Ya me cuesta seguir soportando los chismes. Apenas corrijo a uno de mis hijos, éste intenta inmediatamente exponer a su hermano o hermana por haber cometido una falta similar. Me estoy cansando. ¿Por qué mis hijos quieren usarse como chivos expiatorios unos a otros en forma tan despiadada? No se dan cuenta de la horrible imagen que proyectan al seguir esa pauta egoísta. En un instante, mi simple momento de corrección me hace caer en el rol de jueza, jurado, y reveladora de los corazones —aunque me deja mayormente cansada, molesta y a punto de darme por vencida—. Pareciera que nunca llego a ninguna parte en el área de «¿podríamos simplemente llevarnos bien?».
Obviamente, como madre, sé que todos son culpables. Como madre cristiana, tengo que llegar a los asuntos del corazón y aplicar el Evangelio a dichas situaciones.
Así que, mientras me desahogaba conmigo misma, me di cuenta de que esto puede seguir siendo un problema durante la adultez. No obstante, como sabemos que es feo, acusamos a nuestros pares de una forma más astuta. Disimulando el rancio hedor que despide, nos volvemos semejantes al acusador por excelencia: el diablo mismo. Manipulamos apelando al deseo de aquellos que quisiéramos plegar a nuestra posición. Aun como cristianos podemos darle un barniz de rectitud a una causa con el fin de promover nuestra propia gloria. Afortunadamente, Dios ya ha abordado todo enjuiciamiento destructivo en la obra de Cristo.
Apocalipsis 12 describe cómo Cristo vence al acusador por medio de su muerte y resurrección:
Entonces hubo guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón. Y el dragón y sus ángeles lucharon, pero no pudieron vencer, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue arrojado el gran dragón, la serpiente antigua que se llama el Diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él. Y oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa delante de nuestro Dios día y noche, ha sido arrojado. Ellos lo vencieron por medio de la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de ellos, y no amaron sus vidas, llegando hasta sufrir la muerte. Por lo cual regocijaos, cielos y los que moráis en ellos. ¡Ay de la tierra y del mar!, porque el diablo ha descendido a vosotros con gran furor, sabiendo que tiene poco tiempo. (7-12)
En estos versículos, me anima el hecho de que mi pecado ha sido plenamente expiado por Jesús. Se ha introducido el Reino de Dios, y el acusador no tiene de dónde agarrarse para chismear, porque, como dice el gran himno, «Mi pecado —¡oh qué dicha produce este glorioso pensamiento!—, no una parte, sino todo, ha sido clavado a la cruz y ya no lo cargo; ¡alaba al Señor, alaba al Señor, alma mía!» Aun si la serpiente antigua hubiera de volver a recibir autoridad de Dios para acusar, no tendría sentido. Nuestro rescate ha sido pagado, y no sólo eso, sino que la rectitud de Cristo se ha imputado a todos los creyentes. Él nos concede fe para ver su gracia y comienza la gran obra de transformarnos a la imagen de su Hijo. Con ese conocimiento, ¡ahora puedo vivir mi vida en alabanza y servicio a Aquel que me ha rescatado de mi pecado!
Pero aquí es donde entra el fino arte del discernimiento. A medida que maduramos en nuestro viaje cristiano, sabemos que, para que la verdad sea verdad, habrá personas a las que tendremos que señalar con el dedo. Mientras esperamos ese glorioso día de nuestra consumación, seremos ofendidos e incluso nos veremos enredados en pecado nosotros mismos. En Mateo 18:15-20 aprendemos cómo actuar cuando alguien ha pecado contra nosotros. Primero, deberíamos acercarnos al ofensor listos para ofrecerle nuestro perdón mientras lo confrontamos en amor. No debemos involucrar a otros a menos que la persona sea obstinada. Cuando pensamos en la forma en que Cristo ha cubierto nuestra vergüenza, esto debería aminorar el dolor que sentimos ante las ofensas menores que pudieran llevarse a cabo contra nosotros.
Y sin embargo, hay momentos en que se debe hablar contra otros. Pablo reprende públicamente a Pedro por no andar con rectitud en cuanto a la verdad del Evangelio (Gá 2:14). En el ministerio público es necesario, por amor al Evangelio, hablar públicamente contra la falsa enseñanza. En lugar de quedarnos sentados sin hacer nada cuando la verdad está en juego, deberíamos continuar aplicando discernimiento en nuestro enfoque. En todas estas situaciones, nuestra conducta debería ser digna del Evangelio. Ciertamente no es fácil, y en el texto bíblico de Apocalipsis, arriba, se nos dice que ahora el diablo está vociferando sus obras malas porque sabe que le queda poco tiempo… lo cual me lleva de vuelta al himno: «Aunque Satanás zarandee, aunque vengan pruebas, que el control provenga de esta bendita seguridad: que Cristo ha observado mi desesperado estado, y ha derramado su propia sangre por mi alma».