“Supongo que no soy la típica mujer”, confesaba (irónicamente) alguien mientras hablaba de su amor por los deportes y su falta de emocionalidad. Su confesión me llevó recientemente a preguntarme, ¿cuántas de nosotras nos consideramos una típica mujer?
A este respecto, ¿qué queremos decir con “típica mujer”? ¿Ser típica es algo bueno, no?
Al conversar con mujeres de diversas edades, he notado que tenemos distintos conceptos de lo que significa ser una típica mujer, pero pocas de nosotras nos consideramos una de ellas. Haz la prueba, conversa con una mujer en tu iglesia, hazle todas las preguntas para saber todo sobre ella, indaga en su historia de vida y, mientras lo haces, llegará un punto donde te dirá que ella no siente (o no sentía) que sea una típica mujer. Es posible que no nos consideremos especiales o únicas, pero muchas de nosotras ha tenido la sensación —tanto para bien como para mal— de que no hemos encajado bien en el molde.
Quizás no te gustaba jugar con muñecas cuando niña o tal vez amas usar herramientas eléctricas. Es probable que no estés segura de querer tener hijos, que detestes ir de compras o que ames la carpintería. Algunas mujeres tienen la sensación constante de que son incompetentes como madres o de que no tienen habilidades culinarias. Quizás fueron consideradas poco femeninas o fueron la única mujer en la especialidad de matemáticas en la universidad. Sé que muchas mujeres tienen esposos que hablan más que ellas y de otras a las que les es difícil crear lazos con otras mujeres. Puedo continuar con cientos de otros ejemplos en las que las mujeres no sienten que son la mujer típica, dependiendo cuál sea su visión de lo que es típico.
Algunas están felices —y orgullosas— de no cumplir con la norma establecida al respecto, al punto de pensar que mientras más cerca estén de lo que es considerado como masculino, más poderosas o respetadas serán. Su visión es que la mujer está limitada y de alguna forma es un ser patético, por lo que tiene sentido que quieran distanciarse de esa idea de mujer. Otras, están tristes —e incluso avergonzadas— porque nadie les enseñó lo que se supone que es la femineidad y ahora están dando vueltas en la oscuridad tratando de resolverlo.
Todo, menos una mujer típica
Como cristianas, que tenemos la bendición de conocer la revelación misma de la verdad de Dios en la Biblia para ayudarnos a caminar en este mundo, junto con la bendición de la creación para mostrarnos el diseño de Dios, no necesitamos obsesionarnos con lo que nuestra sociedad parece llamar típico. El objetivo de una mujer cristiana no es ser típica. Especialmente, si típica significa estar excesivamente maquillada, ser demasiado femenina, mostrar debilidad a la primera señal de trabajo duro o ser el tipo de mujer que no es muy inteligente. ¿Dónde sale eso en la Biblia? Afortunadamente, tampoco se mencionan sofás victorianos ni señoritas de alta alcurnia. Al contrario, vivimos nuestra vida en Cristo y buscamos la santidad —y eso es cualquier cosa, menos algo típico—.
Como niña, cuando observaba a mi mamá, una hija de agricultor, usar la motosierra para sacar las ramas muertas y cargarlas a la camionera para tirarlas sobre el montón de maleza, estaba aprendiendo sobre ser mujer. Cuando miraba cómo ella preparaba las cosas de la casa para un sinnúmero de visitas y comida para incontables bocas, estaba aprendiendo sobre cómo ser mujer. Cuando la escuchaba discutir sobre la Biblia con docenas de personas en nuestro living cada martes por la noche, estaba aprendiendo sobre cómo ser mujer, porque ella fue una mujer que hacía esas cosas. Felizmente para mí, ella era más: era una mujer cristiana.
Cuando leemos las historias de mujeres piadosas en la Escritura, pasa lo mismo —tenemos la ventaja de observar y ver mujeres en particular que enfrentaron situaciones específicas—. Vemos a las parteras hebreas temer a Dios más que a faraón, y al hacerlo, salvaron a niños hebreos (Éxodo 1:15-21); a Rahab, quien se aferró fervientemente a Yavé, poniendo su vida en riesgo por el pueblo de Dios (Josué 2:1-21); a Sara, quien creyó que Dios podría darle un hijo contra toda lógica (Hebreos 11:11). También vemos a la joven María magnificar al Señor en las circunstancias más extrañas (Lucas 1:26-38); y a Priscila, quien arriesgó su vida por Pablo (Romanos 16:3-4). En todas estas historias, aprendemos sobre ser mujer. No como en un libro de cocina, con los pasos que debemos seguir para vivir nuestras vidas, sino que como varios ejemplos de mujeres que temieron al Señor a través de la historia. Aprendemos que lejos de ser típicas, debemos ser mujeres fieles en nuestra vida, en las circunstancias que Dios nos ha dado.
La perla más preciada de Dios
Me pregunto si todas concordamos en que lo que sentimos respecto a ser mujer no es en lo absoluto relevante para establecer lo que somos. Podríamos sentir que no encajamos en el molde, pero Dios nos llama a vivir de una manera que destruye las expectativas del mundo. Por lo tanto, nuestros sentimientos de inadaptación no cambian la realidad, pues somos mujeres. Cuando actuamos, cuando hacemos cualquier cosa, lo hacemos como mujeres y nos convertimos en una historia viva que modela femineidad a quienes nos rodean, para bien o para mal.
Como mujeres cristianas, les contamos a los demás cómo es Dios. No porque Dios sea una mujer, sino porque somos portadoras de su imagen, estamos vestidas en Cristo y tenemos su Espíritu obrando en nosotras; somos sus representantes —como mujeres—. Hablamos sobre quién es Dios con todo lo que decimos y hacemos. El hecho de que Dios te haya creado mujer es una parte esencial de la historia que él nos está contando sobre él mismo.
Por lo tanto, ¿cómo estás contando con tu vida sobre quién es Dios y sobre su perla más preciada, la mujer, a las personas que te rodean? Cuando andamos en santidad con nuestras características propias dispuestas por Dios, en circunstancias amorosamente planeadas por él, le decimos al mundo la verdad sobre Dios. No obstante, cuando satisfacemos nuestra tendencia pecaminosa, la distorsionamos. Probablemente, lo más importante y poderoso que le decimos a las personas que nos rodean, viviendo como mujeres cristianas, es que no estamos atascadas en pecado.
Nunca estamos indefensas frente a nuestro pecado, porque el mismo poder que resucitó a Jesús de los muertos está trabajando en nosotras para hacernos nuevas mujeres. La historia que contamos cuando nos arrepentimos y nos volvemos a Dios es la del evangelio. Es la verdad más indiscutible que podemos contar con nuestras vidas.
No seas típica
Otra cosa misericordiosa que Dios ha hecho es que nos hizo parte de todo un cuerpo para manifestar su gloria. Estoy tan agradecida de que mis hijos tienen mujeres cristianas de quienes aprender aparte de mí —mujeres cuyas vidas están marcadas por la obediencia a Dios—. De esa manera, pueden ver mujeres fieles con habilidades para administrar y organizar; mujeres que superan la discapacidad; mujeres que enseñan ciencia y piano; mujeres que disfrutan planchar, son excelentes para organizar cenas y aman reír. Ellas son atípicas porque en lo que sea que hagan, lo hacen para la gloria de Dios y eso sí que es raro.
Por tanto, anímense y libérense de verdad, todas ustedes son mujeres fuera de lo común. Dios no nos pide ser típicas; nos llama a ser suyas, a una sumisión y lealtad innegable a él —y esto es lo más amoroso que él puede mandarnos a hacer—.
Una vida de obediencia a Dios es la más riesgosa, pero al mismo tiempo no puede ser más segura. Mientras él nos pide sumisión a él, a la Biblia y a su diseño, simultáneamente nos capacita por medio del poder ilimitado de su Hijo salvador.