El año pasado, me pidieron hacer algo que me resulta incómodo. Por primera vez como conferenciante, me pidieron iniciar una charla dando mi testimonio. Claro, yo sé en qué consiste un testimonio. Empezamos declarando nuestras buenas intenciones, introducimos un momento dramático de nuestra vida, y terminamos con la forma en que superamos la adversidad, dando, por supuesto, toda la gloria a Dios. Indudablemente podía compartir todos estos elementos. Sin embargo, no pude evitar sentir que, en parte, me estaba dando yo misma algo de importancia al pararme delante de todas estas mujeres para compartirles mi testimonio.
Me sentí tonta mientras lo preparaba. De hecho, mientras iba en el avión a Texas, aún me preguntaba qué cosas de mí compartiría esa noche durante 45 minutos. Solo quería entregar mi mensaje sobre la perseverancia basándome en la carta-sermón a los Hebreos. Quería decir que, aunque sabemos que la fe es un regalo proveniente de un Dios fiel, se trata de una gracia que lucha.
El predicador de Hebreos usa incluso metáforas de maratonistas, gimnastas y luchadores olímpicos griegos para ilustrar la fe combatiente que necesitamos para perseverar hasta el fin. Luego de presentar una sólida teología de Cristo como el máximo profeta, sacerdote y rey, proclama en Hebreos 10:23 un mandato a perseverar, diciendo: «Mantengamos firme la profesión de nuestra esperanza sin vacilar, porque fiel es Aquel que prometió». Se nos exhorta a aferrarnos firmemente a las promesas de Dios que se cumplen en la persona y la obra de Cristo. Se nos llama a aferrarnos a estas promesas por fe hasta que contemplemos a Cristo por vista.
Así que decidí darle a mi testimonio un ángulo que explicara cómo llegué a escribir sobre el tipo de mentalidad que encontramos en la carta-sermón a los Hebreos.
Me criaron con una mentalidad de combate. Mi infancia fue algo atípica: tenía un taller de karate en mi casa. Sí, tal cual. Mi papá, que era también agente del servicio secreto, enseñaba artes marciales allí. Mi madre hizo clases de aeróbica a las vecinas en la sala de karate hasta que finalmente abrió un gimnasio en el centro. Mis dos padres valoraban el estilo de vida activo. Recuerdo que los chicos del vecindario participaban en las entretenidas carreras con obstáculos que papá nos hacía correr en el patio. Él nos cronometraba mientras corríamos, y después de cada pasada, nos decía por separado a mi hermano y a mí que habíamos vencido al otro por apenas un segundo. Solo de adulta me di cuenta de que papá había inventado eso únicamente para hacernos correr más rápido en la siguiente ocasión.
Sin embargo, esto no era simplemente una búsqueda física; era una forma de pensar. Papá nos enseñó a ser buenos observadores, a hacer contacto visual, a identificar las salidas de emergencia, y siempre pensar en términos de defensa personal y ayuda a los demás. Aprendimos a hacer un reconocimiento de las herramientas que teníamos a mano en caso de necesitar escapar, o incluso a pelear si era necesario. Esta forma de pensar, y los muchos ejercicios con que papá nos entrenó para desarrollarla, nos enseñó que la perseverancia no es pasiva. Es algo para lo cual debes prepararte, algo por lo cual debes luchar, y algo que exige un entrenamiento constante.
A medida que daba mi testimonio, expliqué cómo mi crianza me ayudó a hacer conexiones con la fe combativa que Hebreos nos llama a ejercer. No basta con confesar una creencia: debemos aferrarnos a ella. Y eso exige un acondicionamiento. Teológicamente hablando, necesitamos tener un buen «estado físico» para la vida cristiana de fe y obediencia. El «estado físico» teológico se relaciona con esa lucha persistente por ejercer nuestra fe involucrándonos activamente en la verdad del evangelio que revela la Palabra de Dios. Cada cristiano perseverará, pero cualquiera sea la etapa de la carrera en que nos encontremos, responderemos a nuestras pruebas, triunfos y circunstancias cotidianas de acuerdo a lo que creamos sobre Dios y su obra. Una cosa es segura: no podemos aferrarnos a una confesión que apenas conocemos. Un buen siervo de Jesucristo está entrenado en la Palabra de la fe. Esto requiere una mentalidad de combate.
Aunque sienta que estoy envejeciendo, si Dios así lo quiere, aún tengo un largo camino que recorrer. Me sentí presuntuosa al pararme frente a esas mujeres y darles mi testimonio sobre la vida cristiana; sin embargo, lo que podía compartir era el testimonio que quisiera poder dar. Quiero que mi testimonio forme parte de la nube de testigos que encontramos en Hebreos 11:
Todos éstos murieron en fe, sin haber recibido las promesas, pero habiéndolas visto desde lejos y aceptado con gusto, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que dicen tales cosas, claramente dan a entender que buscan una patria propia. Y si en verdad hubieran estado pensando en aquella patria de donde salieron, habrían tenido oportunidad de volver. Pero en realidad, anhelan una patria mejor, es decir, la celestial. Por lo cual, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios de ellos, pues les ha preparado una ciudad.
No quiero que mi testimonio sea alguno de los libros que he escrito. Ni siquiera quiero que mi testimonio se trate de lo buena esposa o madre que soy, o de cómo superé una adversidad particular en mi vida. Quiero que mi testimonio sea: «Ella logró llegar a los cielos nuevos y a la tierra nueva, y ayudó a animar y a equipar a la gente a lo largo del camino». Tengo que mirar a Cristo y correr con la resistencia que el Espíritu me da para lograrlo (Heb 12:1-2). En este preciso momento, solo estoy en medio de la carrera, pero al final de ella, quiero escuchar: «Bien hecho, mi buena y fiel sierva».