G.K. Chesterton dice en su ensayo Emancipation of Domesticity [La emancipación de la domesticidad] que la mujer que ha hecho del hogar su dominio «puede desarrollar muy bien muchas otras cosas en lo que no es la mejor».
Por cierto, en un mundo que corre tras la especialización, esto es un enigma.
Aparte de decir, «¡nunca podría hacer eso!», ¿qué le dirían a una mujer que no es una profesional? Los deberes de una ama de casa son forzosamente amplios y, por lo tanto, no dan espacio a los límites que tiene un trabajo profesional. Al igual que cualquiera, las mamás que nos quedamos en casa tenemos una diversidad de intereses y capacidades. Yo amo escribir, estudiar la Biblia, hornear, tomar fotografías y, de vez en cuando, dejarme llevar por un proyecto de tejido, pero estoy lejos de ser una experta en cualquiera de esas cosas. El tiempo que le dedico a esos intereses los encuentro en los recovecos de la vida: durante la siesta de los niños, después de acostarlos en la noche, por aquí y por allá. Una madre pasa la mayoría de su tiempo criando, enseñando, preparando comidas, limpiando, instruyendo, lavando ropa, cambiando pañales, acurrucando a sus hijos, comprando, ordenando y amando.
Chesterton dice que «en cada centro de la humanidad debe existir un ser humano que esté a cargo de un plan mayor; alguien que no “dé lo mejor de sí”, si no que lo dé todo».
Cuando los hijos son pequeños, es fácil pensar que nunca vendrá el tiempo para profundizar en un área de interés propio. Esto será perpetuo, como dice Bilbo, algo «frágil, disperso como mantequilla untada sobre demasiado pan».
Sin embargo, lo que me asombra de la fusión de nuestros dones y capacidades con la maternidad es ver la forma en que Dios nos quita cosas y nos equipa de maneras que nunca habríamos podido anticipar.
Los dones de Dios y nuestros hijos
Dios nos da dones y capacidades, luego nos da hijos. Quizás podríamos pensar que Dios cometió un error cuando nuestros dones y capacidades parecen completamente irrelevantes para criar hijos y manejar un hogar. Podríamos haber obtenido las mejores calificaciones en Historia del Arte, en Escritura Creativa o Biología, pero ¿de qué nos sirve cuando el montón de ropa sucia alcanza niveles épicos? Quizás estamos acostumbradas a la sensación de capacidad que teníamos en el tiempo previo a la maternidad, pues nos graduamos con honores o profesores o empleadores nos recomendaban. Sin embargo, ¿cómo se traspasa esto a la preparación de comidas con un bebé que llora en nuestros brazos y un pequeñito que tiene el talento natural para probar las Leyes de Newton una y otra vez?
No obstante, nuestras capacidades, nuestra educación, nuestras buenas calificaciones obtenidas con gran esfuerzo en la materia que sea, sí tienen lugar en casa: ahora necesitarán esforzarse de la misma manera en la que lo hicieron en ese entonces. La disciplina del estudio en la sala de clases sencillamente ha alcanzado su objetivo: la vida real. En ella, las lecciones serán aquellas que van a requerir todo nuestro ser, más que lo mejor de nosotras. Las lecciones que debemos pasar ahora tienen que ver con aprobar o reprobar. ¿Había cena? ¿Sí? Aprobada. ¿Hay ropa limpia para vestir? ¿Sí? Aprobada. Y quizás la única que sostiene a todas las otras lecciones: ¿dieron todo lo que Cristo les ha dado?
En los intensos años de maternidad, Dios nos moldea, nos humilla y nos pone a prueba e, incluso a medio camino, ya no seremos lo que éramos al principio. Esa es una característica que Dios ha puesto en la maternidad, no un problema. Si después de todo siguiéramos siendo las mismas que éramos al principio, algo no andaría bien. Dios se dedica a transformarnos y la maternidad es un medio del Evangelio.
La maternidad imita la cruz
Dios usará nuestra historia, la educación que recibimos en el pasado, nuestros logros antes de la maternidad con un propósito que tal vez no nos gustará inmediatamente: mostrarnos quiénes somos cuando nos quite esas cosas. ¿Quiénes somos cuando estamos luchando para amamantar a un recién nacido que no puede mamar apropiadamente? ¿Quiénes somos cuando entramos en un mundo de suministros médicos y consultas terapéuticas después de descubrir que el cerebro de nuestro bebé no se desarrolló normalmente?
En ese sentido, la maternidad imita a la cruz. Es el gran nivelador para las mujeres. A los bebés no le importa si tenemos un doctorado; un niño no dejará de hacer un berrinche porque en nuestra época escolar obtuvimos las mejores calificaciones. Esto no quiere decir que esos logros no sean valiosos, pero su valor se transfiere solo si dan fruto en la disciplina de nuestro carácter que nos lleva a parecernos más a Jesús.
Nosotras, las madres, podemos ser liberadas de la necesidad de buscar ser la mejor para que, en vez de eso, busquemos dar todo nuestro ser a lo que Dios ha puesto frente a nosotras. Podemos darlo todo al contar historias, al limpiar otra vez lo que se ensució, al preparar las comidas que deben satisfacer pequeños estómagos, al entrenar a los nuestros en rectitud. Entonces, en los recovecos de la vida, también démoslo todo por nuestros intereses únicos.
Nunca sabremos dónde nos llevará Dios ni cómo el estado actual de los asuntos podrían moldearnos para un servicio futuro. Tal como Bilbo nunca predijo su viaje final a las Tierras Imperecederas, después de años de ser dispersado tan frágilmente, las madres tampoco podemos saber cómo Dios está obrando hoy en nosotras para los años que vienen.
Después de todo, los Hobbits son sorprendentemente pequeños. Supongo que las madres también lo
somos
Abigail Dodds © 2016 Desiring God Foundation. Publicado originalmente en esta dirección. Sitio web: desiringGod.org — Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda

