Es viernes, 3 de abril, año 33 d. C. Es el día más oscuro en la historia de la humanidad —aunque la mayoría de los humanos no tiene idea de esto—. En Roma, Tiberio se ocupa de los exigentes asuntos del Imperio. A lo largo del inhabitado mundo nacen niños, personas comen y beben, se casan y se dan en matrimonio, hacen trueques en los mercados, navegan buques mercantes y combaten batallas. Los niños juegan, las ancianas chismean, los hombres jóvenes codician y las personas mueren.
Sin embargo, hoy, una muerte, una espantosa y horripilante muerte, la peor y la mejor de todas las muertes humanas, dejará en el lienzo de la historia humana la pincelada más oscura. En Jerusalén, Dios el Hijo, el Creador de todo lo que existe (Jn 1:3), será ejecutado.
El jardín
El día judío amanece con la noche y nunca ha sido más oportuno, puesto que hoy la hora y el poder de la oscuridad han llegado (Lc 22:53). Jesús está en Getsemaní, donde oró con gran clamor y lágrimas, al ser escuchado por su Padre (Heb 5:7), cuya voluntad se hará. Jesús escuchó ruidos y levantó la vista. Antorchas y voces bajas señalan que quienes vienen llegando lo arrestarán.
Jesús despierta a sus somnolientos amigos, que se alertan conmocionados al ver a su hermano, Judas, traicionar a su Rabí con un beso. Los soldados y los siervos rodean a Jesús. Pedro, rojo de ira, saca su espada y arremete contra quienes están más cerca de Jesús. Malco se estremece, pero no lo suficiente; donde había estado su oreja, brota sangre y un dolor cegador. Se oyen voces, pero Malco solo escucha la herida que grita, la cual agarró con ambas manos. Él siente que una mano toca la suya y el dolor se desvanece. Entre sus manos hay una oreja. Pasmado, mira a Jesús, que ya se lo están llevando. Los discípulos se dispersan. Malco mira sus sangrientas manos.
El Sanedrín
Jesús es llevado bruscamente a la casa de Anás, un antiguo sumo sacerdote, quien lo interroga sobre su enseñanza. Jesús sabe que este interrogatorio informal tiene el propósito de atraparlo desorientado y descuidado. Sin embargo, Él no está así, por lo que no le entrega nada a este líder manipulador. Al contrario, Él remitió a Anás a sus oyentes y un oficial judío lo golpea con ironía por mostrar una falta de respeto. Frustrado, Anás envía a Jesús donde su yerno, Caifás, el actual sumo sacerdote.
En la casa de Caifás, el juicio se pone en marcha rápidamente. La mañana llegará pronto. El concilio necesita un veredicto irrefutable para el amanecer. El examen procede mientras los somnolientos miembros del Sanedrín continúan presentando.
Se han reunido las pruebas a la ligera y no se han investigado bien a los testigos. Los testimonios no concuerdan. Los miembros del concilio parecen desconcertados. Jesús está en silencio como un cordero. Irritado e impaciente, Caifás va al grano: «Te ordeno por el Dios viviente que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Mt 26:63).
La hora llegó. Ordenado a responder en el nombre de su Padre, Jesús pronuncia las palabras que sellarán la muerte que Él había venido a soportar (Jn 12:27): «Tú mismo lo has dicho; sin embargo, a ustedes les digo que desde ahora verán al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre, y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mt 26:64).
Como si fuera un momento de transgresión de la ley (Lv 10:6; 21:10), un teatro políticamente religioso, Caifás rasga sus vestiduras con una fingida indignación y un frío alivio oculto por la blasfemia de Jesús. Él declara el fin del juicio diciendo: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio? Pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca» (Lc 22:71).
A medida que el sol se asoma sobre la cumbre este de Jerusalén, Judas cuelga de su propio cinto, Pedro se retuerce en el dolor de su fracaso y el rostro de Jesús está manchado con sangre seca y saliva del deporte previo al amanecer de los guardias del templo. El veredicto del concilio: culpable de blasfemia; su sentencia: la muerte. No obstante, es una sentencia que ellos no pueden llevar a cabo. Roma se rehúsa a delegar una pena capital.
El gobernador
El humor de Pilato, ya agriado por la repentina insistente intromisión tan temprano en la mañana, empeora mientras capta la situación. Ellos quieren que ejecute a un «profeta» galileo. Sus maduros instintos le dicen que algo no anda bien. Él interroga a Jesús y luego le dice al concilio: «No encuentro delito en este hombre» (Lc 23:4).
Un juego de ajedrez político sigue entre Pilato y el Sanedrín, ninguno se da cuenta de que son peones, no reyes.
Pilato hace un movimiento. Como galileo, Jesús está bajo la jurisdicción de Herodes Antipas; que Herodes juzgue. Inicialmente Herodes recibe a Jesús con alegría, esperando ver un milagro. Sin embargo, Jesús se rehúsa a entretener o siquiera a responder. Antipas, decepcionado, bloquea el movimiento y devuelve a Jesús a Pilato.
Pilato hace otro movimiento. Él ofrece liberar a Jesús como el prisionero anual indultado durante la Pascua. El concilio bloquea el movimiento. «No a este, sino a Barrabás», gritaron (Jn 18:40). Pilato está pasmado. ¿El Sanedrín prefiere a un ladrón y asesino que a este profeta campesino?
Pilato intenta otro movimiento. Él hace azotar y humillar severamente a Jesús, con la esperanza de frenar la sed de sangre que tiene el concilio. Nuevamente, el movimiento es bloqueado cuando el concilio insiste en que Jesús debe ser crucificado porque «pretendió ser el Hijo de Dios» (Jn 19:7). ¡Jaque! El temor de Pilato crece. La aseveración divina de Jesús podría amenazar a Roma. Peor, podría ser verdad. Las deidades romanas supuestamente podían tomar forma humana. La interrogación más exhaustiva a Jesús lo desconcierta.
Una última jugada. Pilato intenta persuadir al Sanedrín que libere a Jesús. Un último bloqueo y trampa. «Si suelta a este, usted no es amigo de César; todo el que se hace rey se opone a César» (Jn 19:12). El concilio tiene a Pilato donde lo quiere: arrinconado. ¡Jaquemate!
Y el Dios trino tiene al concilio, a Pilato y a Satanás donde Él los quiere. Ellos no tienen autoridad sobre el Hijo en absoluto a menos que les haya sido concedida de lo alto (Jn 19:11). Judíos, gentiles y poderes espirituales caídos colaboran sin darse cuenta en la ejecución de la única muerte inocente que posiblemente podría otorgar vida al culpable. ¡Jaquemate!
La cruz
La mañana se va mientras Jesús sale tropezando del Pretorio, terriblemente golpeado y sangrando profusamente. Los soldados romanos han sido brutales en su creativa crueldad. Las espinas han desgarrado el cuero cabelludo de Jesús y su espalda es una grotesca y rebosante herida. El Gólgota está apenas a medio kilómetro por la puerta del jardín, pero Jesús no tenía fuerzas para llevar la barra de unos dieciocho kilos. Simón de Cirene es reclutado de la multitud.
Veinticinco minutos después, Jesús cuelga en absoluta agonía en uno de los instrumentos de tortura más crueles que jamás se hayan inventado. Los clavos han atravesado sus muñecas (lo cual sabemos solamente debido a la duda que Tomás expresaría un par de días después en Juan 20:25). Un letrero sobre Jesús declara en griego, latín y arameo quién es Él: el Rey de los judíos.
El Rey está flanqueado en ambos lados por ladrones y a su alrededor hay mirones y burladores. «Que se salve Él mismo si este es el Cristo de Dios, su escogido», algunos gritaron (Lc 23:35). Uno de los ladrones moribundos incluso se une a la burla. Ellos no entienden que si el Rey se salva a sí mismo, pierden su única esperanza de salvación. Jesús le pide a su Padre que los perdone. El otro ladrón crucificado ve un Mesías en el hombre mutilado que está a su lado y le pide al Mesías que se acuerde de él. La oración de Jesús comienza a ser respondida. Cientos de millones lo seguirán.
Es media tarde ahora y la espeluznante oscuridad que ha caído tiene a todos con los nervios de punta. Sin embargo, para Jesús, la oscuridad es un horror que Él nunca ha conocido. Esto, más que los clavos, las espinas y los latigazos, es lo que lo hizo sudar sangre en el jardín. La ira de Dios lo está golpeando con toda su fuerza. En ese momento, Él ya no es el Bendito, sino el Maldito (Gá 3:13). Él se hizo pecado (2Co 5:21). En un aislamiento aterrador, de su Padre y de todos los humanos, Él grita: «ELÍ, ELÍ, ¿LEMA SABACTANI?», palabras en arameo que significan «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27:46; Sal 22:1). No se ha desplegado ni jamás se desplegará un amor (Jn 15:15), humildad (Fil 2:8) u obediencia (Heb 5:8) más grande.
Poco después de las tres en punto de la tarde, Jesús susurra con voz quebrada pidiendo algo de beber. En amor, bebió hasta las últimas gotas de la copa de ira de su Padre. Él cargó nuestra maldición completa. No hay deuda que pagar y Él no tiene más que dar. El vino moja sus labios lo suficiente para decir una última palabra: «¡Consumado es!» (Jn 19:30). Y Dios el Hijo muere.
Es la peor y la mejor de todas las muertes humanas. Puesto que en este árbol Él carga nuestros pecados en su cuerpo (1P 2:24), «el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1P 3:18). Y ahora, consumado es.
La tumba
Una ironía brillante en este día tan oscuro es que los hombres que se ofrecen para reclamar el cuerpo de Cristo para sepultarlo no son familiares ni discípulos. Son miembros del Sanedrín: José de Arimatea y Nicodemo. Es una más de las amenazas inesperadas de gracia entretejidas en este tapiz de redención. Rápidamente envuelven el cuerpo de Jesús en una sábana y lo ponen en una tumba cercana. La tarde cae y ellos no tienen tiempo para esparcir completamente especias aromáticas.
María Magdalena y María, la madre de Jesús, los acompañan, preocupadas de saber la ubicación de la tumba. Planean volver con más especias después del sabbat, el primer día de la semana, para asegurarse de que esté terminado.