Ayer, mi mal día comenzó desde el momento en que desperté.
Era temprano y no quería salir de la cama. Sin embargo, también hacía calor y decidí que si es que quería salir a correr y, en el mejor de los casos, no desmayarme o, en el peor de los casos, no morir (quizás estaba siendo un poquito drástica), tenía que ir en ese momento. Así que me arrastré para salir de la cama y ya estaba transpirando antes de que incluso me vistiera.
Una cosa importante que debo señalar: no quería salir a correr. Normalmente, me encanta correr. Sin embargo, no era el caso de ayer. Aun así, sentía que debía salir a correr, que no es lo mismo. Me motivaba una rara, malhumorada e insegura obligación autoimpuesta.
Así que saludé a mi madre con un gruñido, até los cordones de mis zapatillas deportivas y salí… directo a una tela de araña.
Luego, comencé a caminar por la entrada de mi casa y comenzaron a dolerme los tobillos.
La segunda cosa importante que debo señalar: hace tres días usé un bello par de balerinas rojas para ir a tomar un café con una amiga. Son hermosas a la vista, pero pésimas para caminar con ellas. No obstante, terminé caminando unas cuatro cuadras ese día. No suena difícil, pero aquí estoy para decirte que sí lo fue. Tan difícil como para llegar a vendarme debido a una ampolla. Para cuando regresé al auto, quería llorar y mis tobillos estaban heridos y rotos.
Ahora, volviendo rápidamente a lo que comentaba respecto a ayer en la mañana, tres minutos después de haber salido, regresaba cojeando a casa porque, literalmente, no podía correr con esas ampollas provocadas por las balerinas. Estaba humillada, acalorada, cansada y molesta; muy molesta. Mis tobillos me dolían, y salí con esfuerzo de mi muy cómoda cama cuando aún podría haber estado durmiendo. Era un fracaso, nunca podría estar en forma, solo quería leer libros felices y comer chocolate para siempre y dormir para siempre también (no me pidas que le dé sentido a cómo me sentí; solo estoy informando los hechos).
Entré, me senté enojada, e inmediatamente prendí mi teléfono celular. Si me sigues, esta es como la quincuagésimo segunda mala decisión que había tomado hasta ese momento esa mañana. Abrí Facebook (mala decisión número cincuenta y tres). No fue que vi algo terrible o especialmente molesto. Es solo que en mi mal humor, estaba viendo todas las razones incorrectas. En lugar de edificación, miraba las redes sociales para obtener validación y distracción.
Estoy agradecida de que el Señor de pronto me empujara a cerrarlo todo y a tomar mi Biblia. En ese hermoso momento, no quería leer mi Biblia. Sin embargo, sabía que debía, que tenía que hacerlo, no por una obligación autoimpuesta, sino porque era la única cosa que mi alma necesitaba verdaderamente. Si quería escoger la alegría, aceptar el día, vivir intencionadamente, maximizar mi tiempo, hacer buenas obras o ser amable con otros, necesitaba la Palabra de Dios.
Ahí, en mi pecado, Dios me encontró. Él me perdonó en mi arrepentimiento y me alimento por medio de su Palabra. Ya a las 9:00 a. m., mi mal día (mañana, en realidad) se había terminado. Mis ojos ya no estaban sobre mí misma, sino que ahora estaban en la realeza de Dios. Leí el Salmo 97: «El Señor reina; regocíjese la tierra». Regocíjate porque Dios, no yo, es grandioso. ¡Pueblos, alégrense! En serio. En tu peor día, Dios sigue en control. Ahí en mi mal humor, la Palabra de Dios era lo que más necesitaba.
Recordatorios como este son lo que necesito en medio de días malos. Recordatorios que solo pueden venir de la Palabra de Dios. El Espíritu obra en maneras increíbles para convencer y animar, y obra por medio de su Palabra.
Por eso estoy agradecida.