«Algunos de nosotros imaginamos la vida cristiana como algo sedentario», me comentaba un buen amigo, «como algo que se trata más de estar sentados que de pie, conversando y escuchando más que haciendo un esfuerzo físico».
Estábamos hablando de los mandamientos del Nuevo Testamento sobre el amor y las buenas obras. Contrariamente a cualquier suposición de que la vida en Cristo se vive principalmente en las salas de estar y en las cafeterías, no tenemos la impresión de que los primeros cristianos hayan estado de brazos cruzados todo el tiempo. Aunque recibimos la responsabilidad de meditar, estudiar y estar quietos en la presencia de Dios, también seguimos las enseñanzas de Jesús, Pedro, Santiago y Pablo, una tras otra, que nos impulsan a una vida de actividad significativa, informada por el Evangelio y alimentada por la fe.
Consagrados para hacer el bien
Para comenzar, consideremos lo que el apóstol Pablo les dice a sus jóvenes compañeros Timoteo y Tito. Pablo les escribe que las personas adineradas en esa época no debían sentarse en su riqueza, sino «que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, generosos y prontos a compartir» (1Ti 6:18). Y Tito también debía estar activo: no solo enseña, sino «muéstrate en todo como ejemplo de buenas obras» (Tit 2:7). No seamos simplemente un modelo de lo que no hacemos, sino también de las buenas obras que realizamos.
Pablo esperaba tanto sanas palabras como buenas obras de sus discípulos. Y esperaba que todos los cristianos no solo estuvieran dispuestos a hacer el bien, sino que además fueran «celoso[s] de buenas obras» (Tit 2:14 [énfasis del autor]). Quería asegurarse de que aquellos que profesan la fe «procur[aran] ocuparse en buenas obras» (Tit 3:8). El problema con los falsos maestros en Creta era que «profesan conocer a Dios, pero con sus hechos lo niegan, siendo abominables y desobedientes e inútiles para cualquier obra buena» (Tit 1:16). En un sobresaliente contraste, Pablo señaló: «Y que los nuestros aprendan a ocuparse en buenas obras, atendiendo a las necesidades apremiantes, para que no estén sin fruto» (Tit 3:14).
Tanto para Timoteo como para Tito, el apóstol creó una frase ante la cual haríamos bien, especialmente en esta era sedentaria, pedirle a Dios que la hiciera realidad en nosotros: «preparado para toda buena obra» (2Ti 2:21; Tit 3:1).
Preparados para hacer el bien
Puede que en teoría la disponibilidad para hacer el bien suene fácil, pero en la práctica es un llamado que puede resultar difícil en nuestros tiempos. En nuestro mundo de carne y sangre, y ahora de automóviles y pantallas, los componentes físicos y emocionales acompañan al espiritual en nuestra buena disposición de hacer el bien. Las buenas obras cristianas comienzan en el alma, en corazones capturados por Cristo, en la fe que recibe sus beneficios, en el deseo de atraer la atención hacia Él, en el amor que desea hacer el bien a otros.
Luego, tenemos estos cuerpos. No hay manera de eludirlos. ¿Serán obstáculos para hacer el bien o estarán preparados para actuar? Cuando surja la necesidad, ¿estará nuestra voluntad preparada para romper la inercia de nuestra falta de actividad? Cuando el amor lo requiera, ¿estarán nuestros cuerpos dispuestos a moverse, con manos y brazos no demasiados voluminosos ni demasiados flácidos para alcanzar, levantar, jalar y empujar? ¿Estaremos preparados con pies y piernas que sientan la vida y la energía al moverse, en lugar de permanecer inactivos? ¿Estaré listo y dispuesto a hacer uso de este cuerpo que Dios me dio o he absorbido el patrón de esta era de mantenerlo quieto y usarlo lo menos que sea humanamente posible?
Un cuerpo inmóvil permanece inmóvil a menos que una fuerza actúe sobre él.
Dios preparó un cuerpo
Dios no diseñó ni creó nuestros cuerpos humanos para que fueran una carga. Son regalos preciosos, elaborados y sostenidos por Dios para permitirnos vivir y hacer el bien en nuestro mundo y para su gloria. Jesús dice: «Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mt 5:16). Eso requiere cuerpos.
Nuestro cuerpo no solo «no es para la fornicación», como escribe Pablo en 1 Corintios 6:13, sino que es positivamente «para el Señor», y agrega: «el Señor es para el cuerpo». Dios es pro-cuerpo, está a favor del cuerpo, no es anticuerpo, no está en contra de ellos. Él le dio un cuerpo a su propio Hijo, ¿por qué? Para que fuera un vaso hacedor de su voluntad en el mundo. Hebreos pone las palabras del Salmo 40 en los labios de Jesús al decir a su Padre: «Un cuerpo has preparado para mí», y luego: «Aquí estoy, yo he venido para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10:5-7).
Presentemos nuestros cuerpos
Nosotros también tenemos cuerpos, preparados por nuestro Padre, para realizar su voluntad en el mundo, para hacer el bien con ellos, para usarlos con el fin extender el Reino y la gloria de Cristo con actos corporales motivados por la fe y palabras que le dan significado a nuestros actos. No solo tenemos que evitar lo negativo, sino que también buscar lo positivo: «glorifiquen a Dios en su cuerpo» (1Co 6:20).
Debemos presentar nuestros cuerpos como sacrificio vivo (Ro 12:1) y nuestros miembros no como instrumentos de pecado, sino de justicia (Ro 6:13). ¿En forma activa o sedentaria? Lo más probable y frecuente es que eso demande al menos algún modesto movimiento, esfuerzo, trabajo y acción, a veces una acción vigorosa. Guiamos a nuestros miembros y músculos para que se muevan activamente en el mundo, con las piernas avanzando hacia una necesidad, al llamado del amor, y con los brazos extendidos para ayudar.
La pregunta no es si nosotros, los cristianos, necesitamos nuestros cuerpos para cumplir con el llamado que Dios nos ha dado en este mundo físico, sino si estaremos preparados para usarlos en las nuevas oportunidades que cada día nos presente. ¿O dejaremos que nuestra edad condicione nuestros cuerpos para movernos más lentamente, para hacernos permanecer quietos y para sentirnos como cargas en lugar de ser una ayuda en el llamado de Cristo?
¿Nos «adaptaremos a este mundo» y a sus deficiencias sedentarias, y dejaremos que aplasten nuestra fe y nuestro llamado, o «seremos transformados mediante la renovación de la mente» de modo que no solo seamos capaces de discernir «cuál es la voluntad de Dios» (Ro 12:2), sino que también estemos preparados y seamos capaces de presentar nuestros cuerpos y hacerlo?
¿Aptos para qué?
Los cristianos pueden apreciar el moderno término estado físico. Poder decir que un cuerpo humano saludable, capaz y activo está en buen estado físico implica que el cuerpo no es un fin en sí mismo. No es solo para mirarlo en fotografías o en escenarios, sino para hacer algo, para moverse, para entrar en acción y realizar obras en el mundo. Tener un estado físico verdaderamente bueno significa que nuestra habilidad corporal sirve para otros propósitos. El cuerpo está apto para realizar algo. La pregunta es: ¿apto para qué?
En Cristo, tenemos respuestas bastante mejores a esa pregunta que la cultura secular del entrenamiento físico y sus falsos dioses. En primer lugar, al igual que Pablo les escribió a sus discípulos, queremos estar «preparados para toda buena obra» (2Ti 2:21; Tit 3:1). Queremos estar listos para manifestar y mostrar a Dios en el mundo. Preparados con manos y brazos, pies y piernas, que palpiten con energía y entusiasmo, y sientan vida con cada movimiento, no agotamiento. Preparados con mentes, corazones y voluntades que prefieren moverse que holgazanear, que prefieren levantarse y hacer algo en lugar de sentarse frente a una pantalla, que prefieren involucrarse en el mundo y trabajar para ayudar a los demás en vez de calcular cómo moverse lo menos posible.
En Cristo, al servicio del amor, queremos tener (y mantener) nuestros cuerpos, en sus diversas estaciones de vida, en la condición adecuada y necesaria para responder a los llamados de amar a los demás que Dios hace en nuestras vidas. Queremos ser el tipo de persona que desea hacer el bien a otros y tener la habilidad de hacerlo con gusto, sabiendo que ese bien a menudo requiere esforzar nuestros cuerpos de maneras que resultan incómodas e incluso impensables si somos perezosos y estamos en malas condiciones físicas.
Un mantenimiento modesto
Para que no nos engañemos sobre la dignidad de nuestros cuerpos en esta era caída, C. S. Lewis tiene una palabra para equilibrarnos acerca del «Hermano Asno», como él lo llamó. Nuestros cuerpos son «a la vez patética y absurdamente hermosos». Son «una bestia útil, vigorosa, perezosa, obstinada, paciente, adorable y exasperante que merece tan pronto un palo como una zanahoria»[1]. Y enfatizar nuestro llamado de hacer buen uso de nuestros cuerpos no es para deshonrar la incapacidad, sino para dignificarla como una pérdida, dolor y aflicción real.
Sin embargo, ser conscientes de nuestras limitaciones e incapacidades no significa aceptar los supuestos sedentarios de nuestra época.
En Cristo, hemos encontrado el Tesoro escondido en el campo (Mt 13:44). Ahora poseemos la Perla de Gran Valor (Mt 13:45-46). Hemos probado el incomparable valor de conocer a Cristo Jesús como nuestro Señor (Fil 3:8). Disfrutar de esta vida, como un fin en sí, resulta penosamente limitado. Disfrutar a Cristo es una meta digna, en realidad vital, ahora y siempre. Esta es nuestra vida. Él es nuestra vida.
Ese deleite en Jesús es endulzado por el modesto uso y mantenimiento de estos cuerpos. Dios no los hizo para que solo estuvieran sentados. Los hizo para meditar en sus palabras y luego moverlos hacia el mundo, en dirección a las necesidades. Y el movimiento no solo nos hace más saludables y alegres, sino que favorece nuestro llamado a amar; y al amar así, en el nombre de Jesús, nuestro gozo en Él se profundiza y crece.
Un mantenimiento modesto es suficiente para la mayoría de nosotros. A diferencia de nuestro mundo, y de sus extremos, nosotros tenemos un llamado superior, que fluye del propósito mismo de Dios en el universo, de poner al Hermano Asno a trabajar para el servicio del amor y para la gloria de Dios.
David Mathis © 2021 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. Traducción: Marcela Basualto.
[1]Nota del Traductor: traducción propia