Desde hace algunos años, una de mis mayores frustraciones ha sido, probablemente, el pobre uso que los expositores bíblicos hacen (hacemos) del lenguaje. Iglesias y seminarios imparten clases de homilética (predicación), pero generalmente en ellas el lenguaje se da por asumido y no se considera la manera en que éste, usado inconscientemente, puede por ejemplo hacer cosas tan indeseables como divorciar la mente del corazón o dividir la vida en un ámbito «sagrado» y otro «secular». El lenguaje, por un lado, es un reflejo de nuestro pensamiento, pero si lo consideramos en un sentido inverso, es también lo que moldea el pensamiento de quienes nos oyen.
Eugene Peterson es agudamente consciente de esto, y ha plasmado una buena parte de su interesante visión en un libro que lleva por título Así hablaba Jesús. Examina la forma en que nuestro Maestro usaba el lenguaje, pero no precisamente cuando enseñaba «formalmente», sino cuando conversaba con la gente en el camino o hablaba con su Padre en oración. ¿Usaba acaso dos lenguajes diferentes?
Para Peterson, quienes hacemos esto sólo somos nosotros. Cuando vivimos la cotidianidad usamos el lenguaje «normal», pero cuando queremos hablar de lo «espiritual», usamos un lenguaje que más bien crea una barrera. Dice Peterson: «Deseo eliminar el bilingüismo con el que nos criamos o que adquirimos durante nuestro crecimiento: un lenguaje para hablar de Dios y sus cosas, para la salvación y Jesús, para cantar himnos y concurrir a la iglesia; otro lenguaje que aprendemos cuando vamos a la escuela, conseguimos un empleo, jugamos a la pelota, vamos a bailes y compramos patatas y vaqueros». «No hay un lenguaje del “Espíritu Santo” que se utiliza para los asuntos relacionados con Dios y la salvación y luego un lenguaje mundanal aparte para comprar repollos y automóviles. “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy” y “pásame las papas” vienen de la misma reserva común de palabras».
Su estrategia, entonces, consiste en mostrarnos el uso que Jesús hace del lenguaje, y para ello, divide el libro en dos: un análisis de las parábolas contadas por Jesús al viajar por Samaria (centrado en los capítulos 9 al 19 de Lucas), y un estudio de las oraciones registradas por los distintos evangelistas. Peterson, en verdad, logra mostrarnos lo que se propone, pero junto con eso, busca también ilustrar el efecto generado en sus oyentes. Las parábolas, por ejemplo, disuelven nuestra división sagrado/secular, y el resultado es que Jesús involucra a sus oyentes en la acción saltándose los prejuicios que levantamos en nuestras conversaciones definidas como «espirituales». Otro tanto logra también en la sección de las oraciones, donde enfatiza, por supuesto, el carácter relacional de ellas: «La oración nos involucra profunda y responsablemente en todas las operaciones de Dios. La oración también involucra de manera profunda y transformadora a Dios en todos los detalles de nuestra vida».
El libro se caracteriza por un exuberante análisis del lenguaje, pero dicha abundancia no se detiene en lo técnico sino más bien en el sentido final de los formatos y expresiones con que nos comunicamos. Peterson es un erudito del hebreo y del griego (famoso, de hecho, por su traducción/paráfrasis de la Biblia conocida como The Message), pero lo que queda claro en este libro es que su acercamiento al lenguaje no es un acto frío sino la reflexión de un verdadero amante de las palabras (pocas veces, me atrevo a decir, se encuentra uno con alguien que, al estudiar y explicar la Biblia, dedique tanta atención a lo que las palabras expresan más allá de las definiciones que registra el diccionario teológico).
Ocasionalmente más de alguien tendrá claras discrepancias con algunas de sus interpretaciones, pero el gran mérito de Peterson (además de su valentía en explorar territorios que la mayoría descuida) radica en que, aun en esos momentos, nos obliga a detenernos y meditar una vez más en lo que dábamos por sentado. Su análisis, a veces, podrá no ser el más ortodoxo, pero si algo resulta claro es que las mentes creativas como la suya suelen bordear —y felizmente, muchas veces expandir— los límites.
El libro, debo admitir, contiene algunos pasajes en que la reflexión de Peterson puede ser difícil de seguir (especialmente cuando entra en terrenos más abstractos), pero si te interesa —¡como a mí!— percibir y expresar a Dios como esa realidad que todo lo llena y permea, este libro es para ti.