿Los tratamientos disponibles empeorarán el sufrimiento con pocas opciones de beneficios?
Estas preguntas son básicas y pueden explorarse brevemente en una situación de emergencia. En todas las circunstancias, la pregunta clave es esta: ¿es reversible el proceso de vida o muerte? Cuando la recuperación es posible, los mecanismos de apoyo de órganos podrían ofrecer vida y buscar un tratamiento es apropiados. Por el contrario, cuando una enfermedad no puede curarse o incluso mejorar, las medidas agresivas (cirugía, reanimación cardiopulmonar, respiradores artificiales y más) pueden provocar un sufrimiento innecesario.
Cuando la eficacia del tratamiento es ambiguo, nuestra tarea se hace más difícil. Estos momentos exigen la mayor valentía, paciencia y comprensión de nuestra parte, incluso cuando nos revolvemos en el dolor. El objetivo es escuchar la voz de nuestro ser querido, discernir qué tratamientos no soportaría y qué aceptaría a pesar del perjuicio de su comodidad, independencia y estilo de vida. Tal acercamiento necesita que veamos a nuestros seres amados como Dios los ve: amados, perdonados, maravillosamente creados y únicos, sin ningún igual exacto en la tierra (Sal 139:13-14; Ef 1:7; Jn 3:16; Ro 8:35).
Preguntas para hacernos a nosotros mismos
A medida que la responsabilidad pasma nuestras mentes, otra serie de preguntas nos puede guiar:
- ¿Qué le importa a mi ser amado? ¿Qué lo mueve en su vida?
- ¿Qué comentarios ha hecho en el pasado respecto al cuidado al final de la vida, si es que los ha hecho?
- ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Para su vida en general?
- ¿Qué está dispuesto a soportar para alcanzar esos objetivos? ¿Qué no estará dispuesto a enfrentar?
- ¿Qué tan bien ha tolerado el dolor mi ser querido en el pasado? ¿La dependencia? ¿La situación de discapacidad? ¿El miedo?
- Si pudiera hablar por sí mismo, ¿qué diría sobre su situación actual?
Esas preguntas, que abren camino para los atributos y valores únicos de quienes están a nuestro cuidado, a menudo requieren tranquilidad y tiempo para explorar. En una situación de emergencia, sin embargo, esos lujos se evaporan. Nuestras mentes corren para procesar toda la información arrojada a nosotros, en terminología que no entendemos, mientras nuestras emociones turbulentas nublan nuestra mente. Armar un plan bajo esa presión, parece imposible.
Persevera en amor y en oración
Idealmente, gestionamos la situación para revisar el caos y discernir el camino claramente, basados en lo que un ser querido nos ha dicho en el pasado. Sin embargo, si, en el torbellino de la enfermedad crítica de un ser querido, no estamos seguros, es apropiado aceptar tratamientos en el momento y luego, cuando las cosas se calmen, meditar más a conciencia cómo proceder. Afortunadamente, en Cristo somos perdonados y Dios es soberano incluso sobre esos terribles momentos.
Nuestra responsabilidad como personas subrogadas que toman decisiones pueden parecer demasiado abrumadoras de soportar. Sin embargo, cuando escuchamos la voz de nuestro ser querido que ha sido silenciado, lo honramos y lo amamos. Al hacerlo, también honramos a Dios el Padre. Aunque la carga amenaza con aplastarnos, cuando perseveramos en amor y en mucha oración para apoyar a nuestros seres queridos en sus momentos críticos, vivimos el Evangelio.