«¿Quién es ésta que se asoma como el alba,
Hermosa como la luna llena,
Refulgente como el sol,
Imponente como escuadrones abanderados?» (Cnt 6:10).
Realmente, ¿quién es? Una mujer, por supuesto.
¿Dónde sino en la Escritura podemos encontrar una visión de la femineidad tan gloriosa como ésta? ¿Quién sino nuestro Dios pudo diseñar algo con tan deslumbrante belleza y al mismo tiempo con tan sólida fuerza? Los Salmos y los Proverbios completan esta visión de la mujer que nos muestra la fortaleza vestida en esplendor: una mujer que preside su hogar con ingenio y brazos fuertes (Pr 31); hijas que son como columnas de esquina, cuyo fuerte apoyo sólo puede ser igualado con su belleza (Sal 144:12).
Sólo mujeres
Sin embargo, la visión de nuestra cultura ofrece un triste consuelo que intercambia la gloria de la fuerza femenina por una carrera en una corredora estática que no conduce a ninguna parte. Esta visión desperdicia el tipo de influencia que se encuentra principalmente en el suelo del hogar: el centro de todo aprendizaje, el núcleo del desarrollo de la nación, el dispensador de amor y de estabilidad, el lugar donde solteras y casadas pueden practicar la hospitalidad del Evangelio, en síntesis, la base de la humanidad. Esta influencia que puede ejercerse desde el hogar, por causa de Cristo, puede perdurar por mil generaciones; no obstante, nuestra cultura nos insta a desecharla para ir tras gratificaciones que parecen ser menos desalentadoras en el futuro y que definitivamente no necesitan cambio de pañal.
¿Y qué ofrece esta cultura a cambio? Mujeres que luchan entre ellas, en guerra contra la aparente redundancia de los dos cromosomas «X», en una competencia para la que nunca fuimos hechas y que, en nuestros corazones, realmente no queremos ganar. Cuando una mujer se equipara con un hombre —al haber sido creados para las mismas cosas y sin distinción— el resultado no es uniformidad, sino más bien, un orden invertido. En efecto, para que ella pueda ser como un hombre, él deja de ser uno con el tiempo. Eso es algo que la mayoría de las mujeres, incluso las feministas más apasionadas, repudian en su corazón. No porque la femineidad sea detestable, sino porque en un hombre, eso es grotesco.
La gloria femenina sólo es apta para una mujer, no porque los hombres y las mujeres no tengan nada en común —tenemos todo en común: somos hueso del mismo hueso, carne de la misma carne—, sino porque nuestra semejanza sólo tiene sentido a la luz del Dios trino, que es uno en tres personas. Cuando abandonamos nuestra gloria femenina para ir en busca de la singularidad que le pertenece a los hombres, abandonamos la gloria que Dios nos da; nos convertimos en usurpadoras, insistiendo constantemente que nuestros úteros y nuestra biología son iguales a nada, insistiendo que son irrelevantes. Las mujeres creen la mentira de que para ser relevantes en el mundo de un hombre, deben ser como un hombre, cuando la verdad es lo opuesto. ¿Quieren ser relevantes? Entonces impacten al mundo y sean lo que deben ser por diseño: una mujer que teme a Dios, que es serena y valiente. No abandonen las diferencias que las hacen imprescindibles.
Las mujeres reales imitan a Jesús
La influencia única de una mujer piadosa se encuentra en la transformación de las cosas. Una mujer debe ser comparada con una corona para su esposo (Pr 12:4). No porque sea una mera decoración, sino porque ella hace que su buen hombre sea mejor. Ella transforma un prometedor soltero en un esposo con decisión y que es respetado. Nancy Wilson lo explica a grandes rasgos en su discurso Dangerous Women [Mujeres peligrosas]: él entrega su semilla y por algún milagro y misterio, Dios ha diseñado el cuerpo de la mujer para alimentar y hacer crecer dentro de ella a una nueva persona.
En este rol transformador, ya sea que estén solteras o casadas, una mujer imita a su Salvador. Como él, ella se somete a la voluntad de otro y, también como él, Dios la usa para tomar lo que es en sí mismo inútil y lo moldea en algo glorioso. Transformar lo sucio en limpio; el caos en orden; una cocina vacía en una rebosante de vida y de comida; niños deseosos de conocimiento y verdad y una madre ansiosa por enseñar; un hombre en necesidad de ayuda y consejo y una mujer adecuada para darlo; amigos y vecinos con una sed por la verdad y una mujer que abre su casa y su corazón para compartirla con ellos.
La femineidad es un prisma
Una mujer es un prisma que recibe luz y la transforma en una gama de gloria superior y mayor, para que así los que la rodean puedan ver el arcoiris contenido en el rayo de luz. Ella irradia constantemente recordatorios de la fidelidad de Dios; lee las páginas en blanco y negro de la Palabra de Dios y asume la tarea de vivirla en vibrantes colores para sus hijos, sus vecinos y el mundo que la ve. Cuando la Biblia manda a alimentar, a criar, a entrenar y a amar, una mujer piadosa se prepara para la tarea, mejorando y hermoseando todo a su alrededor.
El diseño de Dios descrito en la Escritura es una visión de la femineidad que no sólo es correcta y debe obedecerse, sino que también es empíricamente mejor que todo lo que el mundo tiene para ofrecer. No sólo se aplica a aquellas que ya están casadas o ya son madres; las mujeres solteras de cualquier edad están diseñadas para llevar una femineidad completamente piadosa, para ser una madre en el sentido más profundo (es decir, espiritualmente), alimentando y criando todo lo que Dios le ha dado.
Mujeres, Dios nos ha hecho para la gloria. No la gloria que termina en nosotras, sino para la gloria de Cristo que se glorifica en todo lo que nos ha dado y que apunta en todo a él, quien es el resplandor de la gloria de Dios, el Salvador y aquel que transforma todo para siempre. A medida que lo contemplamos —su perfección, su obra salvadora y su glorioso rostro— somos transformadas de una gloria a otra.