Mi esposa y yo estamos invirtiendo en una terapia de calma para nuestros gemelos de once años. Se llama béisbol juvenil. Los gastos financieros son insignificantes comparados con los beneficios en el tiempo.
El béisbol no solo promueve el desarrollo cerebral y corporal, y enseña a trabajar en equipo, sino que también produce situaciones donde hay que manejar presión y lidiar con el fracaso. En otras palabras, genera oportunidades para cultivar el dominio propio, la única virtud que el apóstol Pablo consideró conveniente encomendarles a los jóvenes en Tito 2. Luego de darles múltiples disposiciones a los ancianos, a las ancianas y a las jóvenes (Tit 2:2-5), Pablo les da a los jóvenes una única tarea en la cual enfocarse: «exhorta a los jóvenes a que sean prudentes» (Tit 2:6).
No me malinterpretes. No queremos que nuestros hijos sean insensibles; no lo son. Son competitivos y son niños, propensos a reaccionar sin el control emocional correcto. Esa es la razón por la cual el béisbol juvenil puede ofrecernos una valiosa herramienta, entre otras, cuando buscamos forjar hombres. Queremos que aprendan a no perder la compostura bajo presión y, cuando la ocasión así lo requiera, que liberen sus emociones en el momento y en el lugar apropiado. Queremos que aprendan a mantener la calma cuando otros la pierdan; que no se alteren cuando sientan indignación o lástima por sí mismos, y que desarrollen un espíritu sobrio, conscientes de que su comportamiento y trato con sus compañeros de equipo, los árbitros y el equipo contrario son más importantes que ganar el partido.
A veces, vitoreamos y celebramos una victoria después de que terminó el partido. En otros momentos, analizamos y aprendemos de las decepciones causadas por los errores, los ponches y las derrotas. Pero en los altibajos del juego, y de la vida fuera de la cancha, nuestras pasiones pueden llevarnos a celebrar anticipadamente o a deprimirnos enormemente. Queremos que nuestros hijos aprendan a mantener la calma en la tormenta, no reprimiendo sus emociones, sino aprendiendo a dominarlas. En el ardor del momento, queremos que no pierdan la cabeza, que sean veraces con ellos mismos y que mantengan la suficiente calma como para tomar fielmente el siguiente paso para el bien de ellos y el de los demás.
Más que jugadores de béisbol, queremos que nuestros niños se transformen en hombres cristianos.
Él guardó silencio
En una época en la que los arrebatos emocionales no solo son aceptados, sino que también respetados y alentados, puede ser más difícil criar hombres que aprendan a «guardar silencio» con rectitud. Esta es una frase curiosa que encontramos en momentos claves de la historia del pueblo de Dios. Esperamos algunos arrebatos de ira o expresiones precipitadas de enojo o de represalias; sin embargo, se nos dice que un hombre de Dios «guardó silencio».
Primeramente, lo vemos en el patriarca Jacob cuando escuchó que Siquem, príncipe de la tierra, «había deshonrado a su hija Dina». Esperamos una explosión por parte de él, mas Jacob «guardó silencio» hasta que sus hijos llegaron del campo (Gn 34:5). No fue que Jacob ignorara o minimizara este acto intolerable en contra de su hija y de su familia, sino que ejerció dominio propio hasta que sus consejeros se reunieron y decidieron cómo responder. Dos de sus hijos, Simeón y Levi, no ejercieron la misma moderación y se convirtieron en un problema para Jacob. Tomaron cada uno sus espadas en contra de Siquem y al hacerlo, «tra[jeron] dificultades [a Jacob] haciéndo[lo] odioso entre los habitantes del país» (Gn 34:30).
Lo mismo pasó con Aarón, el hermano de Moisés y primer sumo sacerdote. Cuando leemos que sus hijos «ofrecieron delante del Señor fuego extraño» y fueron consumidos (Lv 10:1-2), podríamos esperar que Aarón estallara en ira en contra del cielo por la pérdida de sus hijos. En cambio, Moisés nos dice que «[…] Aarón guardó silencio» (Lv 10:3), no porque no le importara ni tampoco porque no estuviera profundamente acongojado, sino porque veneraba a Dios con temor justo y confiaba en que, en su bondad, Él nunca haría nada incorrecto aun cuando, para Aarón, su pérdida fuera tan dolorosa.
Al comienzo de su reinado y antes de que cayera en desgracia, el rey Saúl demostró tener un control admirable cuando fue deshonrado. Al mismo tiempo en que el resto de la nación lo reconocía y lo recibía como su primer rey, surgieron sus detractores: «ciertos hombres indignos» con su cinismo: «¿Cómo puede este salvarnos?». Como rey, ahora, Saúl tenía el poder para deshacerse de estos hombres en forma rápida y callada. «Pero él guardó silencio», nos señaló Samuel, en una demostración admirable de su magnanimidad inicial (1S 10:27).
Lento para la ira
Sin embargo, lo más notable es Dios mismo. Por medio de Isaías, Él le dijo a su pueblo rebelde: «Por mucho tiempo he guardado silencio, he estado callado y me he contenido» (Is 42:14). Dios no ignora ni desecha su pecado; tampoco estalla en un arrebato de furia desenfrenada en contra de ellos. Posteriormente, Dios declara: «¿No es acaso porque he guardado silencio por mucho tiempo que no me temes?» (Is 57:11). Ahora actuará en justicia, dará rienda suelta a su justa ira; no obstante, nadie podrá acusarlo justificadamente de precipitarse en emitir juicio o de ser impaciente en lo más mínimo.
En tiempos en que socializamos con la ira y los arrebatos, necesitamos hombres no solo como Jacob, Aaron y el joven Saúl que saben guardar silencio cuando el momento lo requiere, sino también como Dios mismo, a quien la Escritura describe repetidamente como «lento para la ira». Es significativo que cuando Dios se revela a Moisés en respuesta a su súplica: «te ruego que me muestres tu gloria», las primeras palabras que el profeta escucha son: «Dios compasivo y clemente, lento para la ira» (Éx 34:6).
Tal serenidad divina, como podríamos llamarla, se convertiría en un legado para los israelitas; su Dios es lento para la ira. No significa que no sintiera ira. Claramente, estaba preparado para castigar a los culpables en su momento. Nunca antes de tiempo y nunca con una intensidad que no fuera justa o que les hiciera un mal a quienes estaba castigando o disciplinando. No obstante, dada la rebelión de su pueblo, a menudo vergonzosa, Dios se mostró eternamente paciente y marcadamente «lento para la ira», tal como los profetas y los salmistas lo celebran (Neh 9:17; Jl 2:13; Sal 86:15; 103:8; 145:8).
Así también su pueblo
Los Proverbios recopilados de la nación hacen esta notable deducción: como Dios, así también su pueblo. Si Dios mismo, según todos los relatos y recuerdos, es ciertamente lento para la ira, ¿cómo no podría su pueblo buscar parecerse a Él?
El lento para la ira tiene gran prudencia, pero el que es irascible ensalza la necedad (Proverbios 14:29).
El hombre irascible provoca riñas, pero el lento para la ira apacigua pleitos (Proverbios 15:18).
Mejor es el lento para la ira que el poderoso, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad (Proverbios 16:32).
La discreción del hombre le hace lento para la ira, y su gloria es pasar por alto una ofensa (Proverbios 19:11).
En estos proverbios, vemos cómo Dios está formando y moldeando a su pueblo para que tenga «gran prudencia»; «apacigüe pleitos»; sea «mejor […] que el poderoso»; manifieste «discreción» y la gloria poco común, en un mundo como el nuestro, de pasar por alto una ofensa. Este Dios salvará a su pueblo de la irascibilidad, de exaltar la insensatez y de provocar riñas. De igual modo en el Nuevo Testamento, Santiago extiende este legado a sus lectores cristianos: «Que cada uno sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira» (Stg 1:19).
Jesús azotó y lloró
¿Y qué hay en cuanto a Cristo mismo, Dios encarnado?
En Jesús, encontramos una humanidad plena y santa, juntamente con expresiones que quizás no calificaríamos como «calmadas», pero que son manifiestamente justas. No describimos a Cristo como alguien calmado cuando hizo un látigo de cuerdas, echó a todos del templo y volcó las mesas (Jn 2:15); acciones que hicieron que sus discípulos recordaran el Salmo 69:9: «Porque el celo por tu casa me ha consumido».
Tampoco diríamos que se mostró «calmado» cuando llegó a Betania al velorio de Lázaro. «Se conmovió profundamente en el espíritu, y se entristeció» (Jn 11:33). Jesús lloró en forma tan visible que los espectadores dijeron: «Miren, cómo lo amaba» (Jn 11:35-36). Después de eso, fue al sepulcro y nuevamente se mostró «profundamente conmovido» (Jn 11:38).
Tampoco pensaríamos que su angustia en el jardín fue serenidad. «Y estando en agonía, oraba con mucho fervor; y su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra» (Lc 22:44). Normalmente, no pensamos que la calma va acompañada de «gran clamor y lágrimas»; sin embargo, incluso aquí en Getsemaní, en su angustia, Jesús no perdió su temor reverente sino que fue oído a causa de él (Heb 5:7).
Iríamos demasiado lejos si pretendiéramos que Cristo siempre se mantuvo calmado. Hubo momentos en que sus emociones santas lo conmovieron en forma justa y manifiesta. Pero no perdió el control ni en el templo ni en Betania ni en el jardín.
Aparte de unas pocas excepciones, el Cristo con el que nos encontramos en los evangelios siempre permanece increíblemente calmado. Cuánta compostura, cuánto dominio propio, cuánta calma santa demostró una y otra vez cuando sus discípulos le fallaron, los enfermos lo interrumpieron, los bien intencionados lo importunaron, los sofisticados lo desafiaron y las autoridades le faltaron el respeto. Aquel, a quien nuestro crecimiento cristiano se conforma, es el que se mostró decidida y manifiestamente calmado, salvo excepciones muy poco comunes pero sí justificadas.
Sin estrés gobierna las estrellas
Pero igual de útil es hoy, mientras buscamos vivir el modelo de santa calma que hace eco de la de nuestro Señor, su compostura inquebrantable en este mismo momento, sentado en su trono celestial. De hecho, aún no estamos completamente glorificados. Aún no estamos fuera del alcance de las tormentas terrenales, las heridas, los comportamientos extraños y los sorprendentes actos del mal en este mundo irracional. Pero nuestro Capitán lo está. Siendo sus soldados, recurrimos a su calma como soberano absoluto y totalmente invencible. Su santa compostura y su admirable serenidad no solo son el modelo que debemos seguir, sino también, y más significativamente, son nuestra esperanza en la que podemos descansar.
A diferencia de los sacerdotes del primer pacto, de pie a diario al servicio de Dios y constantemente en movimiento «ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados […], Cristo, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados para siempre, se sentó a la diestra de Dios» (Heb 10:11-12 [énfasis del autor]). Los sacerdotes estaban de pie, pero como John Piper comenta:
Cristo no está de pie. No está en perpetuo movimiento […]. Él está gobernando el mundo. Y cuida de su iglesia. Pero no necesita estar de pie para hacerlo. De acuerdo al Salmo 8:3, las estrellas son obra de sus dedos. No significa ningún estrés para Él gobernar un planeta infinitesimal, ni menos saltar de su asiento como un entrenador de básquetbol ni pasearse de arriba para abajo como un general que espera noticias del frente. El ascenso de Cristo al trono del universo, y el sentarse en él con toda ecuanimidad, es una señal para todos sus enemigos y para nosotros de que esta guerra ha sido ganada[1].
Los enemigos de Cristo aborrecen las respuestas calmadas y sin temor de su pueblo. Señalan a los enemigos de Cristo que su destrucción se acerca (Fil 1:28). Pero más que nada, la santa calma, en medio de las tormentas, nos hace disponibles para amar a otros en el momento más fuerte de las crisis, en vez de dejarnos absortos en nuestra propia reacción.
¡Oh, cuánto deseamos cristianos así en estos días de ira y de arrebatos! Especialmente, esposos, padres y pastores cuyas presencias en nuestros hogares e iglesias impartan tranquilidad. Hombres que se apoyen en la ecuanimidad total y sin estrés de Cristo, que muestren una santa calma en todos los momentos emocionalmente difíciles y explosivos de la vida y del liderazgo, que estén preparados para responder sin ser reactivos, sin entrar en algún tipo de enfrentamiento e incluso sin ser trabajadores frenéticos, sin perder el control, capaces de guardar silencio cuando sea necesario y de traer una armonía genuina en nuestras confrontaciones, sabiendo que la guerra ya ha sido ganada.
David Mathis © 2021 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.Traducción: Marcela Basualto.
[1] N. del T.: traducción propia.