…aquel que obró eficazmente para con Pedro en su apostolado a los de la circuncisión, también obró eficazmente para conmigo en mi apostolado a los gentiles. (Gálatas 2:8)
Si tuviéramos que resumir en una sola frase el resultado de las gestiones hechas por los enemigos de Pablo para desacreditarlo a él y a su mensaje, bastaría con recurrir al dicho «ir por lana y salir trasquilado»: No sólo fracasaron en sus intentos, sino que además terminaron expuestos bajo una luz negativa.
Eran ellos quienes habían apelado a la autoridad de los líderes de Jerusalén: habían asignado la máxima importancia al veredicto de estos dirigentes. Los líderes, sin embargo, no tuvieron desacuerdo alguno con Pablo, y en consecuencia, quienes aparecieron como rebeldes fueron los detractores del apóstol: oponiéndose a él, se opusieron implícitamente a los líderes que pretendían respetar.
El texto de hoy es relevante porque, además de describir la armonía que hubo entre Pablo y los demás apóstoles en medio de esta delicada situación, nos da una muestra de la importancia que se le reconoció a la evangelización de los no judíos. Se reconoció, de un lado, que Dios les había abierto la puerta de la salvación sin exigirles renunciar a su nacionalidad, pero se comprendió, además, que no serían miembros de menor categoría: entrarían en igualdad de condiciones.
La prueba, en este punto, es la «dignidad» que se le reconoció al trabajo de Pablo: el apóstol estaba desempeñando un ministerio comparable al de Pedro, y esto era nada menos que por disposición de Dios: «…se me había encomendado el evangelio a los de la incircuncisión, así como Pedro lo había sido a los de la circuncisión». Había, por tanto, una designación que lo respaldaba, y no sólo eso, sino también una capacitación con que Dios había confirmado su vocación: «…aquel que obró eficazmente para con Pedro en su apostolado a los de la circuncisión, también obró eficazmente para conmigo en mi apostolado a los gentiles». Los líderes de Jerusalén habían entendido esto, y Pablo, consciente de ello, puede concluir diciendo: «al reconocer la gracia que se me había dado, Jacobo, Pedro y Juan, que eran considerados como columnas, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra de compañerismo, para que nosotros fuéramos a los gentiles y ellos a los de la circuncisión».
Meditar en esto debería movernos a la gratitud. Dios no sólo quiso abrir el evangelio a las naciones, sino que incluso dispuso de los medios necesarios para hacerlo llegar con eficacia. Hoy el mundo entero puede conocer a Cristo para ser salvo, y pensando en esto, es importante que nos hagamos la pregunta: ¿Estamos nosotros, al igual que Dios, interesados y activos en la proclamación del evangelio a toda la humanidad? ¿Estamos nosotros, como iglesia y como individuos, aprovechando cada recurso y ocasión que tenemos para hacer que el incansable trabajo de Pablo encuentre eco en nuestros días?
No nos durmamos en la seguridad de nuestra salvación. Dios tuvo la gran misericordia de proveernos mensajeros, y para quienes vendrán en los días venideros, somos nosotros quienes debemos asumir el relevo: no permitas que se rompa la cadena.