Cada día, los círculos rojos del mapa se amplían a medida que el coronavirus se traga países completos. La cuenta total de casos ahora excede los tres millones. En momentos durante las últimas semanas, el virus reclamó las vidas de dos mil personas por día en Italia, España y los Estados Unidos, y en total ha matado doscientas mil personas. Cada uno de esos puntos de datos representa a una madre o un padre, una hija o un hijo. Más de doscientos mil portadores de la imagen de Dios, cada uno con sueños, ambiciones, amores y esperanzas, que ahora se han ido.
Como muchos de los profesionales de la salud retirados, he vuelto a unirme al personal para ayudar a medida que van surgiendo casos de coronavirus. A medida que me muevo entre días inmersa en libros con mis hijos y noches en las que ayudo a personas a aferrarse a la vida, los rostros y los nombres que hay detrás de los números dan vueltas en mi mente. ¿Cuántos darán su último respiro bajo mi supervisión? ¿Cuántos de ellos estarán solos cuando eso suceda? Las UCIs albergan a las personas más enfermas en el hospital, pero incluso en las peores circunstancias los seres queridos normalmente estaban en su cabecera, a menudo hablando, a veces cantando, siempre sosteniendo una mano mientras la vida se va. Ahora, como el coronavirus forja barreras sin precedentes, las habitaciones están sorprendentemente vacías.
También me preocupan las personas que yo aplastaré con horribles noticias entregadas por teléfono. Cada número de la cuenta total de mortalidad también significa que hay seres amados en duelo. Incluso cuando la oleada de casos decaiga, su dolor persistirá. Por meses, quizás por años, escucharán una canción conocida, caminarán por una calle favorita y les costará respirar por el dolor que sienten a medida que los recuerdos aparecen rápidamente.
Luego están las multitudes que las estadísticas no capturan: quienes temen por sus hogares y familias a medida que la economía se desmorona. Las personas se preocupan por pagar la electricidad y el agua mientras su ingreso semanal se agota. Otros se preocupan de que sus hijos se puedan quedar atrás por no poder acceder a la educación en línea. Aún muchos trabajan obedientemente en sus empleos en la tienda de comestibles o en la farmacia, todo mientras temen llevar el virus a sus casas a sus familias. Y hay multitudes de nosotros, aislados, quizás en autocuarentena, que diariamente nos hundimos en la soledad.
De la manera que sea en que analices los datos, pocos emergeremos de esta crisis ilesos. Señor, ten misericordia.
Fidelidad en la calamidad
Sabemos que Dios es «compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad» (Ex 34:6). Sin embargo, debo admitir que en mi condición caída, a medida que me concentro en cómo cuidar mejor de estos pacientes mientras, al mismo tiempo, protejo a mi propia familia, a veces lucho con comprender su misericordia. Mi visión de su constante amor se empaña cuando todo lo que conocemos como bueno en la vida parece fallar.
No estoy sola. A lo largo de la Biblia, aquellos que aman a Dios resistieron el sufrimiento, y encogidos de miedo, con corazones suplicantes y manos juntas clamaron: «¿Hasta cuándo, Señor, estarás mirando?» (Sal 35:17). David se lamentó por medio de imágenes angustiosas. Job se rascó con pedazos de teja. María, consternada por la muerte de Lázaro, cayó a los pies de Jesús y clamó: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto» (Jn 11:32).
En este mundo, lloramos. Nuestro entendimiento tiene límites. Nos retocemos en nuestro dolor. No obstante, una y otra vez, la Biblia revela que incluso en nuestros momentos de mayor desesperación, Dios sigue siendo fiel. Él abunda en constante amor incluso cuando el pecado aplasta y desafía nuestra comprensión. En maneras más espectaculares de las que podemos descifrar, Él obra por medio de las calamidades que hacen estragos en este mundo para llevarnos a su gloria.
Los propósitos escondidos de Dios
El ejemplo de Marta y María ilustra sorprendentemente este punto. En Juan 11:3, las hermanas le insistieron a Jesús que rescatara a su hermano moribundo, Lázaro. Habían sido testigos de cómo Jesús sanó multitudes: paralíticos y leprosos, hombres ciegos y epilépticos. Sin duda, Él correría a salvar a su amado amigo Lázaro también.
Sin embargo, en lugar de correr al lado de Lázaro, Jesús se retrasó dos días completos. En ese intervalo, Lázaro sucumbió ante su enfermedad y murió. Imagina la confusión y el desgarro de las hermanas. Jesús tiene el poder para salvar a su hermano, entonces, ¿por qué no lo usó? ¿Por qué permitiría tal horror?
La respuesta que leemos en Juan 11 es impresionante: «Esta enfermedad no es para muerte», explicó Jesús, «sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella» (Jn 11:4). Entonces, junto a la tumba, Jesús «gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y el que había muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo, y déjenlo ir”» (Jn 11:43-44).
Incluso cuando Marta y María no pudieron discernir sus propósitos, Dios estaba obrando, cubriéndolas con su gracia y su gloria. Al permitir que la muerte tomara a Lázaro transitoriamente, Jesús reveló el poder y la gloria de Dios. Él también apuntó hacia el regalo supremo de Dios para la humanidad: el perdón de los pecados por medio de la sangre de Cristo y la vida eterna en la presencia de nuestro Señor.
El pecado infecta el corazón de cada criatura de la tierra. Sin embargo, en Cristo, esta enfermedad no lleva a la muerte. Por su amor por el mundo, Dios venció la muerte (Jn 3:16; 1Co 15:55), así ninguna enfermedad, ni siquiera una pandemia que se traga al mundo, puede arrancarnos de su amor (Ro 8:38-39).
Esperanza para soportar
Como la paga del pecado, la muerte nos arranca a quienes amamos entre nosotros y corrompe todo lo que es bueno y bello. El Evangelio es una buena noticia precisamente porque la muerte es tan terrible. En las semanas y en los meses que vienen, lloraremos por nuestros amigos que se irán; los números aumentarán; nos correrán lágrimas. Haré mis visitas en medio de la noche y tragaré dolores de agonía. Jesús nunca nos prometió libertad de nuestro dolor mientras esperamos su regreso (Jn 15:18).
No obstante, Él sí nos ofrece una esperanza para poder soportar. La tumba vacía nos recuerda que Dios es más grande que cualquier paquete de ácido nucléico abriéndose paso hacia los pulmones. El coronavirus se propaga en silenciosa maldad, pero la mano soberana de Dios nos cubre y su gloria no tiene límites. Como Marta y María, quizás solo percibimos la ausencia del Señor, sus retrasos y su silencio. Sin embargo, en palabras de Pablo: «Esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2Co 4:17-18).
Me aventuré a regresar a la UCI para amar a mis prójimos en crisis, porque Jesús me amó primero. Las noches son largas y difíciles. Correrán las lágrimas, pero a medida que me enfoco en cuidar de los números en aumento, puedo gozarme en que nuestro Dios, que dio a su amado Hijo para que pudiéramos tener vida eterna, conoce a cada uno por nombre (Sal 139:1-2). Él ha contado cada cabello en nuestras cabezas (Lc 12:7). Si bien, por ahora gemimos, Él ya ha vencido a la muerte debido a su amor por nosotros y nos ha asegurado un hogar en el cielo.
Cualquiera sea la calamidad que nos espera, cuando Cristo regrese Él ahuyentará la peste. Él arreglará nuestras moléculas rebeldes, enjugará cada lágrima de cada ojo y hará todas las cosas nuevas.
Por ahora, gemimos. Por ahora, lloramos. Pero la tumba está vacía. Cristo está resucitado. En Cristo, nos aferramos a la promesa de que ningún virus, ninguna enfermedad, ningún enemigo invisible podrá separarnos de su amor.