Era el 10 de febrero de 1554, dos días antes de que Juana Grey subiera al cadalso. El capellán católico John Feckenham entra a la celda de Juana en la Torre de Londres con la esperanza de salvar su vida; o eso es lo que él cree. La Reina María (alias «María la Sanguinaria») ya había firmado la orden de ejecución de su prima Juana, pero le envió a su aguerrido capellán para ver si él podría convencerla de volver a Roma antes de su ejecución. Juana tenía alrededor de 17 años.
Sigue un cargado debate: Feckenham, el apologista católico y Juana, la adolescente reformada. Él insistía en que la justificación viene por la fe y las obras; ella se mantuvo firme en que era sola fide. Él aseveraba que el pan y el vino de la Eucaristía eran el mismo cuerpo y sangre de Cristo; ella siguió sosteniendo que los elementos simbolizan la obra salvífica de Jesús. Él afirmaba que la iglesia católica romana tenía autoridad junto con la Escritura; ella insistió en que la iglesia se encuentra bajo la penetrante mirada de la Palabra de Dios.
«Estoy seguro de que nosotros dos nunca nos volveremos a ver [de nuevo]», Feckenham le dice finalmente a Juana, insinuando su condenación. Pero Juana le devuelve la advertencia: «la verdad es que nunca nos volveremos a ver [de nuevo], a menos que Dios cambie tu corazón».
El Dios soberano de Juana Grey
Desde un ángulo, la vida de Juana es una historia de manipulación, de personas poderosas usando a una chica adolescente como un objeto social y político. Sus padres le impusieron un régimen educacional riguroso con la esperanza de que ella pudiera casarse con el heredero al trono de Inglaterra. Cuando esa oportunidad pasó, los Grey se coludieron con el primer ministro del rey para casar a Juana con Guildford Dudley, un hombre al que ella despreciaba. Entonces, al fallecer el rey, un grupo de conspiradores políticos le entregó la corona que le costaría la cabeza a Juana.
Un verdadero ángulo hasta cierto punto, como dice Eclesiastés: es la perspectiva bajo el sol sobre Juana Grey. A través de los lentes de la providencia de Dios, aparece una Juana diferente. Una Juana que usó su griego y hebreo para estudiar la Escritura en su lengua original. Una Juana que fue enviada a la corte de Enrique VIII para concretar un noviazgo, solo para conocer a Jesús por medio del testimonio cristiano de la Reina Catalina Parr. Finalmente, una Juana que enfrentó el juicio, el encarcelamiento y la decapitación con las mismísimas palabras de Dios en sus labios.
Esta segunda perspectiva no es un intento de hagiografía o de ponerla en un pedestal. Los relatos nos cuentan que Juana pudo haber sido muy obstinada. La perspectiva simplemente reconoce que el Dios de José aún entreteje redención por medio de parientes maquinadores y celdas solitarias. «Ustedes pensaron hacerme mal», Juana pudo haberle dicho a muchas personas, «pero Dios lo cambió en bien» (Gn 50:20).
La celda de la Torre
Juana Grey ascendió al trono a regañadientes el 10 de julio de 1553 y lo dejó con gusto el 19 de julio de 1553, cuando María reunió un ejército para deponer a su prima, la reina. Por lo tanto, Juana a menudo es recordada por muchos como la reina de los nueve días.
El 7 de febrero de 1554, María firmó la sentencia de muerte que llevaría a Juana al cadalso justo cinco días después. Además de discutir con Feckenham, Juana pasó sus últimos días preparando un breve discurso para su ejecución y unos últimos comentarios. Dentro de su Nuevo Testamento en griego, ella le escribió a su hermana menor, Catalina:
Este es el libro, amada hermana, de la Ley del Señor. Es su testamento y última voluntad, que Él nos dejó como legado a nosotras las desdichadas, que te llevará por el camino del gozo eterno… Mientras toco mi muerte, regocíjate como yo lo hago, buena hermana, en que seré liberada de esta corrupción y se me vestirá de incorrupción. Pues estoy segura de que al perder la vida mortal, gano una inmortal.
En el cadalso
La mañana del 12 de febrero llevó a Juana al muro de la Torre Blanca central, donde una pequeña multitud y un verdugo esperaban su llegada. Al dirigirse hacia los espectadores, Juana anunció: «Sin duda, no busco ser salvada por ningún otro medio más que solo por la gracia de Dios, en la sangre de su único Hijo Jesucristo». Entonces se arrodilló y recitó el Salmo 51: «Ten piedad de mí, oh Dios…».
Una vez que sus ojos fueron vendados, Juana buscó a tientas su camino al cadalso donde sería ejecutada y puso su cabeza en la ranura. El último sonido que la multitud escuchó antes de que el hacha chocara con un ruido sordo en el cadalso fue la voz de Juana de diecisiete años orando: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu». Así terminó la vida de Juana Grey, la mártir adolescente.