Tanto a la luz de la Escritura como de la experiencia diaria, el cristiano debería siempre reconocer que, en un sentido, aún no se halla totalmente libre del pecado.
Esto, a mi entender, es fácilmente demostrable, pero lo curioso es que, aun siendo así, hay muchos creyentes que no están dispuestos a reconocerlo (y especialmente cuando se les somete a un análisis individual).
Es fácil aceptarlo cuando el hecho se describe como un problema que afecta a todos los cristianos —ya que esto nos permite desaparecer entre la multitud—, pero cuando el foco de luz acusador se va deteniendo en cada uno de nosotros, la tentación a huir es prácticamente invencible.
Bajamos la vara de la perfección, inventamos excusas, nos comparamos con otros que supuestamente son más malos y, cada vez que nos es posible, relativizamos la pecaminosidad de nuestros pecados dirigiendo la atención a los pecados más escandalosos que se cometen a nuestro alrededor. A la sombra de éstos, nuestras faltas parecen ser simples «debilidades».
No obstante, en su libro Pecados respetables, Jerry Bridges llama a las cosas por su verdadero nombre: nuestras debilidades son, desde todos los puntos de vista, pecados, pero suelen ser tratados como «faltas menores» porque siempre las comparamos con los pecados más atroces.
No se ven tan pequeñas, sin embargo, cuando son expuestas en detalle. Bridges selecciona una breve muestra de pecados «aceptables» y, a la luz de la Escritura, nos permite llegar fácilmente a la dolorosa conclusión de que aún tenemos mucho «paño que cortar». Esta es la lista que considera:
- Impiedad
- Ansiedad y frustración
- Falta de contentamiento
- Ingratitud
- Orgullo
- Egoísmo
- Falta de dominio propio
- Impaciencia e irritabilidad
- Ira
- Las consecuencias de la ira
- El juzgar a los demás
- Envidia, celos y pecados similares
- Los pecados de la lengua
- Mundanalidad
No escribe, en todo caso, como si él hubiera superado estas cosas (y lo menciono por si a alguien le sirve de consuelo), sino como un cristiano más que debe superarse también y que, sin embargo, puede entregar en manos de sus lectores algunas herramientas eficaces.
Tal es el caso, por ejemplo, de los capítulos introductorios, que vienen a ser, en verdad, un marco teórico en donde se exponen los fundamentos del Evangelio y la forma en que éste hace necesaria y posible la erradicación del pecado en nuestras vidas.
Es, a mi juicio, un libro que hacía falta y cuya lectura recomiendo de todo corazón, de buena gana y con suma urgencia.