Uno de los grandes redescubrimientos de la Reforma (especialmente de Martín Lutero) fue que la Palabra de Dios llega a nosotros en forma de libro: la Biblia. Lutero captó este poderoso hecho: Dios preserva la experiencia de salvación y santidad de generación en generación por medio de un libro de revelación, no de un obispo en Roma.
El riesgo vital y potencialmente mortal de la Reforma fue el rechazo al papa y a los concilios como la autoridad final de la iglesia. El adversario de Lutero, Sylvester Prierias, escribió: «él, que no acepta la doctrina de la Iglesia de Roma ni al pontífice de Roma como regla infalible de fe, de la que la Sagrada Escritura también, obtiene su fuerza y autoridad, es un hereje» (Luther [Lutero], 193). A continuación, lo que ocurrió fue que Lutero fue excluido de la Iglesia católica romana. «Lo nuevo en Lutero», dice Heiko Oberman, «es la noción de obediencia absoluta a la Escritura contra cualquier autoridad; sean los papas o los concilios» (Luther [Lutero], 204).
Este redescubrimiento de la Palabra de Dios por sobre todos los poderes terrenales formó a Lutero y a toda la Reforma. Sin embargo, el camino de Lutero a ese redescubrimiento fue uno tortuoso, comenzando con una tormenta eléctrica a los 21 años.
Un monje temeroso
El 2 de julio de 1505, camino a casa desde la escuela de derecho, Lutero se vio envuelto en una tormenta y fue arrojado al suelo por un rayo. Él clamó: «¡ayúdame, Santa Ana! Me convertiré en monje». Quince días después, para la consternación de su padre, Lutero abandonó sus estudios de derecho y cumplió su promesa.
Golpeó la puerta de la Orden de San Agustín en Erfurt y le pidió al prelado que lo aceptara en la Orden. A los 21 años, se convirtió en un monje agustino. En su primera misa dos años después, Lutero estaba tan abrumado al pensar en la majestad de Dios que casi huyó. El prelado lo persuadió para que continuara.
No obstante, este incidente de temor y temblor no quedaría aislado en la vida de Lutero. Él mismo se acordaría más adelante de esos años: «aunque viví como monje sin reproche, sentía que era un pecador ante Dios con una conciencia extremadamente angustiada. No podía creer que Él estuviera apaciguado por mi satisfacción» (Selections, 12).
Lutero no se casaría por otros veinte años (se casó con Catalina de Bora el 13 de junio de 1525), lo que significó que, como un hombre soltero, él vivió tentaciones sexuales hasta que cumplió los 42 años. Sin embargo, «en el monasterio», dijo él, «no pensé en mujeres, dinero ni posesiones; al contrario, mi corazón temblaba y se inquietaba respecto a si Dios me conferiría su gracia». Su anhelo absorbente era conocer la felicidad del favor de Dios. «Si yo podía creer que Dios no estaba enojado conmigo», él dijo, «me pararía de cabeza de alegría».
Buenas nuevas: la justicia de Dios
En 1509, el querido superior, consejero y amigo de Lutero, Johannes von Staupitz, le permitió comenzar a enseñar la Biblia. Tres años después, el 19 de octubre de 1512, a los 28 años, Lutero recibió su grado de doctor en teología, y von Staupitz le cedió la cátedra de Teología Bíblica en la Universidad de Wittenberg, la que Lutero dictó el resto de su vida.
A medida que Lutero comenzó a leer, estudiar y enseñar la Escritura desde los idiomas originales, su perturbada conciencia borboteaba bajo la superficie, en especial al enfrentarse con la frase «la justicia de Dios» en Romanos 1:16-17. Para Lutero, «la justicia de Dios» solo podría significar una cosa: el castigo justo de Dios a los pecadores. La frase no fue «evangelio» para él; fue una sentencia de muerte.
Pero entonces, en un instante, todo el odio de Lutero por la justicia de Dios se transformó en amor. Él recuerda:
Al fin, por la misericordia de Dios, al meditar en ella día y noche, le puse atención al contexto de las palabras; concretamente, «Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela […], como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá». …Y este es el significado: la justicia de Dios es revelada por el Evangelio; concretamente, la justicia pasiva con la cual [el] Dios misericordioso nos justifica por fe, como está escrito: «el justo por la fe vivirá».
Él concluye: «aquí sentí que nací de nuevo completamente y que había entrado al mismo paraíso por puertas abiertas».
Firme en el Libro
Lutero no fue el pastor de la iglesia de Wittenberg, pero sí compartió la predicación con su pastor amigo, Johannes Bugenhagen. El registro da testimonio de cuán completamente devoto era a la predicación de la Escritura. Por ejemplo, en 1522 él predicó 117 sermones, al año siguiente 137. En 1528, predicó casi 200 veces y de 1529 tenemos 121 sermones. Por lo tanto, el promedio en esos cuatro años era de un sermón cada dos días y medio.
A lo largo de los próximos 28 años, Lutero predicaría miles de sermones, publicaría cientos de panfletos y libros, soportaría muchas controversias y aconsejaría a innumerables ciudadanos alemanes, todo para esparcir las buenas nuevas de la justicia de Dios para un pueblo atrapado en un sistema basado en el mérito propio. Por medio de ese mensaje, Lutero tuvo un arma con la cual rescatar este Evangelio de ser vendido en los mercados de Wittenberg: la Escritura. Él expulsó a los cambistas (los vendedores de la indulgencia) con el látigo de la Palabra de Dios, la Biblia.
Lutero dijo con una estrepitosa contundencia en 1545, el año antes de que muriera: «permítanle al hombre que escuchará a Dios hablar, leer la Sagrada Escritura». Solo aquí, en las páginas de la Biblia, Dios habla con autoridad final. Solo aquí, descansa la autoridad decisiva. Solo desde aquí, el don de la justicia de Dios llega a los pecadores destinados al infierno.
Él vivió lo que exhortó. Él escribió en 1533: «por varios años, he leído la Biblia completa dos veces al año. Si la Biblia fuera un largo y poderoso árbol y todas sus palabras fueran pequeñas ramas, extraje la savia de todos ellas, ansioso de conocer lo que ahí había y lo que tenía que ofrecer» (What Luther Says [Lo que Lutero dice], vol. 1, 83). Oberman dice que Lutero mantuvo esa práctica por al menos diez años (Luther, 173). La Biblia llegó a significar más para Lutero que todos los padres y comentaristas.
Aquí estuvo Lutero, y aquí estamos nosotros. No en los dictámenes papales, no en las decisiones de concilios, ni en los vientos de la opinión popular, sino que en «esa palabra sobre todos los poderes terrenales»: la Palabra viva y perdurable de Dios.