Cuando nuestros planes no se concretan y los sueños parecen más quimeras, nuestro corazón se encoge. Es difícil imaginar que al final todo saldrá bien. Muchas veces es incluso imposible sonreír hacia la incertidumbre de un futuro que nos es imposible controlar.
De vez en cuando, quizás traigamos a la mente que el andar por fe obedece precisamente a esto: caminar sin ver. Confiar sin conocer que va a pasar. Trabajar y planificar pero sin depender de lo que nosotros hagamos sino de la soberanía del Señor.
Pero esto no es fácil y la espera lo complica aún más. No resulta sencillo ver como un hijo sufre, o como un pariente sucumbe ante la enfermedad. Quizás sea un trabajo que no se cristaliza o la espera de un noviazgo que no llega. Y el orar se dificulta porque al no contar con resultados positivos, nuestra fe empieza a tambalearse. En nuestra debilidad desconfiamos de que Dios escucha nuestras peticiones y en un despliegue de arrogancia puede ser incluso que pensemos que no tiene caso elevar nuestras plegarias porque de cualquier forma nuestros planes no se harán.
Pero ahí, en una extraordinaria muestra de misericordia, nuestra altivez es recompensada con un torbellino de gracia, donde aún sin merecerlo Dios nos recuerda: «…yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes… planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza» (Jer 29:11). Y su voluntad es mucho mejor que lo que nosotros pudiésemos imaginar.
Y esa voz poderosa es capaz de acallar nuestras dudas recordando que quien nos salvó de la muerte segura tiene a bien llevarnos a una eternidad perfecta a su lado. Con compasión nos dice que en la incertidumbre de lo que pasará mañana, está la certeza de su presencia en nuestras vidas. Un amor que sacrificó todo en el madero para que pudiéramos tener una nueva vida. La promesa de que a pesar del sufrimiento y de los planes frustrados, él está trabajando en nosotros y para nuestro bienestar eterno.
Nuestra dependencia en él se hace más necesaria aún. Entonces, empezamos a comprender que incluso en esa espera agotadora hay siempre unos brazos fuertes que nos sostienen cuando no podemos levantarnos. Doblegamos el orgullo entendiendo que al rendir nuestra autosuficiencia podemos descansar en su regazo. Nuestros planes palidecen y aun así nos gozamos ante lo que Dios hace y desea para nuestra vida.
George Muller, el gran predicador y director de hogares para huérfanos, entendió esto cuando dijo: «Este es uno de los grandes secretos para servir de manera exitosa al Señor. Trabajar como si todo dependiera de nuestra diligencia y sin embargo, no confiar en que todo se llevará a cabo debido a nuestras propias habilidades sino gracias al Señor, porque solo él puede hacer que nuestros esfuerzos fructifiquen».[1]
En la batalla del día a día, con sinsabores y conflictos, podremos decir como el salmista, unos «confían en sus corceles, pero nosotros confiamos en el nombre del Señor nuestro Dios» (Sal 20:7-8). Con diligencia nos prepararemos para la batalla pero siempre teniendo encuenta que la victoria es dada por la mano poderosa del Señor.
Así pues, cuando la incertidumbre aceche nuestra mente y la ansiedad quiera cobijarse en nuestro corazón, haremos bien en recordarnos quien es el Dios al que pertenecemos y disipemos con su presencia el temor. Los propósitos de Dios se cumplirán en nuestra vida y los murmullos de miedo y de angustia se calmarán con la persona de Jesús.
En los días nublados y turbulentos, cuando la negrura de la noche no nos permita ver, abracemos la luz de Cristo y recordémosle a nuestra alma: «Pon tu esperanza en el Señor, ten valor y cobra ánimo. ¡Pon tu esperanza en el Señor!» (Sal 27:14).
[1] A narrative of some of the Lord´s dealings with George Muller, written by himself (Muskegon, Mich. Dust and Ashes 2003) in www.desiringgod.org «George Muller strategy for showing God» [traducción propia].