En la tradición eclesial a la que pertenezco, fue común por mucho tiempo, sobre todo en el continente europeo (en Escocia e Irlanda del Norte), el uso de cuello clerical en los pastores. Sin embargo, no era cualquier cuello, sino específicamente el cuello blanco entero, como una especie de collar, como el que se usa para los perros o como el que se usaba antiguamente para los esclavos. El símbolo era claro y potente: el pastor o ministro es un esclavo, no un profesional liberal ni un emprendedor free-lance.
Algunas definiciones fundamentales
Lo anterior se basa en el principio bíblico de que el pastor no ejerce su oficio por sí mismo ni para sí mismo, sino bajo un amo: el Señor Jesucristo. No obstante, la eclesiología (teología de la iglesia) reformada no se queda ahí: el amo de los pastores, Jesucristo (1P 5:4), ha designado al pastor en, con y mediante la iglesia, la cual es su cuerpo y su plenitud (Ef 1:22-23). En otras palabras, Cristo ejecuta sus propósitos en el mundo y en la historia mediante la iglesia, uno de los cuales es dar dones, designar, separar, preparar y formar a quienes serán los pastores de ella. La implicación, por lo tanto, es clara e inevitable: el pastor, porque es esclavo de Cristo, es también esclavo de la iglesia. Los dones del pastor, de hecho, así como los de cualquier creyente, no son suyos: son de la iglesia y para la iglesia (Ef 4:11-13).
El gran teólogo holandés Abraham Kuyper enseñaba que existe un aspecto en el cual la iglesia es única en su propia esfera: como organismo-institución que mantiene el culto al Dios verdadero, experimenta la comunión de los santos, administra los sacramentos, ejerce disciplina sobre sus miembros y proclama la Palabra de Dios. Esta iglesia, la que es simultáneamente organismo e institución, es la que Cristo fundó mediante los apóstoles y a la cual dio la autoridad de atar y desatar (Mt 18:15-20); es decir, la autoridad espiritual para, entre otras cosas, bautizar, disciplinar, reconocer dones y designar oficios como diáconos, presbíteros y pastores. Sin embargo, Kuyper también reconocía que este aspecto institucional-orgánico de la iglesia coexiste junto a otro aspecto: el de la iglesia como «pueblo de Dios en el mundo», quien mediante las vocaciones distintivas de cada miembro, lleva adelante los propósitos de Dios de extender su Reino y hacer patente su gloria en todas las otras esferas de la sociedad y de la cultura: la sociedad civil, el comercio, el arte, el Estado, la familia, etc. A riesgo de simplificar demasiado, podemos decir que la iglesia como organismo/institución se manifiesta visiblemente el domingo, reunida, congregada en su lugar de culto, mientras que la iglesia como pueblo de Dios en el mundo es vista de lunes a sábado esparcida por el mundo, dispersada en la ciudad, en los diversos esfuerzos de cada creyente por gozar y mostrar la gloria de Dios en todas las esferas de la vida humana.
Así, por lo tanto, los ministerios paraeclesiásticos, como su nombre ya lo indica, son una forma mediante la cual los miembros específicos de la iglesia, como pueblo de Dios en el mundo, se organizan intencionalmente para llevar a cabo la misión de Dios en algún área o aspecto que creen fundamental. El prefijo para indica que estos ministerios son, de hecho, paralelos a la vida de la iglesia como organismo/institución y que no son en sí mismos la iglesia, sino una extensión de ella. Y aunque podrían, ocasionalmente, cumplir alguna de las funciones propias de la iglesia, como celebrar un culto, sus objetivos no giran en torno a ellos, sino en torno a otros aspectos de la misión de Dios, como construir y mantener orfanatos y/o escuelas cristianas, mejorar las condiciones de la niñez vulnerable, facilitar la logística para el envío y manutención de misioneros en el campo transcultural, proveer entrenamiento y facilitar las redes de contacto para misioneros y plantadores de iglesias, dar apoyo a comunidades cristianas en contexto de persecución, etc. Siendo así, estas organizaciones son una innegable bendición para el cuerpo de Cristo. Es cierto que desde hace siglos han existido organizaciones como agencias de misiones, de ayuda social o fundaciones educacionales que pertenecen directamente a iglesias específicas (sea la presbiteriana, la metodista, la anglicana, etc.) y que deben rendir cuentas de sus labores a la estructura eclesial correspondiente, sea un obispo, un consejo, un sínodo, etc. Sin embargo, en estricto rigor, estas no serían consideradas organizaciones paraeclesiásticas, sino organizaciones directamente eclesiásticas.
Aquí, por lo tanto, me enfocaré en el trabajo pastoral en y con ministerios que, de hecho, son paraeclesiásticos, esto es, que tienen una estructura de administración y funcionamiento autónomo y que no pertenecen a una iglesia ni estructura eclesial específica.
Dos principios muy generales
Una vez que se ha entendido claramente tanto la naturaleza del llamado y oficio pastoral, así como la naturaleza de las organizaciones paraeclesiásticas, no debería ser tan complejo entender cómo los pastores podemos y debemos involucrarnos activamente en y con estas organizaciones. Delinearé aquí sólo dos principios muy generales, mencionando aleatoriamente algunas de sus posibles implicaciones prácticas, a fin de que puedan servir como un marco general, ya que no es posible abordar todos los casos y situaciones.
Primer principio: el pastor tiene el deber solemne de ser leal y sumiso a su iglesia por sobre cualquier organización paraeclesiástica
El superior último y la autoridad visible final sobre un pastor, a quien él rinde cuentas por su vida, trabajo y ministerio, es y siempre será la iglesia a la cual él pertenece como organismo/institución. La razón de esto es simple: esta es la que lo ha llamado, separado, formado y ordenado para el oficio pastoral, sea cual fuere la estructura eclesial. En una iglesia anglicana será su obispo, en una iglesia presbiteriana será su presbiterio, en otras iglesias podrá ser la inspección eclesiástica, la comisión ministerial de su denominación o la junta o consejo de oficiales, etc.
Algunas implicaciones prácticas de este primer principio podrían ser:
- Cualquier trabajo que un pastor realice en una organización paraeclesiástica o alianza que quiera formalizar con ella, implique o no remuneración, debe haber sido primero aprobado y autorizado por la instancia correspondiente de su iglesia, a la cual rinde cuentas efectiva. Incluso en los casos en que un pastor es invitado a trabajar a tiempo completo en un ministerio paraeclesiástico, él sigue siendo pastor de una iglesia específica, no de dicho ministerio, y a ella él debe su lealtad última. Una vez aprobado y autorizado para trabajar en dicha organización paraeclesiástica, un pastor debe rendir cuentas de sus labores allí a la correspondiente autoridad eclesial, mediante informes periódicos y transparentes, mostrando cuántas horas dedica a la semana a dicha labor y cómo la realiza.
- En el caso de recibir desde una organización paraeclesiástica algún recurso financiero, alguna remuneración y/o estipendio regular por sus labores en la organización paraeclesiástica, el ministro debe informar abiertamente eso a su autoridad eclesiástica, ya que el corazón es especialmente engañoso cuando se trata de recursos económicos, y los pastores ciertamente no estamos exentos de fuertes tentaciones en esta área (1P 5:2; Tit 1:7). Incluso en el caso de ofrendas esporádicas a causa de sus labores en dicha organización, si su autoridad eclesial le exige informarlas, el pastor debe hacerlo abierta y gozosamente, ya que esta es una forma mediante la cual el Señor está cuidando y protegiendo su corazón.
- Junto con lo anterior, el pastor sólo debe trabajar en una organización paraeclesiástica mientras su autoridad eclesial lo permita. Si por cualquier razón su autoridad eclesial le ordena que cesen sus labores en dicha organización o su alianza y/o colaboración con ellos, él ciertamente debe obedecer. Si lo que la autoridad eclesial le está ordenando a un pastor no es algo abiertamente pecaminoso, según la Escritura, su deber es sujetarse. Aun si él tiene sospechas (o incluso indicios claros) de que la motivación de su obispo, presbiterio o autoridad eclesial no es la más santa (celos, envidias, etc.), pero lo que se le está ordenando en sí no es algo contrario a los mandatos explícitos de la Palabra de Dios, entonces ciertamente él debe orar por su superior eclesiástico y entregar en las manos del Señor la situación injusta que está viviendo (recomiendo orar, por experiencia personal, el Salmo 37), pero al final siempre: obedecer. Alguien que no tiene el carácter varonil para cumplir los votos que hizo al ser ordenado por la iglesia, que no tiene el dominio propio para obedecer a su autoridad eclesial y que no sabe distinguir la voluntad clara de Dios en su Palabra (ver Salmo 15:4) de los sentimientos e inclinaciones de su propio corazón, ciertamente no cumple con los requisitos necesarios para ser pastor. Personalmente, y mirando mi propia experiencia, he llegado a la convicción de que las fuertes inclinaciones idólatras que muchos pastores tenemos con relación al uso (y abuso) del poder son muy eficientemente tratadas y sanadas por el Espíritu Santo justamente cuando nos disponemos a sujetarnos a mandatos eclesiales que, sin ser abiertamente pecaminosos en sí mismos, sí nos parecen poco adecuados o incluso injustos.
Segundo principio: el pastor debe trabajar en o con la organización paraeclesiástica haciendo sus mejores esfuerzos para que esta sirva, facilite y fortalezca a las iglesias y nunca las debilite
Es conocida la queja de las iglesias históricas contra los ministerios paraeclesiásticos, ya sea porque consumen tiempo, energía y recursos de algunos de sus mejores miembros o porque terminan siendo un catalizador para la salida de miembros de su iglesia, especialmente jóvenes. Un pastor, siervo de la iglesia, que trabaja en un ministerio paraeclesiástico debe considerar seriamente cómo él puede trabajar en y con dicho ministerio para ser una influencia positiva y efectiva a fin de que este fortalezca a las iglesias y jamás las debilite. En otras palabras: un pastor debe esforzarse para que un ministerio paraeclesiástico sea también lo más proeclesiástico que se pueda.
Algunas implicaciones prácticas de este segundo principio podrían ser:
- Exigir que los que trabajan a tiempo completo para una organización paraeclesiástica, comenzando por los mismos directivos, sean miembros en plena comunión, activos y comprometidos con una estructura eclesiástica, con testimonio de fidelidad y lealtad a las autoridades de su iglesia. Esto me parece que es un principio fundamental. Ciertamente, dependiendo del tipo de trabajo que realice la organización, los que son del staff de ella van a ausentarse de actividades de su iglesia local por viajes y otros compromisos, pero esto no debería ser impedimento para que, según sus posibilidades, se congreguen con su comunidad, reciban consejo regular de sus pastores, participen en los grupos pequeños y en otras instancias de comunión y rendición espiritual de cuentas.
- En el caso de las organizaciones que canalizan recursos financieros para el trabajo eclesiástico, ya sea para la formación de líderes, la plantación de iglesias o el envío de misioneros transculturales, los pastores que trabajan con ellos deben asegurarse de que dichos ministerios funcionen bajo el principio de sólo entregar recursos a creyentes y/o proyectos que muestren compromiso con su estructura eclesial. Cualquiera que recibe recursos financieros de un ministerio paraeclesiástico debe antes haber acreditado su compromiso con su iglesia mediante una carta pastoral o de la autoridad eclesial que corresponda (obispo, presbiterio, inspector eclesiástico, etc.). Hay muchas razones para esto, pero una de ellas es porque, ante cualquier pecado cometido con los recursos que son para la misión (hurto o malversación de fondos), existirá una iglesia que, con la autoridad espiritual correspondiente «para atar y desatar», ejercerá la disciplina que Cristo instituyó (Mt 18:18-20), la cual los ministerios paraeclesiásticos no tienen autoridad para ejercer.
- Es común que las organizaciones paraeclesiásticas estén revisando sus mecanismos internos de administración así como su visión, misión y sus estrategias de trabajo cada cierto tiempo. Cuando un pastor trabaja en una organización paraeclesiástica, ya sea a tiempo completo o a medio tiempo, esos momentos de revisión interna deben ser vistos como oportunidades para que la organización piense y diseñe estrategias y mecanismos que la hagan ser una facilitadora y fortalecedora de la vida eclesial y no al contrario, y con mucha mayor razón si este pastor está plenamente convencido de que el trabajo que dicha organización realiza es valioso y necesario. Un pastor que trabaja en un ministerio paraeclesiástico tiene el deber de incentivar que la relación de este último con las iglesias sea fluida y de confianza. Me ha tocado, tristemente, presenciar en ocasiones una cierta actitud victimista de falso heroísmo de parte de personas claves en organizaciones paraeclesiásticas, cuyos líderes y staff están quejándose constantemente por la falta de apertura y buena disposición de las iglesias y de sus autoridades para la evangelización mundial, el trabajo con universitarios, la plantación de nuevas iglesias, el compromiso con la niñez vulnerable o __________ (ponga aquí aquello a lo que se dedica la organización paraeclesiástica de su preferencia). Esta actitud no contribuye en nada; revela corazones que no están sanos ni buscando su descanso en el Evangelio, ayuda a diseminar el descontento con las iglesias, sobre todo entre los más débiles en la fe y alimenta el monstruo del orgullo espiritual en esas organizaciones y los que participan en ellas. Un pastor que forma parte de una organización así, debe trabajar sabia y arduamente para limpiarla de esos resentimientos malignos y, por otro lado, trabajar con la iglesia, con sus pares y sus autoridades, para despejar los prejuicios que en la iglesia pueda haber con relación a los ministerios paraeclesiásticos, comenzando con ser él mismo una demostración viva de lealtad a toda prueba, aun cuando esté trabajando a tiempo completo para una organización paraeclesiástica.
Conclusión
No me cabe duda que lo que acabo de exponer es contracultural. Es posible que más de algún colega se sienta ofendido por mis afirmaciones. En estos tiempos donde la filosofía antropocéntrica y anticristiana del liberalismo nos ha adoctrinado en la falacia de que somos individuos autónomos, libres para emprender todo lo que queramos a fin de llevar el estilo de vida que mejor decidamos, las estructuras eclesiales como diócesis, sínodos, presbiterios, inspecciones eclesiásticas, etc. son vistas, en el mejor de los casos, sólo como sponsors o patrocinadores del ministerio personal (y personalista) de alguien. Hay pastores que sólo usan el nombre «presbiteriano», «anglicano» o «metodista» como una marca que lo patrocina y sin el interés de rendir cuentas efectivas. En el peor de los casos, las estructuras eclesiales que exigen cuentas efectivas a un pastor son vistas como opresivas y autoritarias, y algunos pastores, creyéndose una especie de «Robespierre eclesiásticos», se imaginan a sí mismos como revolucionarios que se oponen a las estructuras opresivas de una iglesia lenta e ineficiente que no es capaz de acompañarles en su glorioso ritmo. Esto ciertamente debe parar.
Tristes y patéticas caricaturas pastorales contemporáneas como la del atleta sponsoreado, la del revolucionario iluminado o la del osado emprendedor y CEO de una start-up, no guardan absolutamente ninguna relación con las imágenes bíblicas del pastor y ministro del Evangelio. Sólo causan daño a la causa del Reino de Dios y a la comunión del cuerpo de Cristo. Es tiempo de que nosotros los pastores nos arrepintamos de querer ser protagonistas en una historia y en un Reino que sólo tienen un protagonista: Jesucristo. Es tiempo de que entendamos que, en un cierto sentido, no somos más que los asalariados del Dueño de las ovejas, a quién rendiremos cuentas. Aún más: es tiempo de gozarnos en ser simples «funcionarios eclesiásticos» (como claramente indica el uso de la palabra griega leiturgos en Fil 2:25 y Ro 15:16), a quienes no se nos exige que seamos rompedores de esquemas, emprendedores, innovadores ni aventureros, sino solamente una sola cosa: que seamos fieles (1Co 4:2), ya que esta es la gloria de nosotros los pastores: sabernos esclavos de Cristo y, por lo tanto, esclavos de su iglesia.