Una vez, pensé que la mejor prueba para nuestra fe en la soberanía de Dios era nuestra fidelidad a los cinco puntos del calvinismo. Sin embargo, recientemente, me he preguntado si una prueba diferente podría ser más apropiada: cómo respondemos a las interrupciones, a las ineficiencias y a los retrasos imprevistos esparcidos a lo largo de nuestros días.
Muchos de nosotros celebramos la gran soberanía celebrada por Charles Spurgeon:
Creo que cada partícula de polvo que danza en el rayo de luz no mueve un átomo más o menos de lo que Dios desea; que cada partícula de espuma que bate contra el barco de vapor tiene su órbita lo mismo que el sol en el cielo; que el tamo que es echado al aire por mano del aventador es conducido como las estrellas en sus órbitas («La providencia de Dios»).
Sin embargo, ¿adónde van nuestras celebraciones (o las mías, al menos) cuando Dios, en su providencia, dispone las partículas de su universo en contra de nuestros planes para el día? ¿Cuando nuestra computadora se amotina o nuestro hijo pequeño llama la atención de todo el almacén o nuestro colega nos critica duramente en medio de nuestra brillante productividad? Demasiado a menudo, mi respuesta interna equivale a lo siguiente: «las partículas de polvo podrían estar sujetas al gobierno de Dios, pero esto debe haberse escapado de su soberanía».
No obstante, el Dios que es soberano sobre nuestra salvación también es soberano sobre nuestras agendas, lo que incluye todas las interrupciones.
Fe, no eficiencia
No podemos decir que Dios nos ha dejado sin preparación para tales interrupciones. La historia de la redención de la Escritura no da la impresión de que la eficiencia sea uno de los valores principales de Dios. Si lo fuera, la trama de la Biblia sería mucho más clara (y mucho menos interesante). Una y otra vez, Dios le da a su pueblo algún trabajo importante que hacer (trabajo que podríamos imaginar que es demasiado importante como para retrasarnos en hacerlo) y luego lo manda a confiar en Él por medio de la interrupción.
Él le dijo a Nehemías que construyera una muralla alrededor de Jerusalén, y luego Él permitió que una multitud de enemigos interrumpiera el trabajo por un tiempo (Neh 4:7-14). Él llamó a Jeremías para que profetizara en Judea y luego ordenó que lo arrojaran a una cisterna (Jer 38:1-6). Él comisionó a Pablo a predicar el Evangelio a los gentiles, y luego hizo que fuera a parar a una celda en la cárcel (Fil 1:12-13). No me alcanzará el tiempo para hablar de la espera de José en Egipto, de las peleas de David con Saúl o de las multitudes que interceptaron a Jesús mientras se dirigía a otro lugar.
¿Qué interpretamos de tales retrasos soberanos? Aparentemente, como escribe Jon Bloom: «Dios no está tan interesado en nuestra eficiencia como lo está en nuestra fe». Regularmente, incluso inconscientemente, andamos en nuestros días con la eficiencia de nuestra agenda: doblar la ropa, escribir un artículo, cocinar la cena, preparar el estudio bíblico e ir a la cama sin una tarea pendiente. Sin embargo, la agenda de Dios para nosotros no es eficiencia, sino fe, pues «sin fe es imposible agradar a Dios […]» (Heb 11:6).
Queremos avanzar en nuestras tareas sin interrupciones; Él quiere que confiemos en Él en cada interrupción. Por tanto, regularmente, incluso diariamente, Él interrumpirá nuestros planes.
Falsas interrupciones
Así que la fe, no la eficiencia, es la principal agenda de Dios para nosotros cada día. A medida que pensamos en cómo podríamos prepararnos para las interrupciones diarias que Él envía en nuestro camino, haríamos bien en tener una aclaración en mente: no debemos recibir cada interrupción como una interrupción santa (como una ineficiente interrupción enviada por Dios para santificarnos). No todas las interrupciones son iguales.
Para muchos de nosotros hoy, la interrupción es el aire que respiramos. Apenas podemos tener quince minutos sin que nuestro teléfono vibre, nuestro correo electrónico se llene, nuestro calendario nos recuerde un evento, nuestras aplicaciones de noticias se actualicen, nuestras redes sociales notifiquen. Nos hemos acostumbrado a una mente fragmentada por la tecnología. Sin duda, muchos de nosotros nos hemos acostumbrado más, pues disfrutamos el cuarto de hora (o más) de shot de dopamina que nos dan nuestros teléfonos inteligentes. Si nos separamos de nuestras pantallas por una tarde, podríamos inquietarnos como alguien con síndrome de abstinencia.
Interrupciones como estas rara vez santifican; es más, regularmente hacen lo opuesto. En lugar de impulsarnos hacia las vidas de los prójimos que están a nuestro alrededor en ese momento (Mt 22:39), nos atraen para poner nuestra mejor atención en otro lugar. En lugar de reducir la velocidad para escuchar (Stg 1:19), nos entrenan en las lamentables artes de deslizar, mirar superficialmente y realizar «multitareas». En lugar de invitarnos a llevar nuestras cargas a Dios (1P 5:6-7), regularmente alimentan la ansiedad de bajo nivel. No obstante, demasiado a menudo, me molesta la interrupción de mi vecino de la casa de al lado, pero disfruto la de mi canal de noticias de las redes sociales.
De todas maneras, ciérrale la puerta a tales interrupciones. Apaga las notificaciones durante el día. Decide cuán a menudo revisarás tu correo electrónico. Cuando te vayas a acostar (o mejor, mucho antes de que lo hagas), pon tu teléfono en modo nocturno también. Lo que sea necesario, cultiva una mente calmada y enfocada que esté lista para recibir interrupciones reales.
Un suficiente margen para amar
Más allá de librarnos de las falsas interrupciones, podríamos considerar otro paso práctico hacia aceptar las interrupciones que Dios envía: dejar un suficiente margen en tu agenda para amar. El margen es un espacio en blanco en nuestros calendarios y en nuestras listas de quehaceres: las partes vacías no planificadas del día que están disponibles para lo inesperado.
Quizás las interrupciones nos frustran a algunos de nosotros porque simplemente no tenemos margen. A veces pongo una cita o tarea sobre otra, lo que provoca que corra entre una responsabilidad y otra con poco espacio para respirar entremedio, y sin espacio para interrupciones. Tal planificación (al menos para la mayoría de nosotros, la mayoría del tiempo) refleja una cantidad casi ridícula de orgullo desmesurado, como si esperara que los minutos marcharan según mi buena voluntad.
Piensa en cómo Jesús vivió. Por más llena que estuviera su agenda, Él nunca estaba tan ocupado para no poder tardarse un par de minutos en el camino. ¿Alguna vez has notado cuán a menudo fue interrumpido? ¿Cuán a menudo un discípulo o un extraño se interpuso (Lc 12:13)? ¿Cuán común era que alguien al borde del camino clamara por ayuda (Mr 10:46-48)? ¿Incluso cuán frecuente eran invadidas sus comidas por las necesidades de un prójimo (Lc 7:36-38) ¿Y alguna vez has notado que Jesús nunca se puso nervioso ni tenía prisa?
Cuando el Hijo de Dios anduvo entre nosotros, Él fue perfecto en paciencia. Y no sólo porque era el Hijo de Dios, sino porque también era saludable y sanamente realista respecto a esperar interrupciones y dejar suficiente espacio en su vida para amar a su prójimo. ¿Cuántas veces nos hemos irritado por las interrupciones porque, al contrario de Jesús, no teníamos espacio en nuestra agenda para ellas? En ese caso, el arrepentimiento significa más que rogar a Dios por paciencia; también significa planificar más espacio en nuestras agendas.
Quienes confían profundamente en la soberanía de Dios aprenden a dejar suficiente margen en sus días para interrupciones soberanas. Puesto que la fe no sólo depende de Dios cuando llegan las interrupciones; también planifica para ellas antes de que lleguen. Deja en blanco áreas del día y de la semana y sobre el resto escribe: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello» (Stg 4:15).
Planes mucho mejores
Incluso una mente enfocada y una agenda con márgenes no nos preparará para cada interrupción. Muchas de las que aparecerán en nuestro camino se sentirán inconvenientes e inoportunas. En esos momentos, haremos bien en dar un paso hacia atrás, contener la respiración, orar y recordar todo el bien que Dios nos envía por medio de las interrupciones.
Piensa en grande por un momento. ¿Dónde estaríamos si Dios no hubiese interrumpido a Abraham en Harán, a Moisés en Madián, a David entre los rediles, a María en la inocencia de su compromiso, a Pedro en su bote pesquero, a Pablo de camino a Damasco? ¿Y dónde estarías tú si Él no hubiese interrumpido tu vida; si Jesús no hubiera invadido tu cómoda rebeldía ni te hubiera llamado a arrepentirte y a creer?
Una vez que Dios pone nuestra vida patas arriba, Él no dejará de usar las interrupciones (grandes o pequeñas) para nuestro bien. Por medio de ellas, Él corrige nuestro orgullo, reduce nuestra velocidad, abre nuestros ojos, nos inclina hacia la dependencia y nos enseña a confiar. Él nos recuerda que Él no va tras nuestra máxima eficiencia, sino que al contrario a nuestra máxima conformidad a Cristo, quien nunca estuvo demasiado ocupado, demasiado preocupado o demasiado impaciente para ser interrumpido.
Si sabemos todo lo que Dios hace por medio de las interrupciones, podríamos hacer más que evitarlas: después de que hayamos planificado lo mejor que podamos, podríamos incluso orar para que Él se complazca en interrumpirnos con sus mejores y perfectos planes.