Una calamidad que lentamente avanzaba arrasó con el mundo antiguo, hace más de 2500 años, aproximándose pausadamente, a un paso inquietante, a una nación tras otra.
A diferencia de Pearl Harbor, de un ataque terrorista o de un tsunami a lo largo de los países de la cuenca del Pacífico, esta plaga sorprendió a muy pocos desprevenidos. Todo rey, toda nación, todo ciudadano lo vio venir. Escuchaban las noticias; vivían atemorizados bajo la amenaza. La ciudad más grande del mundo en aquel tiempo, Nínive, no fue derrotada de la noche a la mañana, sino que dolorosamente semana a semana, incluso meses. La próxima en caer era Jerusalén. Olas de destrucción llegaron a la Ciudad Santa, primero en el año 605 a.C., luego ocho años después en el año 597 a.C., y por último, la aniquilación final once años después en el año 586 a.C.
¿Cuál era esa amenaza que paralizó a las ciudades más grandes del mundo no solo por horas y días, sino que por semanas, meses e incluso años? El creciente poder de Babilonia y el lento avance de su ejército de una capital a la otra que fue estableciendo estados de sitio que duraron meses y derrocando a las principales ciudades del mundo a medida que agotaba sus líneas de abastecimiento para así provocar la muerte de las personas causa de la hambruna.
Más aún, la calamidad que se avecinaba no debió haber sido una sorpresa para el pueblo del primer pacto de Dios. Incluso en medio del siglo VII antes de Cristo, cuando Asiria era el poder mundial reinante y Babilonia con lentitud iba en ascenso, los profetas de Dios, como Isaías, décadas antes hablaron del desastre que se acercaba. Asimismo, lo hizo un profeta mucho menos prominente llamado Habacuc —quien podría tener una palabra especialmente sorprendente para nosotros en nuestro presente dolor que avanza lentamente—.
Dios no es indiferente
A diferencia de otros profetas hebreos, en su corto libro de tres capítulos, Habacuc nunca se dirige ni le habla directamente al pueblo. Él registra su diálogo con Dios y la obra sorprendente de Dios en él, dejando aplicaciones personales para el lector. En lo que concierne a las profecías hebreas, el resumen del libro es bastante simple.
En primer lugar, Habacuc comienza con sus frustraciones aparentemente justas; quizás levemente exageradas. Él pregunta: «¿Hasta cuándo, Señor […]?», debido a la descontrolada maldad que ve a su alrededor, entre el pueblo mismo de Dios, en una era de decadencia espiritual (Hab 1:2-4). Dios responde con una revelación que el profeta, en lo absoluto, anticipó (1:5-11). Básicamente, la respuesta fue: sí, pequeño profeta, mi pueblo ha llegado a ser un pueblo malvado, y no estoy de brazos cruzados respecto a esto. Es más, estoy levantando a los babilonios para que los destruyan.
Habacuc tambalea y se estremece. Si había pensado que tenía problemas de justicia; ahora, cuánto más. Él responde con una segunda queja (1:12-2:1). ¿Cómo puede Dios «ser indiferente ante la traición de ellos» (Hab 1:13, NTV), los babilonios son aún más malvados que el pueblo reincidente de Dios? El profeta se torna más desafiante: «Me mantendré alerta […], estaré pendiente de lo que [Dios] me diga, de su respuesta a mi reclamo» (Hab 2:1). Él supone que la segunda respuesta de Dios no será suficiente y estará listo para responder.
Sin embargo, la segunda respuesta de Dios (2:2-20) silencia a Habacuc. El profeta nunca registra una tercera queja. Dios no dejará a Babilonia sin castigo. Su completa justicia (su desgracia cinco veces más grande) será cumplida en el tiempo perfecto. La mano de justicia sin duda caerá, destruyendo a los orgullosos y rescatando a los justos que viven por la fe (Hab 2:4).
¿Cómo vivimos por la fe?
El centro del mensaje del libro, de la voz de Dios a los corazones de su pueblo, es vivir por la fe en días sin precedentes, pase lo que pase. Dios no le promete al ansioso profeta que pronto mejorará las cosas. De hecho, le promete empeorarlas antes de que mejoren. La devastación total vendrá primero; entonces, la libertad. Primero, la ruina total; luego, el rescate final.
Al desorientado y despavorido profeta, Dios le expone lo absurdo del orgullo humano y emite un nuevo llamado a la humildad y a la fe, para recibir pacientemente la misteriosa «obra» de la justicia de Dios (Hab 1:5; 3:2). Confiar en lo divino en los momentos más duros, en los días de inminente dificultad. Aquí tenemos el llamado eterno de Dios a su pueblo en tiempos misteriosos, en el de Habacuc y en el nuestro: vive por la fe (Hab 2:4).
Sin embargo, ¿qué significa esto? «Vivir por fe» puede sonar tan vago y general. ¿Qué podría significar esto para nosotros aquí en la tierra, bajo la presente (y venidera) amenaza?
¿Esperaremos en silencio?
Después de haber sido silenciado, Habacuc habla de nuevo en el capítulo 3, pero ahora en oración, no con queja. Él ha escuchado y ha hecho caso a la voz divina y ahora celebra el poder incontenible y la justicia intransigente de Dios. La oración del profeta concluye con dos afirmaciones que dicen «pero yo». Primero, él dice que ejercitará la paciencia. El orgulloso y el incrédulo podrían sobrevivir con todo tipo de pánicos y ruidos, pero Habacuc esperará tranquilo:
Pero yo espero con paciencia
el día en que la calamidad
vendrá sobre la nación que nos invade (Hab 3:16, NVI).
Su fe en la justicia perfecta de Dios ha sido renovada. Él ajustará el reloj de su alma a la agenda de Dios, y no asume lo contrario. Dios no es indiferente, de eso podemos estar seguros. Él está observando; Él está atento; Él ve cada movimiento, cada detalle. Al final, el mundo verá que Él ha hecho lo correcto, sin tratar nunca a ninguna criatura con injusticia.
Puesto que tendemos tanto, en nuestra finitud, pecado y ansiedad, a querer imponerle a Dios nuestra agenda como solución, Él nos llama a tener una paciencia tranquila, incluso si el dolor presente se despliega con tan dolorosa lentitud.
¿Nos regocijaremos?
El segundo y final «pero yo»¹, se encuentra en el verso 18: «Aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios, mi libertador!». El profeta dice esto precisamente con los peores escenarios sobre la mesa:
Aunque la higuera no florezca,
ni haya frutos en las vides;
aunque falle la cosecha del olivo,
y los campos no produzcan alimentos;
aunque en el aprisco no haya ovejas,
ni ganado alguno en los establos;
aun así, yo me regocijaré en el Señor,
¡me alegraré en Dios, mi libertador! (Hab 3:17-18)
En otras palabras, aunque las líneas de abastecimiento fallen, los estantes estén vacíos, la economía se venga abajo y el virus llegue a nuestra propia ciudad, calles e incluso a nuestro hogar, aun —aun así— este recién humillado profeta se regocija en el Señor. ¿Lo haremos nosotros? No en nuestro abastecimiento; no en nuestra salud; no en nuestra propia seguridad; ni siquiera en la derrota del enemigo. Existe una constante e irrefutable garantía, una completa seguridad, un refugio para el verdadero gozo en el más desafiante de los viajes: Dios mismo. Él se da a sí mismo a nosotros mientras nos quita nuestros otros gozos. ¿Nos inclinaremos nuevamente a Él?
Aquellos inflados de orgullo ciertamente serán destruidos a tiempo, tarde o temprano. No obstante, quienes reciban la mano humillante de Dios y se inclinan en fe (en tranquila paciencia y gozo a través de las circunstancias) encontrarán a Dios mismo siendo su «fuerza» en días así (Hab 3:19). De igual manera será también para nosotros, vivir por la fe en tiempos como esos se expresará en paciencia y gozo. Sin embargo, de nuevo, ¿cómo se vería esto?
¿Nos levantaremos cantando?
Entre las muchas maneras en que Dios podría inspirar a su Iglesia en los días venideros, al menos una pista tenemos de Habacuc de que tal paciencia y gozo suenan como una canción. Esta es la asombrosa e inusual forma en la que termina esta corta interacción entre el profeta y Dios: con el profeta cantando alabanzas. Es por esa razón que termina con instrucciones para la adoración comunitaria: «Al director musical. Sobre instrumentos de cuerda». Estas líneas finales no son solo una oración; son una canción para que otros se unan a cantarla.
No existe nada como esto en todos los profetas. Habacuc comienza con tantas ganas de pelear y (al parecer) de desafiar como no veremos en ningún otro lugar. Y, sin embargo, Dios misericordiosamente mueve el alma de Habacuc desde la protesta a la adoración. Esto debe ser un aliento para quienes son suficientemente honestos para admitir que esta pandemia le está haciendo una zancadilla a nuestra fe hasta ahora.
Como hemos visto, Habacuc no le hizo caso a las noticias de buena gana. Sin embargo, Dios lo encontró ahí, en su orgullo, en su desafío y en su temor. El pequeño profeta neciamente tomó su postura y Dios misericordiosamente lo llevó a sus rodillas. Dios lo humilló y el profeta lo recibió, humillándose a sí mismo. Él recibió los propósitos desorientadores, inconvenientes y dolorosos de Dios en el juicio que vendría y Él dejó sus protestas, se inclinó en oración y se levantó en adoración.
¿Haremos lo mismo en la persistente confusión y desorientación en medio del lento avance de la incertidumbre en la que vivimos? ¿Nos llevarán nuestras protestas, aunque justamente concebidas, a doblar nuestras rodillas? ¿Y nuestras oraciones nos llevarán a cantar?
David Mathis © 2020 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.
¹ Nota del traductor: En este caso, «aun así» se refiere al «pero yo» que cita el autor.