Recuerdo cuando mi profesora de arte de quinto grado anunció, para gran horror mío, que ya estábamos demasiado grandes como para hacer todos los dibujos con el sol en la esquina superior izquierda de la página. ¿Qué? ¡Así era como empezaba todos mis dibujos! Era la forma en que una colegiala escribía feliz sobre cualquier tema que luego apareciera en el dibujo. En mi cabeza, esa era la única forma de hacer un sol. La primera vez que dibujé el sol como un círculo, atravesé un rito de tránsito que me llevó del arte de los libros de cuentos infantiles a la interpretación de la vida real. Si no fuera por la Sra. Nehemías, quién sabe por cuánto tiempo habría seguido enjaulando mis soles en las esquinas. Sin embargo, ahora era libre gracias a la verdad. La gloria del sol se hallaba desatada y mostraría vigorosamente su esplendor en los muchos dibujos que vendrían.
Ahora son mis hijas quienes están dibujando el sol como un pedazo de pizza en las esquinas de sus dibujos. Mientras echaba un vistazo a los dibujos que hacían ayer, pensé en cuán similares son nuestros pensamientos sobre Dios. Nos gusta que esté en lo alto de nuestra página desplegando felicidad, pero a medida que maduramos, nos damos cuenta de que Él es mucho más radiante que la esquina que le hemos estado asignando. Esa esquina puede simbolizar algunas de nuestras primeras enseñanzas, pero a medida que se nos enseña más de su Palabra, nos damos cuenta de que nos hemos satisfecho demasiado fácilmente con la felicidad de los libros de cuentos. A medida que crece nuestro conocimiento de Dios, cambia toda la imagen. Estos son apenas tres ejemplos:
1. Cómo nos vemos a nosotros mismos.
Repentinamente, ese pequeño pony con un arco iris que he estado dibujando para representarme a mí misma comienza a parecer inadecuado. No soy simplemente una buena persona que ha cometido un par de errores. Soy una pecadora de nacimiento que necesita desesperadamente un Salvador. Antes de mi conversión estaba muerta en mis pecados y por mi propia naturaleza era una hija de ira (Efesios 2:1-3). Todo el supuesto bien que hacía era glorificarme a mí misma; buscar mi propia alabanza. «Todos nosotros somos como el inmundo, y como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas. Todos nos marchitamos como una hoja, y nuestras iniquidades, como el viento, nos arrastran» (Isaías 64:6).
2. Cómo vemos a Dios. Antes, me bastaba con dibujarlo como un triángulo en una esquina. Mis pensamientos sobre Dios eran torpes. Una vez que mi maestra me reveló la verdad, me di cuenta de lo que me estaba perdiendo. De la misma forma, cuando soy iluminada por el evangelio, me doy cuenta de que Dios mi creador es santo y justo, y completamente bueno. Él también abunda en una gracia tan asombrosa que «demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8). Descubro la belleza del plan y la acción redentora del Señor.
3. Cómo vemos el mundo. Ahora descubro que en la imagen hay luz y sombra. «Y este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, pues sus acciones eran malas. Porque todo el que hace lo malo odia la luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sus acciones sean manifestadas que han sido hechas en Dios» (Juan 3:19-21). En lugar de una falsa capa de felicidad esparcida sobre toda la página, quiero que mi dibujo sea verdadero. Quiero que el gozo de Jesucristo se cumpla en mí.