La Biblia es incómodamente cómoda, incluso se deleita en promover un tipo especial de temor.
Para muchos de nosotros, cualquier experiencia de temor se siente como un enemigo contra el cual debemos luchar y del que debemos liberarnos. Y Dios sí nos libera de nuestros temores: «Busqué al Señor», dice el Salmo 34:4, «y Él me respondió, y me libró de todos mis temores» [énfasis del autor]. Bueno, de todos nuestros temores, excepto uno. Solo tres versículos después, el rey David escribe: «El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen […]. Teman al Señor, ustedes sus santos» (Sal 34:7, 9). Entonces, confiar en Dios disipa un cierto tipo de temor y enciende otro, incluso lo ordena: Tú, que serás librado de tus temores, teme al Señor.
Por tanto, una parte significativa de la madurez es aprender a no temer lo que no debemos temer, pero sí temer cada vez más, incluso con alegría, a quien sí debemos.
Familiarizados con el temor
Cuando David escribió estas líneas del Salmo 34 acerca del temor, recién había escapado de circunstancias más temibles de las que la mayoría de nosotros alguna vez enfrentará. El hombre más poderoso del país, inflamado por celos intensos y violentos, lo estaba persiguiendo como si fuera una presa. El rey Saúl estaba tan decidido a matar a David que intentó clavar su lanza en su propio hijo por interponerse en el camino (1S 20:33).
Desesperado por escapar, David huyó hacia los filisteos —el horrible enemigo contra quien había combatido por años—. Cuando entró en la ciudad, los rumores se extendieron rápidamente: «¿No cantaban de él en las danzas, diciendo: “Saúl mató a sus miles, y David a sus diez miles”?» (1S 21:11). David se dio cuenta de que había salido de un peligro para caer en otro igualmente riesgoso. Aterrado por lo que el rey filisteo podría hacerle, David fingió estar demente para parecer digno de lastima e inofensivo (1S 21:13). Cualquiera que sea el temor que nos atormenta, aún no hemos necesitado aparentar locura para sobrevivir.
Esta es solo una de las muchas ocasiones temibles que David enfrentó. Peleó contra leones y osos usando solo sus manos; desafió al gigante cuando nadie más se atrevía; huyó y se ocultó de su propio rey en cuevas durante años; soportó la traición y rebelión dirigida por su propio hijo. Este hombre conocía bien el temor: los temores descontrolados y desesperados. Y Dios usó esos temores para enseñarle a él, y a nosotros, el temor de Dios.
Enséñame a temer
A medida que David experimentó la liberación de sus temores más oscuros, aprendió un temor más dulce y más profundo: «Vengan, hijos, escúchenme; les enseñaré el temor del Señor» (Sal 34:11). La vida cristiana está llena de paradojas, pero ¿no es sorprendente que nos liberamos del temor al aprender a temer?
El temor de Dios es la aceptación de corazón de la magnitud de su autoridad santa y soberana. Es admitir que Dios es digno de nuestra admiración, devoción, reverencia y sobrecogimiento; pero es mucho más que una admisión. Es una sumisión de cara al suelo, con el alma temblando y por toda la vida; es darse cuenta de cuán pequeños, pecaminosos e indignos somos a su lado y, sin embargo, es atreverse a acercarnos a Él en Cristo. Aquellos que temen a Dios han recibido su gracia y misericordia sin menospreciar ni marginar todo lo que, para los pecadores, lo hace temible.
En realidad, las mismas cosas que temeríamos, si no fuera por la gracia, solo realzan nuestra experiencia de su gracia. Sí, el temor de Dios nos hace sentir humildes (Sal 34:2) al recordarnos lo pequeños y pecadores que somos ante Él, pero también nos inspira a buscarlo incluso más. «Busqué al Señor, y Él me respondió, y me libró de todos mis temores» (v. 4 [énfasis del autor]). «Los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos atentos a su clamor» (v. 15). «Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón, y salva a los abatidos de espíritu» (v. 18).
Difícilmente podemos concebir un Dios que sea temible y compasivo a la vez, severo y tierno, justo y clemente, implacable y asequible, glorioso y accesible. Aquel que teme a Dios se niega a perder lo que no entiende de Él porque anhela conocer, disfrutar y servir al Dios verdadero. Sabe que el Dios digno de su devoción siempre lo desconcertará.
Nos deleitamos en el temor
Este temor de Dios no está, como muchos equivocadamente suponen, en conflicto con nuestro gozo en Dios, sino que es la fuerza y la intensidad del gozo en su más pleno y hermoso florecer. Observa cómo el Salmo 34 entrelaza perfectamente la plenitud de la felicidad con la solemnidad del temor piadoso:
Prueben y vean que el Señor es bueno.
¡Cuán bienaventurado es el hombre que en Él se refugia!
Teman al Señor, ustedes sus santos,
Pues nada les falta a aquellos que le temen (Salmo 34:8-9 [énfasis del autor]).
El hombre que teme al Señor no piensa que Él es inaccesible o poco atrayente. Para el creyente, la gloria, el poder, la sabiduría, la justicia y la misericordia de Dios son todos temibles, mucho más que cualquier persona o cosa de la creación, pero a su vez todos son dulces para él. Todo lo que hace que Dios sea temible, ahora lo saborea y le parece bueno porque confía en Él. Sabe que este Dios temible, lucha por él, lo protege, le provee, lo perdona y lo ama. Su fe hace que el temor aterrador de Dios sea hermoso y seguro.
Este gozo lleno de temor, y este temor lleno de gozo, no es exclusivo de un solo salmo. El Salmo 112:1 dice: «¡Cuán bienaventurado es el hombre que teme al Señor, que mucho se deleita en Sus mandamientos!» [énfasis del autor]. Nehemías ora: «Te ruego, oh Señor, que tu oído esté atento ahora a la oración de tu siervo y a la oración de tus siervos que se deleitan en reverenciar tu nombre» (Neh 1:11 [énfasis del autor]). Isaías profetiza de Jesús: «Él se deleitará en el temor del Señor» (Is 11:3). Y Jesús ora que su deleite esté en nosotros, y que el nuestro sea perfecto (Jn 15:11).
Un gozo más intenso
Vemos al apóstol Pedro aprendiendo este arte del temor santo después de dejarse llevar por el temor al hombre en más de una ocasión, incluso negando conocer a Jesús. Pedro había «probado la bondad del Señor» (1P 2:3), regocijándose con gozo «inefable y lleno de gloria» (1P 1:8). Sin embargo, le dice a la iglesia: «Teman a Dios» (1P 2:17) y «condúzcanse con temor» durante su vida en la tierra (1P 1:17). Había descubierto que nuestro gozo en Dios y nuestro temor de Dios no solo son reconciliables, sino también inseparables.
No podemos experimentar la plenitud de gozo y la abundancia de vida si nuestros corazones no tiemblan ante su grandeza. Michael Reeves escribe:
El correcto temor de Dios, entonces, no es esa otra cara de la moneda sombría y negativa al gozo apropiado en Dios. No hay tensión alguna entre temor y gozo. Más bien, este tembloroso «temor de Dios» es una forma de hablar de la intensidad absoluta de la felicidad de los santos en Dios. Dicho de otra manera, el tema bíblico del temor de Dios nos ayuda a ver la clase de gozo que es más adecuado para los creyentes. (Rejoice & Tremble [Regocíjate y tiembla], 61).[1]
¿Y si no hemos experimentado una mayor felicidad en Dios porque nos hemos resistido a cualquier cosa que podría hacer que le temamos? ¿Y si hemos perdido mayores pasiones por intimidad con Él porque nos hemos protegido de aspectos suyos que nos hacen sentir incómodos? ¿Y si el amor ha sido más difícil y la santificación más lenta porque sutilmente hemos hecho a Dios más pequeño, más agradable y más complaciente en lugar de acercarnos a Él como el fuego consumidor que es?
El camino hacia un mayor gozo e intimidad con Dios puede ser sorprendente: aprender a temerle. Como dice el profeta Isaías: «Sea Él su temor, y sea Él su terror […]. Entonces Él vendrá a ser el santuario» (Is 8:13-14). Deja que Dios te cargue a medida que te adentras más profundamente en las olas violentas y abrumadoras de lo que te ha revelado hasta ahora.
Marshall Segal © 2021 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. Traducción: Marcela Basualto.
[1] N. del T.: traducción propia