De la noche a la mañana, mi sobrina de ocho años pasó de ser una pequeñita vivaz que cantaba su vida (como si estuviera cantando la banda sonora de la película de su propia vida) a ser una niña asustadiza y retraída que hablaba tan bajito que apenas podíamos escucharla. Era como si literalmente estuviera perdiendo su voz, perdiéndose a sí misma. Entonces, nos enteramos que estaba sufriendo de acoso escolar en su escuela.
Con el tiempo, me contó que pensaba que si dejaba de ser ella misma no se metería en problemas. Escucharla decir esto me rompió el corazón. Quise que existiera un libro para que leyera antes de ir a la escuela donde pudiera ver lo que Dios dice sobre ella y no escuchar lo que esos matones decían. Así que pensé que sería bueno que escribiera uno –se llama Thoughts to Make Your Heart Sing [Pensamientos que provocan canciones en tu corazón]. Se ha convertido en un libro de esperanza para los niños–.
Los niños recurren a nosotros para todo. Sin embargo, en lo que les hemos dado, ¿se nos ha olvidado darles esperanza? ¿Los hemos abandonado en su desesperanza, fijándonos en lo que deben hacer, pero no hacen? ¿Fijándonos en quiénes deben ser, pero no son? Entonces, ¿cómo le damos esperanza a los niños?
Debemos ayudarlos a que dejen de centrarse en sí mismos para que vuelvan su mirada a Dios, donde ésta pertenece. Debemos contarles verdades como éstas:
Dios sostiene los océanos en la palma de su mano. Si Dios puede sostener los océanos, también puede sostenerte a ti (p. 106, [en la versión en inglés]).
Si Dios se preocupa del gorrión más pequeño, ¿cuánto más se preocupa por ti, su hijo? (p. 152, [en la versión en inglés]).
Si Jesús puede calmar una tormenta en un lago, también puede calmar la tormenta que hay en tu corazón. (p. 181, [en la versión en inglés]).
Dios no sólo ve quién eres tú, sino que también ve la persona en la que él te va a transformar (p. 145, [en la versión en inglés])
Le damos esperanza a los niños cuando les decimos lo que es más importante.
Ellos no necesitan que les digamos que deben esforzarse más, creer más o portarse mejor, pues esto sólo los desespera. En sí mismo, el código moral siempre nos aflige, porque nunca podemos vivir a su altura. Por lo tanto, no lo necesitamos, pero lo que sí necesitamos es un Rescatador.
Cuando visito iglesias y le hablo a los niños, les hago dos preguntas: la primera, «¿cuántos de ustedes a veces piensan que tienen que ser buenos para que Dios los ame?». Tímidamente, alzan sus manos; yo también la levanto junto a ellos. La segunda pregunta que les hago es, «¿cuántos de ustedes a veces piensan que si no son buenos, Dios dejará de amarlos?». Ellos miran a su alrededor y nuevamente levantan sus manos.
Estos son niños de la Escuela Dominical que conocen la Biblia, pero aún así, de alguna manera, no han entendido lo más importante de todo; no han comprendido de qué se trata la Biblia. Son niños como una vez yo también lo fui. Yo pensaba que Dios no podría amarme porque no estaba haciendo las cosas correctamente.
Entonces, ¿cómo los ayudamos? ¿Qué podemos hacer? Podemos enseñarle a los niños que la Biblia no se trata de ellos.
La Biblia no se trata simplemente de ellos y de lo que deben hacer; se trata de Dios y de lo que él ha hecho. No es un libro de reglas que nos dice cómo comportarnos para que Dios nos ame. Tampoco es un libro de héroes a quienes podemos imitar para así obtener el amor de Dios.
Más que nada, la Biblia es la Historia, la historia de cómo Dios ama a sus hijos y viene a rescatarlos. Pese a todo, sin importar qué ni cuánto le haya costado, Dios nunca dejará de amar a sus hijos con un amor maravilloso, incesante, siempre presente, inquebrantable, perdurable y eterno. ¿Le estamos contando a los niños la historia o le estamos enseñando una simple lección?
Mi sobrina no necesitaba otra lección. Lo que necesitaba era saber que era amada con un amor maravilloso, incesante, siempre presente, inquebrantable, perdurable y eterno. Lo que ella necesitaba era la invitación a ser parte de la Historia. Lo que ella necesitaba era conocer al Héroe y formar parte de su magnífica historia. Esto era lo que ella necesitaba porque las reglas no nos cambian, pero la Historia, la Historia de Dios, sí lo hace.
Entonces, ¿cómo inculcamos el amor de Dios en los niños? Simplemente, contándoles la Historia –la Historia de cómo Dios ama a sus hijos y viene a rescatarlos–. Contándoselas bien, con fidelidad y claridad; contándoselas sin bajarle la complejidad, ni explicarla exhaustivamente ni reducirla a una lección moral.
Las historias no dicen la verdad confrontacionalmente; no nos obligan; no discuten con nosotros para que las creamos. Simplemente son. El poder de la historia no está en resumirla, en simplificarla o en reducirla a una idea abstracta. El poder de la historia no es la lección. El poder de la historia es la historia misma.
Cuando Dios envió al profeta Natán a hablar con el rey David (2S 12:1-4), Natán no lo confrontó con un sermón sobre su pecado; más bien, le contó una historia. David no lo veía venir; la historia atravesó sus defensas.
Eso es lo que hace una verdadera historia, no viene directamente hacia nosotros y levanta una muralla de defensa. Viene por el costado y captura nuestros corazones.