Cuando una relación entre cristianos se rompe, deja tras sí toda clase de dolor y desencanto. Sin embargo, como lo hemos dicho en otra oportunidad, el carácter y la cercanía de Dios nos consuelan en el dolor de las relaciones no restauradas.
Dios, también, nos guía en forma clara al atravesar las confusas emociones y duras realidades de una amistad que se ha roto. En primer lugar, la Escritura explica lo que se nos pide cuando alguien peca contra nosotros. John Piper amplía la forma en que Thomas Watson define el perdón, incluyendo:
Resistirse a cobrar venganza
«Amados, nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: ‘Mía es la venganza, yo pagaré’, dice el Señor». (Romanos 12:19)
No responder a un mal con otro
«Mirad que ninguno devuelva a otro mal por mal». (1 Tesalonicenses 5:15)
Desear el bien
«Bendecid a los que os maldicen». (Lucas 6:28)
Lamentar sus calamidades
«No te regocijes cuando caiga tu enemigo, y no se alegre tu corazón cuando tropiece». (Proverbios 24:17)
Orar por su bienestar
«Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen». (Mateo 5:44)
Buscar la relación hasta donde sea posible
«Si es posible, en cuanto de vosotros dependa, estad en paz con todos los hombres». (Romanos 12:18)
Acudir en su ayuda cuando se encuentre afligido
«Si encuentras extraviado el buey de tu enemigo o su asno, ciertamente se lo devolverás». (Éxodo 23:4)
Hazte la siguiente pregunta: ¿Representan estos versículos mi disposición y mi forma de actuar hacia quienes me han ofendido? Si es así, podrás atravesar incluso la más dolorosa y turbulenta situación con una conciencia limpia.
No obstante, si somos reticentes o vacilantes en tratar como Dios nos manda a quienes nos han herido, debemos pedirle ayuda para arrepentirnos de cualquier amargura que pudiese quedar en nuestros corazones.
La oración hace toda la diferencia en esto. Es muy difícil —o en realidad imposible— orar por alguien y al mismo tiempo seguir amargándose. Lo uno no deja espacio para lo otro.
No es fácil amar a quienes nos han rechazado o traicionado, y especialmente cuando solíamos sentirnos cercanos a ellos y les teníamos confianza. Podemos sentirnos fuertemente tentados a acumular resentimiento, tomar represalias o alegrarnos secretamente de que sufran. La verdad puede salir a la luz en más tiempo del que esperamos, pero somos llamados a obedecer. Es así de simple.
Después de todo, estamos siguiendo a nuestro Salvador, que nos convirtió a nosotros, sus enemigos, en amigos suyos.
Aquel que nos llama a hacer el bien a quienes nos odian nos amó primero —aun cuando nosotros le rechazábamos—.
Aquel que dice «Yo pagaré» canceló las consecuencias de nuestro pecado (y el pecado de nuestros amigos cristianos que nos traicionan).
Aquel que nos dice que bendigamos a los que nos maldicen se hizo maldición por nosotros.
Aquel que nos insta a «estar en paz con todos los hombres» ha hecho la paz con Dios en nuestro favor.
¿Cómo podemos mirar a nuestro Salvador a los ojos y seguir arrastrando amargura?
Perdonar es ser libre. Libre de los pecados de la ira y el resentimiento que deshonran a nuestro Salvador y nos hacen miserables. Es ser libre para amar a esos amigos que siguen siendo fieles, para disfrutar de las muchas bendiciones que Dios nos ha dado y para vivir una vida de provecho para su gloria.
¿Cómo debemos, sin embargo, relacionarnos con esos ex-amigos que no se han arrepentido de lo que nos han hecho? ¿Cómo debemos responder a las disculpas superficiales? ¿Qué debemos hacer cuando alguien ha pecado contra nosotros y quiere actuar como si nada hubiese ocurrido? Ya diremos unas últimas cosas en un siguiente artículo.