Por siglos, los cristianos llamaron a los días entre la muerte de Jesús y su resurrección, Sábado Santo. Para muchos de nosotros, sin embargo, el día se ha convertido sólo en otro sábado normal. Podríamos tener algunas reflexiones sobrias del Viernes Santo, pero, para la siguiente mañana, estamos comprando víveres, limpiando la casa y preparándonos para la celebración de la Pascua. Después de todo, Jesús sabía que resucitaría y todos sabemos lo que viene. Entonces, ¿por qué no seguir adelante con la alegría?
El problema es que la Escritura nos cuenta la historia de manera diferente. El Padre no levantó a Jesús directamente de la cruz. Hubo un día entremedio. Una pausa. Un espacio. En el centro del primer resumen del Evangelio, se encuentra el silencio del Sábado Santo. Pablo le escribió a los corintios: «porque yo les entregué en primer lugar lo mismo que recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día […]» (1Co 15:3-4). ¡En primer lugar! Muerto. Sepultado. Resucitado —pero no hasta el tercer día—. ¿Por qué tanto? ¿Cuál es el sentido de este sábado de punto muerto? ¿Qué importa marcar en este sabbat silencioso?
Una manera confiable de darnos cuenta de la importancia del Sábado Santo es abordarlo por medio de la perspectiva de los primeros discípulos. Cada año, muchos de nosotros cantamos: «¿viste tú cuando en la cruz murió?». Entramos a la historia a través de los personajes de la narrativa de la Pasión y, ciertamente, provoca que temblemos. En la Pascua, muchos de nosotros nos levantamos y decimos: «¡Jesús resucitó hoy!», aun cuando estamos en 2020. Sentimos los corazones ardientes de sus discípulos en el camino a Emaús o el gozo triste de María, y sabemos que la Pascua es nuestra historia también. Por tanto, una vez que le otorguemos la realidad histórica, la necesidad narrativa del Sábado Santo, podremos abordar su significado de la misma manera, por medio de aquellos que estuvieron ahí.
¿Qué pasó el Sábado Santo?
Jesús predijo este día cuando dijo: «porque como estuvo Jonás en el vientre del monstruo marino tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mt 12:40). Un rápido vistazo a la oración de Jonás revela: «[…] desde el seno del Seol pedí auxilio, y Tú escuchaste mi voz. […] Descendí hasta las raíces de los montes, la tierra con sus cerrojos me ponía cerco para siempre» (Jon 2:2, 6). Después de que el cuerpo humano de Jesús había expirado en la cruz, su alma humana entró al ámbito, o al estado, de los espíritus difuntos.
Conocido en hebreo como Seol, y en griego como Hades, este era el estado desencarnado de la existencia sombría. (Este Hades no es lo mismo que el infierno, el «lago de fuego» de Apocalipsis 20:10, 14-15). La Escritura lo describe como algo que está debajo del mar más profundo (Jon 2:3) o en el centro de la tierra (Dt 32:22), y por lo tanto, también es descrito como el abismo (Ro 10:7) o incluso el sepulcro (Sal 30:3). Estas descripciones escriturales están escritas como alusiones poéticas porque los vivos sólo pueden especular sobre este estado desconocido. En el Seol, uno es consciente, pero está aislado, cortado de la comunidad de adoración, olvidado por los vivientes, sin esperanza de volver. Esta era la muerte, y Jesús entró en ella. Treinta y cinco veces en el Nuevo Testamento leemos que Jesús fue resucitado ek nekron, literalmente «desde los muertos»: desde el estado de muerte y de la solitaria compañía de los muertos.
Entre la cruz y la tumba vacía, el alma de Jesús entró al estado de la muerte. El Catecismo Mayor de Westminster, en respuesta a la pregunta 50, describe esta realidad sucintamente: «la humillación de Cristo después de su muerte consistió en haber sido sepultado, continuando en el estado de los muertos y bajo el poder de la muerte hasta el tercer día». Jesús permaneció bajo el poder de la muerte. Él no fue rescatado ni resucitado inmediatamente. Su cuerpo humano yació en la tumba de José. Su alma humana estaba en el reino de los muertos.
A lo largo de siglos, han surgido muchas preguntas sobre lo que Jesús experimentó en el Seol/Hades. ¿Durmió, como si estuviera en el gran descanso del sabbat? ¿Estuvo en el «paraíso» (Lc 23:43), un estado alegre considerado por algunos en los días de Jesús como parte del Seol, conocido también como el seno de Abraham (Lc 16:22)? ¿Fue activamente atormentado como si estuviera en el infierno? ¿Estaba proclamando su triunfo a los espíritus de los muertos e incluso a seres angelicales retenidos «abajo»? Estas son grandes preguntas. Buscar respuestas puede llevarnos a consideraciones saludables de la persona y obra de Jesús, pero también a la controversia. No obstante, debemos tener nuestras especulaciones resueltas para experimentar el valor bíblico del Sábado Santo.
¿Qué significa el Sábado Santo para nosotros?
Al considerar la primera experiencia de los discípulos el Sábado Santo nos da un sentido para el día que cruza las divisiones teológicas. Primero, esperaron. El sábado era un sabbat. No pudieron terminar de preparar el cuerpo de Jesús para el entierro (Lc 23:54-56). Sintieron una incompletitud.
Con seguridad, ese sábado experimentaron sentimientos similares a aquellos descritos el domingo antes de que la verdad de la resurrección de Jesús se les revelara por completo. Repasaban una y otra vez los eventos, intentando darle sentido al impacto (Lc 24:15). Sus rostros abatidos expresaban sus corazones (Lc 24:17). Jesús estaba muerto. ¿Realmente este podría ser su final? Sí, Él había predicho que resucitaría al tercer día. Pero los discípulos en su dolor u olvidaron esa promesa o ya no la creían (o quizás nunca la entendieron realmente). Los repugnantes sonidos del Viernes Santo seguían irrumpiendo en el inquietante silencio de su ausencia. Esperaron, pero con poca, si es que, esperanza. En este estéril séptimo día, aquellos que amaban a Jesús se escondieron detrás de puertas cerradas con llaves con miedo y desesperación (Jn 20:19).
Tenemos sentimientos similares cuando enfrentamos la muerte. No importa cuán fuerte sea nuestra fe, cada uno puede experimentar la punzada de la separación prematura del amor. ¡Simplemente esto no es como se supone que debe ser! Nos han interrumpido. Nos encontramos esperando el regreso del amado aun cuando sabemos que no puede ser. Sentimos la soledad de esta ausencia y podríamos preocuparnos de que nuestro fallecido también esté solo, sin saber de nuestro amor. Soportamos la espera del reencuentro atormentados en la medianoche por la pregunta: «¿realmente hay algo más que este vacío?».
El Sábado Santo nos dice que Jesús entró en la muerte y permaneció muerto. El silencio fue lo suficientemente largo que Él probó verdaderamente la muerte (Heb 2:9) y experimentó las punzadas de estar en el asidero de la muerte (Hch 2:24). Él entró completamente a la tierra de la cual nadie regresa. Él asumió la gran soledad de la muerte como parte de nuestra redención. Y sus discípulos experimentaron su muerte como si fuera permanente. Maravillosamente, esta es una buena noticia para nosotros.
Incluso la oscuridad no es oscura
Debido a que el Sábado Santo es un intervalo, la esperanza del Salmo 139 ahora está enraizada en la propia experiencia de Jesús: «si en el Seol preparo mi lecho, allí Tú estás» (Sal 139:8). Jesús descendió a los muertos. Hizo suya toda esa oscuridad. La muerte capturó a Jesús mientras entraba completamente a ella. Pero entonces, en la gran inversión, Jesús capturó a la muerte. En su resurrección, Cristo llenó esa oscuridad con la luz de su presencia. Él disipó esa penumbra para siempre por aquellos que confían en Él. Por lo tanto, cuando consideramos ese cruce a la muerte, ahora podemos aferrarnos a la verdad: «ni aun las tinieblas son oscuras para ti» (Sal 139:12). Así como Jesús tomó nuestros pecados, así también tomó toda tu solitaria muerte como suya.
Por tanto, ahora marcamos el Sábado Santo en la iglesia. Tomamos tiempo para que el silencio sea el silencio. Pasamos una hora sintiendo la realidad de este terrible intervalo antes de que regrese la esperanza. Leemos los salmos juntos, sabiendo que Jesús los oró, creyendo que proveyeron un guion para expresar lo que Jesús padeció.
Lo escuchamos orar: «he llegado a ser como hombre sin fuerza, abandonado entre los muertos; como los caídos a espada que yacen en el sepulcro, de quienes ya no te acuerdas, y que han sido arrancados de tu mano» (Sal 88:4-5). Oramos en la voz de Jesús el Salmo 30, Jonás 2 y el Salmo 143, a fin de orar en medio de la terrible espera del primer Sábado Santo. Aumentamos la tensión en su muerte creada por este intervalo. Al hacerlo, nuestra esperanza en la Pascua se magnifica. Puesto que el domingo continuamos con el Salmo 139, imaginándonos a Jesús sentado en la tumba, preparándose para volver de golpe al mundo y alabando al Padre y al Espíritu que lo sostuvo en su muerte: «al despertar aún estoy contigo» (Sal 139:18).