«Religiosas» y «no religiosas» por igual, todas las personas debemos lidiar con el hecho de que esta vida no es eterna. Pero ¿lo hacemos?
Deberíamos admitir que no lo suficiente, y eso hace que John Ortberg se merezca toda la atención del mundo cuando escribe que la vida es como un juego de tablero: puedes obtenerlo todo y arrasar con tus competidores, pero —como nos recuerda el título de su libro— «cuando el juego termina todo regresa a la caja». Esta vida se acaba, las piezas del juego se guardan, y aunque quieras congelar la escena de tu triunfo, tus «logros» desaparecen —no te puedes llevar nada—.
El libro, fiel a esta idea, describe toda nuestra realidad desde dicha perspectiva. Los capítulos se agrupan en secciones, y éstas, en orden, describen «El juego», «El objetivo», el «Armado», «Las reglas del juego», los «Peligros» y las claves «Para ganar». Es un esquema ingenioso, pero lo mejor y más importante es que con esto el autor cubre una gama muy amplia de situaciones en que podemos —y debemos— examinarnos.
Ortberg aclara nuestro objetivo desde las primeras páginas: lo que debemos lograr es enriquecernos, pero no con cosas de esta vida —que constituyen pobreza—, sino con lo que Dios llama riquezas.
A partir de entonces, contrasta lo que sabemos con lo que practicamos, y es abrumador, a ratos, descubrir la gran cantidad de áreas en las que insistentemente actuamos contra todas las evidencias (tanto bíblicas como no bíblicas).
Ortberg, por tanto, nos muestra a qué se parece la vida ajustada a la realidad, y al hacerlo, nos confronta permanentemente con nuestra necesidad de reconocer la supremacía total de Dios. Controlar todo es una facultad sólo suya, y por tanto, en palabras del libro, uno debe «renunciar a ser el amo del tablero». Nada nos pertenece y las reglas las pone Dios.
El libro, a mi parecer, saca mucho de nosotros a la luz, pero lo que a mí, como lector, me ayudó más, fue su reflexión sobre el uso del tiempo y nuestra necesidad de descubrir la misión personal que Dios nos ha asignado. Lo que dice, ciertamente, no es nuevo, pero su forma de expresarlo es eficaz, y coincide, en gran medida, con una inquietud que abrigo.
Como todo libro de su tipo, el provecho que saques dependerá de tus propias vivencias, pero en el peor de los casos, no creo que su lectura te aburra. Ortberg, de principio a fin, comunica las cosas con gracia, y su capacidad de describir la condición humana es notable (en parte, quizás, gracias a sus estudios de psicología).
Algo que me dejó insatisfecho fue la falta de una mayor exposición bíblica. No dudo de que Ortberg conoce su Biblia —y procura basarse en ella—, pero cuando un autor sólo menciona textos aislados —y esporádicamente—, construye algo que, para el lector «bíblicamente iletrado», es un mundo de ideas autónomo. La ausencia de un contexto influye sobre la percepción del pasaje, y en consecuencia, a menos que sea un lector bíblicamente educado, no edificará su vida sobre la Biblia sino sobre la narración que el autor hace de ella (y esta, de paso, es la razón por la cual algunas personas terminan aferrándose más a los autores que a la propia Biblia).
El evangelio, en particular, debió aparecer con más fuerza, pero como debilidad, no empaña el valor de lo que el libro sí comunica. No me atrevería concretamente a decir que «me cambió la vida», pero sí diría que nuestras vidas cambiarían mucho si practicáramos la sabiduría que se encuentra en sus páginas.
En resumen, creo que es un llamado insistente y amoroso a practicar lo que siempre hemos sabido. Nosotros hemos aprendido a silenciar nuestra conciencia, pero Ortberg ha sabido poner en palabras aquello que amenaza con convertirse en remordimiento un día.
Espero volver a leerlo, pero siendo más preciso, creo que debería hacerlo. Necesitaré, probablemente, un empujón, pero con un libro de este tipo se hará grato.