Querida iglesia: necesitamos hablar sobre la injusticia racial.
Quizás viste las noticias sobre las grandes protestas y marchas en los Estados Unidos, provocadas por los horrorosos asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery. Tal vez viste publicaciones en las redes sociales que declaraban que las vidas de las personas negras importan y que clamaban por justicia. Ahora, podría ser fácil ver estas situaciones desde lejos y pensar que el problema es solo de los Estados Unidos. Sin embargo, ¿qué pasa con nosotros acá en Latinoamérica?
¿Qué podemos aprender del Movimiento Black Lives Matter de los Estados Unidos?
La verdad es que el racismo está vivo y creciendo. No obstante, se ve diferente en cada lugar. De hecho por lo menos aquí en Chile, desde donde te escribo, podría sostener que el racismo es socialmente más aceptado que en Estados Unidos. Por ejemplo, podemos verlo cuando una persona comenta lo afortunado que es un bebé al parecerse más al progenitor que tiene el color de piel más claro o en las microagresiones dirigidas a las personas de piel morena. ¿Qué pasa con aquellos que tienen rasgos que apuntan a su herencia étnica, indígena, por ejemplo? Definitivamente, eso no es algo deseado como sí lo es tener un cabello largo y rubio y los apellidos alemanes comunes entre las poblaciones de la clase alta. Y es tan fácil rechazar a alguien si se ve o tiene un acento relacionado a alguna clase social popular. Ahora podemos encontrar inmigrantes de países como Perú, Bolivia, Venezuela, Colombia o Haití en ciudades a lo largo de todo Chile, provocando comentarios racistas de parte de chilenos de todo estrato social. Me llama profundamente la atención que estos comentarios antiinmigrantes nunca estén dirigidos a personas como yo, de piel blanca y acento inglés. No, en general el resentimiento racista contra inmigrantes está reservado para los que tienen piel más oscura o rasgos de su herencia indígena.
Por tanto, ¿cuál debe ser nuestra respuesta como cristianos al racismo?
Primeramente, necesito clarificar que aunque en la superficie, no soy lo que la mayoría clasificaría como «racista», la verdad es que sí soy parte del problema. Mi indiferencia hacia la discriminación a las personas que tienen otro color de piel muestra dónde se encuentran mis valores. El hecho de que mi primera reacción al ser confrontada con la injusticia sistémica fuera protegerme a mí misma y al sistema que me beneficia, muestra que, en lo profundo, yo también soy culpable. Por alguna razón, creo que soy mejor y más importante que las personas que tienen otro color de piel que sufren en un sistema que funciona contra ellos. Por alguna razón, ellos, y su sufrimiento, no importan como yo.
No obstante, la actitud de Dios respecto a la discriminación y la opresión es muy diferente. Y su Iglesia debe escuchar y actuar.
En primer lugar, necesitas clarificar tu teología. Dios es muy claro sobre cómo Él se siente respecto a las vidas de las personas morenas y negras. Dios creó a la humanidad a su imagen; a cada una de las personas. Piensa en el Salmo 139, donde Dios dice que Él nos forma en el vientre de nuestras madres. Piensa en todas las mujeres morenas y negras que están embarazadas e imagina el amor y el tierno cuidado que Dios les da al formar ese pequeño bebé incluso antes de que nazcan. Él cuida de ellos y sabe cuántos cabellos tienen en sus cabezas.
El problema es que el hermoso bebé crece para llegar a ser un adulto. Un pequeño niño moreno crece para convertirse en un hombre moreno adulto. Y Dios lo mira con todo el tierno amor y el cuidado con el que lo hizo cuando lo formaba en el vientre de su madre. Cuando ves a una mujer morena vestida de asesora del hogar, caminando por el mercado, ¿te das cuenta que estás viendo a una persona que fue hecha a la imagen de Dios? Cuando ves a un hombre negro, probablemente inmigrante de Haití, caminando por la orilla de la calle vendiendo comida, ¿te das cuenta del peso del amor de Dios por ese hombre?
No hay espacio para la supremacía blanca con Dios. No hay espacio para que un grupo de personas se levante para oprimir o degradar a otro grupo de personas. Dios dice muy claramente que todos somos creados a su imagen, estamos todos rotos y en necesidad de redención; que cualquiera que acude a Cristo para salvación, la recibirá. No existe supremacía en los diferentes colores de piel, orígenes étnicos ni nacionalidades.
En segundo lugar, no es opción ser pasivo respecto a la injusticia en el mundo. Jesús dijo que bienaventurados eran quienes hacen la paz. Bienaventurados son los que buscan la paz en un mundo desgarrado por el conflicto. Bienaventurados quienes no se cruzan de brazos cuando ven algo incorrecto, sino que se ponen a trabajar para luchar por aquello que es correcto y restaurar así la paz para otros.
Aunque nuestra tendencia natural es solo protegernos a nosotros mismos y quedarnos cómodos donde estamos, tenemos un Dios que no es así, pues entró a nuestra zona de guerra y a nuestro conflicto, porque la verdadera justicia y amor fluyen de Él. Su corazón está roto debido a la injusticia y su ira es provocada cuando Él ve opresión. Como su Iglesia, debemos ser los primeros en actuar contra la injusticia. Debemos ser los más enérgicos en defender la dignidad y los derechos de las personas oprimidas. Y sin embargo, demasiado a menudo nos quedamos callados, o aun peor, propagamos el problema y justificamos nuestras acciones con el superficial evangelio de la prosperidad.
En tercer lugar, no puedes ser indiferente a los sufrimientos de otros. Dios nos llama a llorar con quienes lloran. A medida que vemos hermanos y hermanas de la comunidad negra en Estados Unidos llorar muerte tras muerte y angustiarse en miedo de lo que podría pasarles a sus hijos e hijas, ¿cómo te sientes tú? Es difícil realmente sentir el dolor que ellos sienten, realmente llorar con ellos. Porque si lo hiciéramos, habríamos confesado que existen algunos problemas más grandes en cómo funciona nuestra sociedad.
En Filipenses 2, Pablo nos exhorta a ser como Cristo, quien renunció a su privilegio para así venir a la tierra y sufrir el castigo que nosotros merecíamos. Cristo no fue indiferente a nuestros sufrimientos; Él sangró por nosotros. Tenemos un Dios que siente profundamente cuando su pueblo está sufriendo y Él actúa para redimirlos. Huimos de este mandamiento porque es difícil, pero Dios nos llama a llorar con nuestros hermanos y hermanas; a acompañarnos en tiempos de dolor y tristeza.
Por lo tanto, si Black Lives Matter nació a partir de las generaciones de sufrimiento, si vemos nombre tras nombre de hombres y mujeres negros que han sido asesinados, arrancados de sus familias y de sus comunidades, ¿por qué somos tan indiferentes? Porque nos costará algo. Nos costará nuestra comodidad, nuestro tiempo y energía y muy probablemente nuestro privilegio.
Sin embargo, ¿no es eso exactamente a lo que nos llama Cristo? Así como Cristo vio mi sufrimiento y vino a encargarse de él para que yo pudiera vivir, ¿por qué, entonces, estamos tan preocupados de proteger nuestra comodidad, nuestro tiempo, nuestra energía y nuestro dinero? Cristianos, no tenemos nada que perder, porque lo tenemos todo en Cristo. Lo único que realmente podríamos perder es la oportunidad de compartir el amor y la noticia salvadora de Jesucristo con alguien que lo necesita. Eso es lo que perderemos si no actuamos.
Finalmente, tenemos que reconocer nuestro propio pecado. Es demasiado fácil ver el pecado en otros e ignorar nuestro propio pecado. Jesús dijo que no miráramos la paja en el ojo ajeno, sino que lidiáramos con la viga de nuestro propio ojo. La mayoría de nosotros no piensa que es racista, pero como Jesús muestra en el Sermón del Monte, nuestro pecado a menudo es mucho más profundo en nuestros corazones de lo que nuestras acciones manifiestas podrían demostrar. Por tanto, pregúntate: ¿dónde se encuentran tus prejuicios?
Aquí, en Chile, no estamos libres de prejuicio. Es más, a menudo, ni siquiera intentamos esconderlo.
No es raro escuchar comentarios casuales contra alguna persona por su nacionalidad, etnia o situación social. Existen tantos grupos de personas a los que podemos discriminar y nuestros corazones muy rápidamente nos engañan haciéndonos pensar que está bien que los juzguemos y que dejemos que sufran las consecuencias de una sociedad que no los ve como portadores de la imagen de Dios, sino, más bien, como creadores de problemas. Racistas, clasistas, sexistas… nuestros corazones pecadores no conocen límites para encontrar maneras de pecar contra otros.
¿Quiénes son ellos para ti? ¿Quiénes son las personas que te cuesta ver como los portadores de la imagen de Dios?
Haz algo. El Salmo 139 nos muestra cómo orar para que Dios escudriñe nuestros corazones y nos muestre dónde hemos pecado. Cuando nos hayamos arrepentido, oremos para que Dios nos muestre cómo vivir de una manera que refleje quién es Él. Tenemos que aprender a no ser pasivos ni indiferentes, sino a ser pacificadores que buscan el bien en la ciudad, que buscan justicia y que están con aquellos que son oprimidos, declarando que ellos tienen dignidad como portadores de la imagen de Dios. Cuando veamos florecer la discriminación, la opresión y los prejuicios en nuestras ciudades, no nos apartemos en silencio, sino que trabajemos para llevar la verdad y la paz de Dios a nuestras ciudades. Ese es nuestro rol como iglesia.
Por lo tanto, pidámosle a Dios que nos muestre dónde está el pecado de nuestros corazones.
Arrepintámonos. Y luego movámonos a la acción.