«Vamos a tener que hacer una biopsia porque esto podría ser cancerígeno».
Si no hubiese estado sentada, estas palabras, dichas por mi doctor, podrían haberme derrumbado. Los problemas de salud inesperados siempre parecen golpearnos y dejarnos sin aliento, ¿no es así? Nos toman por sorpresa, como si el suelo que está bajo nuestros pies comenzara a temblar. Buscamos algo a qué aferrarnos (lo que sea) para mantenernos firmes.
Al menos, así es como yo me sentí.
Mi doctor encontró un tumor en mi tiroides y me dio una orden para realizarme una biopsia (una aguja directo en mi cuello —¿podría haber algo más emocionante?—). Después de hacerlo, tenía que esperar los resultados; por casi dos semanas. Dos semanas de pensamientos rodeando mi mente como un remolino; un torbellino de posibilidades aterradoras que me arrastraban a un hoyo. Todas esas suposiciones y esos pensamientos de derrota se enhebraban y enredaban para formar una cuerda que ceñía mi corazón, que cada vez se apretaba más y más.
Creo que la espera es una de las situaciones más tortuosas, a nivel emocional, por las que atravesamos en la vida. Sin embargo, si lo pensamos bien, casi siempre estamos en un estado de espera.
Esperamos que llegue el sueldo para poder pagar a la cuenta.
Esperamos que un niño madure después de atravesar una etapa difícil.
Esperamos que el amor vuelva a florecer (o que florezca por primera vez).
Esperamos que aparezca una oportunidad de trabajo.
Esperamos que podamos conquistar un pecado que nos asedia día tras día.
Esperamos que el sol salga sobre circunstancias oscuras.
Esperamos que llegue un cambio; cualquier cambio.
Esperamos que se restaure una relación.
Esperamos que se arregle lo que se rompió.
Esperamos que nuestra salud mejore y nos sanemos.
Esperamos que Cristo vuelva.
Sin mencionar todas las cosas pequeñas por las que esperamos: que cambie la luz del semáforo, que sea nuestro turno para pagar en la caja, que se abran las puertas del ascensor, que nos respondan un correo electrónico o un mensaje de texto, que nos sirvan la cena. Esperar es algo que hacemos en casi cada momento de nuestra vida. Junto con esa espera viene una variedad de emociones: impaciencia, miedo, incertidumbre, preocupación, expectativas, desesperación, pavor y ansiedad. Creo que la mayoría de nosotras admitiría que odiamos esperar. Y mientras más importante sea lo que esperamos, más difícil es.
No obstante, en la Biblia, la espera se considera como algo positivo; como algo bueno:
«Bueno es el Señor para los que en Él esperan, para el alma que Lo busca. Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lam 3:25-26).
«Espera al Señor; esfuérzate y aliéntese tu corazón. Sí, espera al Señor» (Sal 27:14).
«Y en aquel día se dirá: “Este es nuestro Dios a quien hemos esperado para que nos salvara. Este es el Señor a quien hemos esperado; Regocijémonos y alegrémonos en su salvación”» (Is 25:9).
«Espero en el Señor; en Él espera mi alma, y en Su palabra tengo mi esperanza» (Sal 130:5).
Lo bueno no es necesariamente la espera misma; más bien, lo bueno es aquel a quien estamos esperando. Cuando esperamos, esperamos al Señor. Nuestro Señor es fiel, bueno, soberano y verdadero. Todo lo que él hace por nosotras es bueno (Ro 8:28-19). Él mantiene su Palabra y todas sus promesas se cumplen (Is 55:11). Esto es más evidente en la persona y la obra de Jesucristo: él cumplió todas las promesas hechas por Dios, vivió la vida perfecta que nosotras no pudimos vivir y murió la muerte que nosotras merecíamos. La encarnación, la vida, la muerte y la resurrección de nuestro Salvador nos muestran que Dios es uno que mantiene su pacto, que es fiel, verdadero y confiable. Él es la razón por la que la espera es buena: porque él vendrá, actuará, salvará; todo lo que hará será bueno, exactamente lo necesario, y para su gloria. Por lo tanto, podemos ser valientes y tener esperanza. Podemos encontrar fuerza y alegría en él (incluso cuando esperamos).
La espera es buena también por lo que pasa en nuestros corazones mientras esperamos. A medida que descansamos en quien es Dios, recordando su Palabra y sus obras, se renueva nuestra fe. Vemos nuestra dependencia y necesidad de él en nuevas formas. En nuestra espera, nos enfrentamos cara a cara con los dioses que hemos levantado y hemos adorado en vez de adorar al Dios verdadero y vivo. Vemos las formas en las que buscamos vida, esperanza y sentido lejos de él. Esperar entonces se transforma en una oportunidad para crecer en gracia, para ser transformados a la imagen de Cristo. Se convierte en nuestra temporada de invierno antes del florecimiento de nuestra primavera.
Amadas hermanas: todas estamos esperando. Tanto en aspectos pequeños como en los que cambian la vida; tanto en lo temporal como en lo eterno. No desperdiciemos un momento de ese tiempo; al contrario, que la Palabra nos fortalezca, que la oración sea nuestro centro, que la esperanza sea permanente y que unas a otras nos animemos. Toda nuestra espera terminará el día en que regrese nuestro Salvador para hacer nuevas todas las cosas.
En cuanto a mi propia espera, la biopsia no fue concluyente. Parece que tendrán que operarme, por lo que mi espera continúa. Mientras espero, lo hago descansando en aquel que es mi salvación. «Alma
mía, espera en silencio solamente en Dios, pues de Él viene mi esperanza» (Sal 62:5).