Mis amados hijos:
Por nueve meses, tu mundo comenzó y terminó en los contornos de mi vientre. Comenzaste a mover tus extremidades en un mar limitado que se movía dentro de mí, un espacio que era mío, pero que yo nunca vería. Explorabas todos los días. Te movías a medida que los haces de luz te tocaban en medio del ámbar silencioso en el que te encontrabas. El latido de mi corazón te arrullaba para que te quedaras dormido.
Con cada suave patadita, me acercabas más a ti. Encendiste dentro de mí un amor que no se compara en absoluto a las divagaciones empalagosas que traen las tarjetas románticas; sino más bien, brotaba desde una firme roca, desde las profundas raíces de un fuerte árbol. No hay vasija que pueda contenerlo ni río que pueda extinguir su fuego.
No obstante, yo solo te llevé en mi vientre, el Señor fue quien te hizo (Sal 139:13-16). Antes de yo saber que existirías, él entrelazó las hebras de tu ADN y ordenó al conjunto de tus células formar espirales (Jr 1:5). Él formó tu corazón, forjó sus ventrículos e inició el ritmo de toda su vida. Mientras observaba las ecografías y soñaba imaginándome cómo sería tu nariz, él esculpía tu rostro (Gn 1:26-27). Él provocó tu sinapsis y te inundó con aliento de vida (Gn 2:7). Luego, él te entregó (rojito, maravilloso y gritón) en mis brazos y me ordenó, «enséñale diligentemente» (Dt 6:7).
Él conoce cada capricho que tienes; también, cada una de las huellas digitales en tus manos. Él reina sobre cada nube que hay sobre ti, sobre cada ola en la que te aventuras (Mt 10:30; Sal 139:1-12). Cuando tropieces en este mundo, ve cómo su obra te envuelve. Las manos que hicieron los hoyuelos en tus mejillas y dieron forma a tu mentón parecido al mío, también apiló al Monte Everest hacia el cielo. El borda el cielo con estrellas y detiene al mar en su arremetida contra la tierra (Job 38:8-11, 31-33). Toda la creación susurra su gloria (Ro 1:19-20). Maravíllate ante su obra. Estúdiala. Busca diariamente la sabiduría y la verdad. Busca conocerlo (Pr 1:2-7; 9:10).
Graba la palabra del Señor en tu corazón (Dt 6:6-9). Deja que ella te guíe como un faro en la oscuridad. Aun cuando su bondad te envuelve, el sufrimiento vendrá. El pecado tapará la luz (Ro 6:23). La muerte, la enfermedad, las ruinas de la tempestad y los marcos macabros de la hambruna te harán sufrir. La soledad te vaciará. Te apartarás del bien hasta que tu espíritu se quebrante y descubras solo frustración (Ro 7:21). Andarás a tientas en las sombras y en tu desolación clamarás, «¿Hasta cuándo, Señor…?» (Sal 35:17).
Incluso yo voy a fallarte. Voy a responderte con amargura cuando anheles cariño (Pr 15:4). Mi magia se desvanecerá y mis besos ya no sanarán. Cuando supliques rescate, querré salvarte con ansias, pero mi propio quebranto solo gritará pidiendo vida. La injusticia nos paraliza a todos (Ro 3:23; Sal 53:3).
Mi vida, refúgiate en él (Sal 18:2). Tus propias manos flaquearán y el mar erosionará las rocas sobre las cuales estás, pero la palabra del Señor perdura para siempre (1P 1:25); Lc 21:33). Las ciudades decaerán, los continentes se desmenuzarán y las memorias se desvanecerán; sin embargo, el amor de Dios permanece inquebrantable (Sal 136:1). Él expulsa las tinieblas e inunda a la tierra de aurora (1Jn 1:5). En él encontrarás descanso. En él, reside la vida, la renovación y la paz (Jn 6:35; Mt 11:28). Él hace todas las cosas nuevas y limpia cada lágrima de los ojos (Ap 21:4-5).
Cuando pierdas las esperanzas, recuerda que el Señor se acerca en la debilidad (Sal 24:18). Cuando el mundo te aplaste, él te sostiene en su abrazo (Mt 5:3). Él ha vencido al mundo y no existe poder que pueda arrancarte de sus brazos (Jn 16:33). Él perdona tus pecados por medio de Cristo Jesús y, por lo tanto, ningún enemigo, catástrofe, desamor o maldad puede separarte de su amor (1Jn 2:12; Ro 8:38-39; Sal 139:1-6).
Mi devoción por ti brota desde inmensas profundidades; no obstante, en comparación al amor que Dios tiene por ti, el mío falla. Él te formó, él te conoce y él te atesora con tanta ferocidad que él dio a su único Hijo para que puedas tener vida eterna en él (Jn 3:16). Su amor es totalmente incondicional, paciente, amoroso y no es jactancioso (1Co 13:4.10). Te alcanza cuando dibujas en la pared y cuando construyes tu primer castillo. Te protege cuando vislumbras por primera vez la angustia de la muerte y cuando estás bajo el efecto embriagador de tu primer amor. Su amor te sigue a donde quiera que vayas. Ya sea que grites su nombre en adoración o clames a él en desesperación, su amor por ti permanece (Sal 22:1-5; 150).
Como él te ama, tú ama a todo aquel que cruce su vida con la tuya (Jn 13:34-35; 1Jn 4:7-21). Toda persona en la tierra, que anda por la orilla de la playa o cruza la sabana, que baja por un callejón o camina sobre un glaciar, lleva la marca de Dios en él. El Señor crea a todos a su imagen. Hónralos como te honrarías a ti mismo, no solo con palabras y sentimientos, sino que con servicio y acción (1Jn 3:16-18). Adora al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Mr 12:30-31). A través de cada susto, alegría y maravilla en la vida, recuerda cómo él te valora. Recuerda cómo te amó antes de tus primeros saltos en el vientre, antes de tu primer respiro, incluso antes de que el tiempo comenzara.
Kathryn Butler © 2017 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda

