Hace unas semanas, viajé fuera de la ciudad para dar una charla sobre mi próximo libro a un grupo de mujeres. Mi discurso se titulaba, “El arte perdido del lamento”. Les hablé sobre las grandes y difíciles emociones de la vida como el miedo, la pena, la preocupación y el abandono. Compartí cómo la Palabra de Dios nos muestra la forma en que podemos verbalizar esas emociones, clamar a él por ayuda, y cómo su Palabra les da nueva forma para su gloria a medida que atravesamos el proceso del lamento. Fue un tiempo fructífero de pastoreo y servicio a las mujeres de esa iglesia.
La noche en que regresé a mi casa después del viaje, mi abuelo sufrió un derrame cerebral grande, lo que provocó que se cayera y se rompiera la cadera. Después de recibir la noticia, viajamos en auto por tres horas para poder visitarlo en el hospital. Lloré cuando lo vi acostado en la cama, frágil e indefenso. Lloramos y oramos juntos con nuestra familia. Pasé esa semana despidiéndome. Finalmente, mi abuelo fue llevado a la unidad de cuidados paliativos y falleció esa semana.
Con demasiada frecuencia, las cosas que escribo tratan sobre lo que estoy trabajando en mi propia vida. Aprender a llorar no es algo aparte. La paradoja era que recién les había enseñado sobre el arte del lamento a un grupo de mujeres y ahora tenía que aplicar las mismas cosas a mi propia vida.
La pérdida de un ser querido duele más que cualquier dolor físico. Sabía que enfrentaría esta pérdida algún día y también sabía que dolería. Dolió más de lo que pensé. No obstante, al leer y escribir sobre el lamento, también sabía que hay esperanza en medio de mi dolor y mi pérdida. Para el creyente, el gozo se entremezcla con la profunda pena. Como aquellos que escribieron sobre lamentos en la Biblia, sé que Dios es mi fortaleza, mi libertador y mi salvación. Sé que él escucha mi clamor y seca mis lágrimas. También sé que por medio de Cristo, aunque el llanto dure toda la noche, por la mañana viene la alegría.
Si tu corazón también llora, esta oración de lamento es para ti:
“Cansado estoy de sollozar; toda la noche inundo de lágrimas mi cama, ¡mi lecho empapo con mi llanto! Desfallecen mis ojos por causa del dolor…” Salmo 6:6-7.
Querido Padre:
Hoy vengo ante ti con una gran pena. La tristeza me abruma, me siento rodeada por una niebla densa y temo nunca salir de ahí. Al igual que David, “mis lágrimas son mi pan de día y de noche…” (Salmo 42:3).
Sin embargo, sé que debo acercarme a ti. Sé que la única cura para la desesperación y la pena que siento es estar en tu presencia. El salmista escribió que en tu presencia hay gran alegría y me aferro a esa promesa firmemente. Así como el salmista clamó a ti desde las profundidades de la desesperación, yo también dejo a tus pies todos estos pensamientos y sentimientos.
Mi corazón duele; mis ojos arden por mi imparable río de lágrimas. Mi mente está llena de recuerdos del pasado, provocando aun más dolor en mi corazón. Te necesito, Señor; necesito tu ayuda, tu fortaleza para atravesar incluso lo que viene.
Perdóname por las formas en las que no te he glorificado en medio de mi aflicción. Sé que esta pena que siento no es algo incorrecto, porque Cristo derramó lágrimas de aflicción en la tumba de su amigo Lázaro. No obstante, también sé que en mi dolor tengo pensamientos y sentimientos pecaminosos que debo confesar. Crea en mí un corazón limpio, oh Señor.
En medio de esta oscuridad, ayúdame a ver tu luz. Sé que tú conoces la aflicción. Sé que Jesús fue un “varón de dolores”, “…quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Heb 12:2). Él hizo eso por mí, para que pudiera convertirme en tu hija. Gracias, Jesús, por sufrir y llevar mis aflicciones. Gracias por hacerte cargo de mi pecado. Gracias por hacer un camino para que pudiera llegar a la presencia del Padre. Gracias porque un día vas a volver y terminarás con todo dolor y llanto. ¡Oh, cómo espero ese día! ¡Maranata, Señor Jesús!
No importa cuánto dure este tiempo de dolor, oro para que esto me muestre más de tu amor y gracia. Ayúdame a no huir de lo que sea que quieras hacer en mi corazón. Ayúdame a confiar en que tú estás obrando y a descansar en tu fidelidad. Quiero decir junto a David, “me alegro y me regocijo en tu amor, porque tú has visto mi aflicción y conoces las angustias de mi alma” (Sal 31:7).
Padre, concédeme el gozo del evangelio, ayúdame a regocijarme en Cristo incluso en medio del dolor. Envuélveme con la paz y el consuelo que sólo tú puedes entregar. A medida que los días se conviertan en meses, te pido que esta carga disminuya. A medida que los meses se conviertan en años, úsame para animar y bendecir a alguien que pueda estar pasando por alguna situación similar. Ayúdame a llevarlos a ti como el Dios de todo consuelo.
Sé que tú siempre estás conmigo y tu amor nunca cesa. Ayúdame a encontrar refugio en ti y en nada más.
Oro en el nombre de Jesús,
Amén.