Durante este último año y medio de pandemia, las iglesias se han visto en la obligación de definir qué cosas realizar presencialmente por mera costumbre y qué hacer presencialmente por convicciones basadas en principios bíblicos y teológicos. La celebración de los sacramentos, sobre todo la Cena del Señor, ha sido uno de los puntos principales de definición en varias comunidades de fe o, al menos, debería serlo. No creo que sea sano para una iglesia decidir realizar la Santa Cena en línea ni tampoco negarse a hacerlo sin primero reflexionar teológicamente al respecto.
Es así como algunas iglesias y pastores han preferido una postura más clásica, que consiste en negarse a celebrar este sacramento mientras no se pueda hacer presencialmente. En primer lugar, porque entienden que la iglesia debe estar reunida, como comunidad del Nuevo Pacto, para poder celebrarlo; de otro modo, no tendría sentido la instrucción bíblica de esperarse unos a otros para tomar juntos la Cena (1Co 11:33). Y, también, por el claro contraste que Pablo hace entre comer una comida común y corriente, cada familia en su casa, versus compartir la mesa sacramental en la iglesia (1Co 11:34). Como iglesias herederas de la Reforma, entienden que la Cena debe ser presidida por un ministro ordenado y que celebrarla cada uno en su casa sería similar a la práctica católico romana antibíblica de la misa privada.
Por otro lado, en muchas comunidades con definiciones que, podríamos decir, son más innovadoras, sí decidieron realizar la Santa Cena en línea. Estas iglesias y pastores fundamentan su postura respondiendo a la visión más clásica, al menos de la siguiente manera: (1) la situación actual es excepcional y en la excepcionalidad es válido adaptar la forma de llevar a cabo ciertas prácticas de manera provisoria. Ellos no defienden que la celebración de la Santa Cena en línea deba mantenerse como regla, sino solo mientras dure la situación actual de la pandemia, ya que el mal de verse privados de este sacramento sería mayor que el no celebrarlo de la manera más adecuada. (2) Ellos además afirman que si el encuentro en línea es sincrónico y dirigido por el pastor, entonces, ya no sería similar a una misa privada y la presidencia del ministro ordenado permanecería.
Ambas posturas parecen razonables, aunque debo admitir que no me parecen igualmente razonables. Personalmente, la postura más clásica me resulta más coherente y, además, más acorde con la realidad de que la iglesia local es llamada a vivir su comunión en la realidad de los cuerpos, tiempos y espacios que Dios nos dio: «Miren cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos habiten juntos en armonía» (Sal 133:1).
Sin embargo, creo que todo cristiano estará de acuerdo con que estamos viviendo tiempos de abstinencia, aunque sea parcial, de algunas disciplinas espirituales que son necesarias para nuestra vida como cristianos. Podemos orar, podemos escuchar un sermón, pero no podemos reunirnos, abrazarnos ni participar juntos de una sola mesa para partir el mismo pan. Para los que adoptamos una postura más clásica, esto ha implicado una abstención total de la Cena al no sentarnos a la Mesa del Señor por más de un año y medio. Pero para quienes han decidido celebrar la Cena en línea, ha significado igualmente una abstención parcial, ya que muchos han debido hacerlo con menos frecuencia de lo habitual y solo mediante una pantalla, sin recibir el pan y la copa de manos de su pastor y sin abrazar a sus hermanos y hermanas.
¡Estos tiempos de abstención son circunstancias difíciles para las iglesias occidentales acostumbradas a la llenura! Tiempos que nos obligan a reflexionar, a extrañar y a sentirnos en comunión con comunidades de otras latitudes y de otros tiempos. Hay iglesias para las cuales, desde antes de esta pandemia, ya era costumbre tener que esperar largo tiempo sin celebrar los sacramentos debido a la falta de pastores, a la persecución o a razones geográficas. Siglos antes de eso y por razones parecidas, muchas comunidades perseguidas en los tiempos de la Reforma del siglo XVI tuvieron que abstenerse de la Cena del Señor por largo tiempo y solo pudieron celebrarla escondidos en cuevas, graneros y sótanos. No obstante, si vamos todavía más atrás, mucho más atrás, y pensamos en los tiempos en los cuales la misión de Dios se llevaba a cabo mediante la manutención de una casta sacerdotal de levitas, de sacrificios, de holocaustos y de templo, veremos que para la iglesia del Antiguo Testamento fue un dolor de alrededor de 70 años no poder adorar en el templo del Señor. Y de ellos, justamente, aprendemos que estos son tiempos para lamentar y extrañar, como en el Salmo 137: para sentarnos a llorar junto a los ríos de Babilonia.
Dios nos ha traído este tiempo de abstención y «cautiverio», entre otras cosas, para que apreciemos el valor inigualable del culto comunitario en el que estamos presentes en cuerpo y espíritu junto a nuestros hermanos, compartiendo la misma mesa. Pero de ellos también aprendemos que estos son tiempos de esperanza, como en el Salmo 126, para anhelar el día en que volveremos a reunirnos mientras nuestra boca se llena de risa y nuestra lengua rebosa de alabanzas.
Estos tiempos de abstención de la Cena del Señor son tiempos para recordar que aún la restauración definitiva de todas las cosas no ha llegado, que aún las enfermedades y plagas no han sido derrotadas definitivamente, que aún el Rey de Reyes no ha manifestado de forma total su gobierno justo y perfecto, pero que vale la pena esperar y perseverar porque pronto llegará ese día en el que beberemos el vino nuevo de la nueva creación, junto a Cristo (Mr 14:25), abrazados a Él en aquel gran banquete final.