Nos gustan las personas que son como nosotros. Desde que somos niños, somos agrupados en diferentes categorías y sectorizaciones. La edad podría ser la más grande. Desde la escuela primaria a la Escuela Dominical hasta en el lugar de trabajo tendemos a dirigirnos intuitivamente hacia aquellos que tienen la misma edad que nosotros.
Muchas iglesias (de seguro sin mala intención) alimentan este mensaje antintergeneracional: los niños van aquí para la Escuela Dominical, los adolescentes van allá para el grupo de jóvenes; estudios bíblicos y clases separadas para universitarios, profesionales, padres y adultos mayores. Silenciosa y sutilmente, llegamos a creer que nuestros amigos deben ser exclusivamente de la misma que generación que nosotros.
Sin embargo, aunque tener amigos de la misma edad es normal y natural, perdemos algo especial cuando no tenemos ningún amigo que tenga una edad diferente a la nuestra, particularmente en una comunidad cristiana. Los cristianos comparten un vínculo y una identidad que supera todo lo demás: trabajo, raza y definitivamente la edad. Si ya no hay más judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, tampoco debería haber anciano ni joven (Ga 3:28).
La edad no debe construir murallas. Jesús debe derribarlas. Cuando dejamos a un lado nuestras preferencias hacia las personas que son como nosotros, transmitimos la belleza de nuestra unión compartida con Cristo.
Una amistad intergeneracional no es solo hermosa, sino que necesaria. Necesitamos amistades intergeneracionales. Necesitamos el equilibrio, la perspectiva y la experiencia de personas que están en diferentes etapas de la vida que nosotros (1Ti 4:12; 5:1-2: Tit 2:3-5). Adolescentes, necesitan cristianos mayores: adultos mayores, necesitan adolescentes; mamás jóvenes, necesitan a las que están en la etapa del nido vacío; madres que están en la etapa del nido vacío, necesitan a las que están en los veintialgo: todos nos necesitamos unos a otros.
El fruto de la comunidad
Mi amiga Lisa está en sus sesenta. Ella ha vivido una vida completa, ha viajado por el mundo, ha sobrevivido a un increíble sufrimiento y pena y es una de las mujeres más cultas y capaces que conozco.
Rona es una amiga que está en la mitad de sus setenta. En su exterior es dura, incluso mal genio, endurecida por circunstancias y sufrimientos conflictivos, pero aun así con un corazón tan suave como un malvavisco.
Mi amiga Christy tiene siete años, y cada vez que nos juntamos, ella exuda una emoción y un deleite respecto a la vida que son contagiosos.
Puedo contar a su mamá Dana como otra amiga, una joven madre que tiene sus manos absolutamente llenas, y aun así sostiene una profunda pasión por su vida y ama profundamente a las personas.
Estas cuatro mujeres son mis amigas, a pesar del hecho de que ninguna comparte mi generación. Sin embargo, todas ellas son parte de mi iglesia y nuestra relación como hermanas en Cristo ha dado el fruto de la amistad. Todas estas relaciones se ven diferentes, pero todas estas mujeres me han bendecido, amado y cambiado.
Hay al menos tres cosas que he aprendido de las amistades multigeneracionales.
1. Dios es más grande que mi generación
Amo ver lo que Dios está haciendo en mi generación, pero compartir la amistad con aquellas que son mayores y menores me recuerda que Dios no está obrando (ni está siendo adorado) exclusivamente por mi generación. Él es más grande que los mileniales.
Este es un recordatorio humillante. Mientras nunca confesaría en voz alta que pienso que los jóvenes son favorecidos por Dios o en cierta forma son mejores, más genuinos y más compasivos que la gente mayor, algunos días soy tentada a creerlo. Entonces paso tiempo con una amiga que es mayor que yo y amorosamente me bajan los humos mentales. Las amistades intergeneracionales tienen una manera única de matar el prejuicio: con amabilidad. Al ser simplemente mi amiga, mis suposiciones imperfectas sobre otras generaciones han sido desafiadas, confrontadas y desvanecidas.
El reino de Dios es diverso. Esta verdad destacó la misión de Jesús en la tierra. Él vino para salvar personas de todas las edades de todas las naciones, todas las lenguas y tribus (Ap 7:9). Él vino por los jóvenes y por los mayores de igual manera. Las amistades intergeneracionales me enseñan que el reino de Dios es una familia, y tengo la responsabilidad de amar y de aprender de la familia completa.
2. Todos están siempre enseñando
Estas cuatro amigas en sus diferentes etapas de la vida me han enseñado mucho. Aprendí el gozo fuerte y persistente de Christy y las viejas lecciones de la vida de Rona. Ellas traen ideas, soluciones y actitudes únicas a nuestra relación, empujando los límites de mi marco mental y haciéndome más empática y generosa. Con su amistad, me recuerdan que todos somos maestros.
Nuestras vidas están siempre predicando: gozo, dominio propio, humildad, gratitud, paz; u orgullo, egoísmo, calumnia, distracción o enojo. No necesitas ser pastor, un maestro «oficial» ni mentor para estar declarando algo. Tu vida lo hace con fuerza (1P 2:11-17) ¿Qué está diciendo?
3. La experiencia produce sabiduría
Aunque sí aprendo de mis amigas más jóvenes, puedo decir con seguridad que aprendo más de cristianas mayores que han vivido más, han cometido más errores, han soportado más sufrimiento y han ganado más sabiduría que yo. Podemos aprender sobre la fe, el perdón, la valentía, el contentamiento y la oración (solo por nombrar un par de cosas) de personas mayores al meramente tomarnos el tiempo de escuchar y ser una amiga.
Mark Twain dijo una vez: «Cuando era un niño de catorce años, mi padre era tan ignorante que apenas podría soportar estar a su lado. Pero cuando cumplí veintiuno, me asombré de lo mucho que él había aprendido en siete años». Tener amistades con personas mayores ha inculcado en mí un respeto profundo por la edad y ha renovado mi humildad. Cuando ellas comparten sus experiencias y su sabiduría conmigo, he podido reconocer que sin duda me beneficiaré al poner atención.
Unidad y diversidad
Hace un par de semanas, fue la noche de pasteles. Las señoras de nuestra iglesia se juntaron en una casa, comieron el pastel y tomaron el helado más delicioso que existe y compartieron una comunión incluso más dulce. La diferencia de nuestras edades es de casi cincuenta años, pero había una unidad perfecta y simple. Éramos solo hermanas en Cristo reunidas alrededor de una mesa, amigas reunidas por el vínculo de Cristo.
Mientras medito en noches como esa, me doy cuenta de algo: era un destello del cielo. Ahí había diversas cristianas separadas por la edad pero gozosamente unidas en comunidad. Realmente, así es la amistad intergeneracional: un bocado del cielo. ¿Por qué no querríamos perseguir eso aquí en la tierra?